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La identificación de la cultura

MARCO TEÓRICO

1. Cultura y globalización

1.2.2. La identificación de la cultura

Identidad y cultura han sido conceptos ampliamente relacionados (Hall y Du Gay, 2003; Lull, 1997). En el marco de los estudios culturales, la identidad ha estado unida a la construcción del sentido social y ha sido definida como la apropiación y reconocimiento de determinados símbolos y significados de una manera individual o colectiva (Lull, 1997). A este proceso de apropiación y reconocimiento, Featherstone, Lash, y Robertson (1995) lo han denominado la práctica de la identidad. Para los autores, la identidad se constituye a partir del reconocimiento o rechazo del conjunto de símbolos que identifican a una cultura particular. De esta manera, se ponen sobre la mesa dos conceptos que han estado circunscritos al estudio de la identidad: el reconocimiento y la alteridad. Ambos están relacionados, puesto que la capacidad de reconocerse requiere de la existencia de otro con el que poder establecer diferencias y similitudes de uno mismo. Ahora bien, como se desprende de las definiciones dadas por Lull (1997) y Featherstone et al., (1995), para entender la aplicación de estos conceptos a la identificación de la cultura, hay que ponerlos en relación con otros dos términos: colectivo, para entender cómo el reconocimiento de los significados se realiza de manera conjunta entre individuos, y territorio, que alude a la dimensión histórica y social de cómo se ha producido esta apropiación y construcción de significados.

La apropiación de rasgos distintivos por parte de un conjunto de individuos se ha llamado identidad colectiva y, aunque hay autores que no reconocen la existencia de identidades colectivas (Berger y Luckmann, 1996), se ha producido una vasta literatura académica sobre su comprensión y definición (Louw, 2005; Rodrigo Alsina, Gayà, y Oller, 1997; Smith, 1997; Castells, 1996). El sociólogo de la comunicación, Manuel Castells (1996), entiende que las identidades colectivas son el resultado de un proceso de construcción del sentido en el que se le da prioridad a un conjunto de atributos culturales frente al resto. El autor afirma que los proyectos culturales que determinan las identidades colectivas están basados en materiales procedentes de la historia, la geografía, las instituciones y un largo etcétera de elementos históricamente y socialmente compartidos. Ahora bien, Castells (1996) hace especial hincapié en que la selección del conjunto de atributos culturales sobre el resto no obedece a una decisión aleatoria o de consenso. Por el contrario, cree que, en su mayor parte, son el resultado de las decisiones de aquellos colectivos que tienen la potestad y los medios para escoger qué contenido simbólico y con qué sentido se conforman los atributos culturalmente compartidos. Luego, el autor pone el foco en las relaciones de poder que subyacen a las identidades colectivas.

Por su parte, Rodrigo Alsina et al., (1997) no hablan exactamente de identidades colectivas, sino de identidades culturales, pero sí asumen que la identidad cultural puede atribuirse a un conjunto de individuos. Los autores distinguen entre identidad cultural e identidad de una cultura. Así, la identidad cultural es definida como el sentimiento de pertenencia a una comunidad con determinadas características y la identidad de la cultura es el conjunto de características que se le podrían atribuir a una cultura determinada. Además, Rodrigo Alsina et al., (1997) advierten que es importante reconocer que la identidad cultural no es algo único, sino que puede pertenecer a uno o varios grupos y, en consecuencia, puede hablarse de identidades culturales, mientras que la identidad de la cultura es propia del discurso político. Finalmente, destacan que las relaciones comunicativas y sociales que determinan las identidades son lugares de negociación donde los grupos dominantes y emergentes entran en conflicto. Con esta última idea, los autores entran en consonancia con Castells (1996). En su conjunto, estos autores evidencian que los rasgos simbólicos y prácticas culturales que caracterizan la identidad de la cultura o identidad colectiva están determinados por las relaciones de poder de los grupos hegemónicos.

En el proceso de configuración y reconocimiento de los rasgos propios de una cultura y cómo se establecen diferencias con el resto de culturas ha sido relevante el rol del Estado nación (Billig, 1995; Castelló, 2005; Kymlicka, 2003). Los modernos territorios que se adscriben al concepto de Estado nación han sido los principales encargados de ejercer el poder sobre un territorio y defender los rasgos culturales de una comunidad que se autodenomina nacional. Como señala Castelló (2005), la construcción y defensa de una cultura entendida como nacional requiere de

unos recursos y materiales que han detentado, administrado y distribuido los Estados en las sociedades contemporáneas. Kymlimcka (2003) también defiende el poder del Estado en la conformación de la cultura de un territorio por ser el que decide y gestiona el sistema educativo, los medios de comunicación, las leyes, la lengua oficial y las políticas necesarias para dar forma a una nación.

No obstante, otros factores han intervenido en la constitución de una cultura vinculada a una comunidad y a un territorio. Uno de los trabajos más influyentes sobre está cuestión es el de Benedict Anderson (1983), quien propone el término de “nación imaginada”. Anderson (1983) considera que las naciones son imaginadas puesto que sus miembros, en su mayoría, nunca llegan a conocerse, y depende de su imaginación la creación de lazos invisibles que los unan en torno a una misma comunidad. Igualmente, indica que la nación es también limitada y soberana; limitada, porque da por supuestas unas fronteras geográficas y simbólicas que las diferencian del resto, y soberana, porque se constituye con fuerza tras el derrocamiento de la potestad de la dinastía real, momento en el que la soberanía fue otorgada al pueblo. Además, el investigador relaciona el concepto de nación con el de ejercicio del poder sobre un territorio y el reconocimiento internacional como condiciones de su existencia. Otra idea relevante que aporta en su trabajo es la vinculación entre la idea contemporánea de nación y la consolidación de la comunicación de masas, concretamente, de la imprenta. Defiende que sin el surgimiento y expansión de la imprenta como industria hubiese sido imposible crear y mantener una nación imaginada, puesto que no hubiese podido circular un mismo mensaje por toda una comunidad.

Por otra parte, Smith (1997) señala que una nación está constituida por un grupo humano que comparte: un territorio histórico, recuerdos históricos, mitos colectivos, una cultura de masas pública, una economía unificada y derechos y deberes legales para todos sus miembros. Para el autor, las naciones se derivan de comunidades étnicas preexistentes. Por su lado, Bhabha (1990) asimila el concepto de nación al de construcción narrativa, de manera que la nación asume todas las características de cualquier forma narrativa: metafórica, subjetiva, interpretativa, simbólica y figurativa. Desde la Psicología Social, Michael Billig (1995) entra en consonancia con Smith al afirmar que la nación se construye sobre la base de una comunidad étnica preexistente. La aportación más significativa de Billig (1995) es el concepto de “nacionalismo banal” a través del que pone de manifiesto que el nacionalismo está presente en un conjunto de símbolos que han sido naturalizados y son imperceptibles para la mayoría de la sociedad. Para el autor, todos los mecanismos de las sociedades modernas, como la escuela, los medios de comunicación, el deporte, los productos autóctonos, entre otros, poseen una carga esencial de emblemas y elementos nacionales que construyen y refuerzan la identidad nacional. Dentro de este conjunto,

Billig (1995) destaca que los medios de comunicación son imprescindibles y que los gobiernos son los responsables de imponer este proceso.

Sobre la formulación de los rasgos, símbolos y elementos que permiten distinguir una determinada cultura a los que hacen referencia los autores, Castelló (2005) considera que no pueden ser entendidos como objetivos sino como “objetivables”. Esto quiere decir que no son absolutos ni determinantes para todos los individuos de una comunidad, pero sí poseen una dimensión objetivable. A partir de esta idea, Castelló (2005, p. 79 - 86) propone un conjunto de factores que intervienen en el reconocimiento de una cultura y que pueden ser constructores (actúan como maquinaria de construcción) o elementos de construcción (recursos materiales y simbólicos). Son los siguientes:

• Simbólicos, que son los elementos discursivos que dependen del reconocimiento de la comunidad. En general, estos elementos provienen de tradiciones históricas y culturales y se presentan a través de la iconografía, la música, los bailes, la ropa, etc.

• Geográficos y territoriales, que pueden ser humana, como las fronteras fruto de las decisiones históricas y humanas para dividir los territorios, y físicas cuando se producen en función del entorno natural de un territorio.

• Institucionales, que son fruto de la organización administrativa y representacional de una comunidad cuya función es expresar los valores e ideales comunes y gestionar y ofrecer servicios para la comunidad (p. ej.: parlamento, hospitales, escuelas).

• Lingüísticos, que contemplan tanto diferentes lenguas dentro de un territorio como los dialectos y los acentos, puesto que la lengua, como sistema significante, crea un universo cultural propio para el hablante.

• Históricos, que están presentes a través de una amplia variedad de formatos y símbolos.

Además, añade que son susceptibles de interpretación y dependen de decisiones sesgadas e ideológicas.

• Conflictos sociales vinculados al tejido civil y social de una comunidad y que, en muchas ocasiones, están presentes en las etiquetas y expresiones que se utilizan en una comunidad.

• Etnográficos, que se contemplan en las relaciones estructurales entre los miembros de una comunidad tanto a pequeña escala (relaciones familiares, de género, de clase…) como en un nivel más amplio (división del trabajo, modos de producción, estructura social…).

• Folclóricos, que engloban las expresiones de la cultura popular más vinculadas con las tradiciones (p. ej.: bailes regionales, juegos, gastronomía, celebraciones, etc.).

• Artísticos y literarios, en referencia a la apropiación geográfica de las artes, la pintura, la música, el cine, la literatura o la arquitectura, que realizan señas nacionales y pueden reconocerse como movimientos artísticos de una determinada nación.

• Deportivos, a partir de la existencia de selecciones nacionales, ligas nacionales, deportes característicos de un territorio, junto con el fuerte simbolismo nacional que suelen conllevar su celebración con el uso de banderas, himnos, escudos...

• Religiosos, puesto que, a lo largo de la historia, las cuestiones ligadas a la religión han estado vinculadas al carácter de una nación y su conflicto con otras nacionales. Además, la religión es en sí misma un sistema cultural puesto que dota de elementos para construir una identidad y calcular la pertenencia de un individuo.

• Comerciales y económicos, que hacen referencia a la vinculación de determinados sectores industriales a un país, a través de la creación de políticas económicas nacionales de fomento de la industria nacional, la creación de una marca o la difusión de productos autóctonos.

• Medios de comunicación y cultura de masas. En este elemento, el autor se refiere especialmente al sistema público de medios, al que define como un recurso para la distinción nacional (p. ej.: BBC en Reino Unido o TVE en España), porque la puesta en funcionamiento de una industria de comunicación propia ha sido fundamental para los países en su proceso de reconocimiento. Respecto a la cultura de masas, todos los elementos que la forman (personajes mediáticos, actores, grupos de música…) se configuran como elementos representativos y comunes de una cultura nacional.

El conjunto de factores que identifica Castelló (2005) se considera útil como base de partida en la búsqueda de elementos que pueden definir a una cultura. La mayoría de ellos señalan factores amplios en los que hay espacio para otros elementos más concretos. No obstante, se considera que existe una estrecha relación entre ellos y que, en gran medida, se contienen unos a otros. Por ejemplo, los factores simbólicos están presentes prácticamente en el resto de factores. Asimismo, puede decirse que los factores comerciales y económicos forman parte de la industria de los medios de comunicación. También hay una estrecha relación entre los conflictos sociales y los factores etnográficos.

Frente a lo reseñado hasta ahora, cabe decir que existen otras posturas que sostienen que no existe la identificación o la identidad de una cultura y, muchos menos, la de un país o nación. Hamelink (1981) es uno de los autores más representativos de esta postura crítica. Cuestiona que la cultura pueda tener personalidad, es decir, un conjunto de características determinadas. En primer lugar, Hamelink (1981) pone en tela de juicio que un conjunto de individuos pueda ser identificado bajo el fenómeno de cultura, excepto sociedades muy cerradas y limitadas; en segundo lugar, y

consecuencia del anterior, considera que no se puede establecer la individualidad de cada cultura.

Finalmente, el autor añade que hablar de la identidad de una cultura es engañoso y restrictivo y que, por lo contrario, se debe asumir una perspectiva que entienda que cada cultura tiene diferentes identidades y que cada país tiene varias culturas.

No obstante, la presente investigación considera que la conformación de la cultura ha estado tradicionalmente e históricamente ligada a la construcción de significados dentro de la particularidad y la localidad (Tomlinson, 1999). Por tanto, puede decirse que los individuos se han basado en su entorno más cercano, que ha sido su localidad, para conseguir los recursos que le permitieran construir su identidad. Los procesos de la globalización han modificado este vínculo y han afectado profundamente a la relación entre cultura y territorio, unión que se había materializado en el concepto de nación. Como se ha explicado, hasta el momento el concepto de nación ha servido para clasificar la cultura alrededor de organizaciones políticas e institucionales en un determinado territorio. Sin embargo, Crofts (2004) advierte que cada vez es más difícil sostener que un territorio es definido por aquello que sólo sucede dentro de sí mismo y que, en la contemporaneidad, es necesario repensar qué es nación y cuál es su verdadero vínculo con la cultura o con los recursos a partir de los que los individuos crean su identidad. Para ello, es necesario repensar estos fenómenos dentro del marco de la globalización. A continuación, se repasa el concepto de globalización desde las teorías que sitúan los procesos de globalización como los definitorios de nuestra era y especialmente sobre sus efectos dentro de la cultura y su vínculo con el espacio o territorio.

1.2.La globalización

La globalización se ha convertido en un concepto muy influyente para tratar de explicar la realidad contemporánea. Así, Featherstone et al. (1995) sostienen que la globalización es el sucesor de los debates entre modernidad y posmodernidad, el marco de entendimiento del cambio sociocultural y la temática central de la teoría social. Por su parte, Tomlinson (1999) también sostiene que la globalización es un término útil para pensar sobre la conectividad compleja que caracteriza nuestro tiempo. Sin embargo, existen otros autores que han cuestionado el término globalización para explicar la realidad de la contemporaneidad. Este es el caso de Hannerz (1998) para quien el término globalización no es válido porque el aumento y la rapidez de las conexiones no son equilibradas en todo el mundo. Ahora bien, lejos de la discusión sobre la adecuación del término globalización, la creciente interconexión entre diferentes partes del mundo y sus consecuencias constituyen una realidad empírica y constatable: se han creado mercados mundiales, se han intensificado las relaciones interculturales, y la comunicación internacional y los flujos de medios, productos y personas han crecido exponencialmente.

De una manera más concreta, Robertson (1992) resume la globalización en un doble proceso: la intensificación de las relaciones entre las diferentes partes del mundo y la compresión del mundo como un todo. El autor también subraya que tales procesos no son nuevos, sino que se trata de ideas que han sido propugnadas a lo largo de la historia. Efectivamente, desde esta mirada histórica, el devenir de la humanidad ha estado repleto de movimientos y organizaciones que han tratado de establecer y comprender la organización del mundo como un todo. Así, Robertson (1992) indica que han existido diferentes momentos históricos en los que se pretendió que el mundo fuese así, por ejemplo: la hegemonía imperial de una sola nación, la gran alianza entre dos o más grandes naciones o dinastías, la victoria universal del proletariado, el triunfo global de una religión en particular, la redención del nacionalismo frente al ideal del libre comercio, entre otras.

Estos momentos demuestran que la posibilidad de crear y predecir órdenes mundiales es vieja, pero todos estos hechos han contribuido al proceso de globalización de los últimos tiempos y al establecimiento de las características de la contemporaneidad. Al mismo tiempo, esta perspectiva histórica dificulta situar en qué momento se inicia la globalización, tal y como se entiende hoy.

A este respecto, García Canclini (1999) identifica dos grupos de autores que sitúan el inicio de la globalización en un periodo histórico diferente: los primeros, que la sitúan a inicios del siglo XVI, privilegian los aspectos económicos y la consideran consecuencia de la expansión capitalista y la modernidad económica occidental, como Immanuel Wallerstein, y un segundo grupo, que considera que la globalización se inicia a mediados del siglo XX, momento en el que la innovaciones tecnológicas y comunicacionales articulan los mercados mundiales y dan más relevancia a las dimensiones políticas, culturales y comunicaciones, como Martin Albrow o Anthony Giddens. En consecuencia, los aspectos y cuestiones transversales al fenómeno estudiado hacen que se considere esta última perspectiva más adecuada para definir el contexto.

Específicamente dentro de esta última perspectiva, Held y McGrew (2007) y García Canclini (1999) han señalado determinados acontecimientos acaecidos en diferentes sectores y ámbitos desde mediados de los años sesenta del siglo XX que han impulsado y promulgado el movimiento hacia la concepción del mundo como uno solo. Held y McGrew (2007) resumen en cuatro los factores más relevantes y matizan, dentro de cada uno de ellos, fenómenos y acontecimientos más concretos que configuran su extensión y simbolizan la formación de un mundo globalizado:

• La expansión del capitalismo, que se considera como el fin de las sociedades cerradas y economías protegidas, consecuencia de la desaparición de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. La caída del muro de Berlín, en 1989, es uno de los eventos más representativos de este cambio.

• El imperialismo occidental, que hace referencia a la expansión del modelo occidental, en parte como consecuencia de la propagación capitalista, y que ha tenido su mayor molde en el modelo estadounidense. Este hecho ha tenido importantes efectos en la década de los años sesenta y setenta que se aglutinaron en torno a la percepción del tercer mundo y la difusión mundial de la movilización juvenil.

• El desarrollo de sistemas globales y la revolución informática, que son dos factores interrelacionados. Sin el desarrollo de las nuevas tecnologías, especialmente aquellas asociadas a la comunicación, no hubieran nacido los conglomerados transnacionales de comunicación y la difusión de la información. La invención del chip en 1958 o la creación de Internet, en 1969, constituyen hitos que conforman dicha revolución tecnológica y fueron parte de la creación de un sistema de comunicación global.

Finalmente, Held y McGrew (2007) dan el ejemplo de la transmisión televisiva mundial de la llegada del hombre a la luna, en 1969, a través del satélite, como reflejo de la conjunción de los factores mencionados que conformaron la conciencia de que el mundo era un espacio social y económicamente compartido. Por su parte, García Canclini (1999) pone el acento en el desarrollo de las tecnologías de la información como elemento esencial para hacer posible los nuevos flujos que han consolidado los procesos globales. Así, destaca los siguientes hechos denotativos de la globalización: a) la concentración de capitales industriales y financieros; b) la desregulación y eliminación de restricciones y controles nacionales de las transacciones internacionales y c) los movimientos transfronterizos promovidos por la intensificación de los flujos migratorios y turísticos que favorecen la adquisición de lenguajes y de nuevos imaginarios multiculturales.

Finalmente, Held y McGrew (2007) dan el ejemplo de la transmisión televisiva mundial de la llegada del hombre a la luna, en 1969, a través del satélite, como reflejo de la conjunción de los factores mencionados que conformaron la conciencia de que el mundo era un espacio social y económicamente compartido. Por su parte, García Canclini (1999) pone el acento en el desarrollo de las tecnologías de la información como elemento esencial para hacer posible los nuevos flujos que han consolidado los procesos globales. Así, destaca los siguientes hechos denotativos de la globalización: a) la concentración de capitales industriales y financieros; b) la desregulación y eliminación de restricciones y controles nacionales de las transacciones internacionales y c) los movimientos transfronterizos promovidos por la intensificación de los flujos migratorios y turísticos que favorecen la adquisición de lenguajes y de nuevos imaginarios multiculturales.