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Política fiscal: gasto público y tributacióntributación

Dans le document INFORME SOBRE EL COMERCIO Y EL (Page 84-89)

GLOBAL Y EL DESARROLLO SOSTENIBLE III

C. Principales consideraciones en el diseño de un marco estratégico

1. Política fiscal: gasto público y tributacióntributación

Pese a los intentos de muchos países por seguir una senda de austeridad, desde principios de la década de 1980, no se ha conseguido reducir los ratios de endeudamiento porque el PIB se ha contraído a un ritmo tan rápido como el de la deuda o incluso mayor. Este hecho pone de relieve el papel crucial que desempeña la política fiscal en el proceso de crecimiento económico.

Los dos argumentos principales a favor de la aus-teridad fiscal, la “contracción expansiva” y los

“umbrales de la deuda”, han resultado ser indefen-dibles, al quedar desacreditados por basarse en unas premisas sobre los mercados financieros y el efecto del gasto público en la economía que eran erróneas (Boyer, 2012; Skidelsky y Fraccaroli, 2017). El argumento a favor de la “contracción expansiva”

se basa en la premisa de que los recortes del gasto público propician una bajada de los tipos de interés al reducir la demanda de fondos en los mercados de deuda y que, a su vez, la reducción de los tipos

de interés genera una mayor inversión privada2. Además, también asume como premisa que los recortes del gasto público tienen un efecto relati-vamente poco nocivo en la demanda agregada. En realidad, los tipos de interés no son tan sensibles a la demanda de fondos (Taylor, 2017) y la inversión tampoco es muy sensible a la evolución de los tipos de interés (Levrero, 2019; Storm, 2017a).

Entretanto, el efecto directo del gasto público en la producción ha resultado ser mayor de lo previsto (Blanchard y Leigh, 2013; IMF, 2012; Guajardo et al., 2011; TDR 2011; TDR 2017; UN DESA, 2008, 2011: 42-43), especialmente en los momentos de recesión y bajo la presión de la hiperglobaliza-ción (Capaldo e Izurieta, 2013). El argumento del

“umbral”, que ha sido muy popular entre los respon-sables de la formulación de políticas y los analistas de mayor renombre de los medios de comunicación (Financial Times, 2010), defiende que existe un ratio universal de deuda/PIB, que, de superarse, abocaría a los países a un aumento de los tipos de interés, una creciente inestabilidad y la recesión. Sin embargo, aunque es posible que se manifiesten simultánea-mente una recesión, una subida de tipos de interés y un elevado nivel de endeudamiento, sus causas pueden ser muy diversas (Irons y Bivens, 2010), por lo que los intentos por establecer el supuesto umbral se han visto empañados por errores y un uso selectivo de los datos (Herndon et al., 2014; IMF, 2010b). Las expectativas de los tenedores de bonos y las opciones de cartera se ven afectadas por una amplia gama de tipos de información, entre los que pueden figurar o no los ratios deuda/PIB.

La persistente debilidad del crecimiento mundial y los defectos de los argumentos a favor de la austeri-dad exigen, pues, un cambio de rumbo. De hecho, la evidencia que desacredita la contracción expansiva también sirve para fundamentar la adopción de una auténtica política fiscal expansiva. En esa expansión, el gasto público y la tributación asumirán funciones diferentes.

El gasto público en bienes y servicios es uno de los principales componentes de la demanda agregada y su valor promedia el 20 % del PIB en los países tanto desarrollados como en desarrollo. Para hacerse una composición de lugar de lo que supone esta cifra, el promedio del consumo privado y la inversión, que son los otros dos componentes de la demanda interna, representan entre un 55-60 % y un 18-25 % del PIB, respectivamente. Al estimular la demanda de bienes y servicios, incluidos los producidos o

prestados por empleados públicos, el gasto público contribuye a la demanda agregada tanto o más que la inversión privada.

Toda vez que los impuestos reducen el ingreso disponible que afecta al consumo y la inversión privados, la tributación a la larga acaba ocasionando una “fuga” del potencial de gasto de la economía (TDR 2018). Los ingresos privados que podrían gastarse o ahorrarse se transfieren al Estado y el efecto de esa transferencia en la demanda agregada depende de la forma en que este utilice el dinero.

Si lo gasta íntegramente en bienes y servicios no se produce ninguna merma en la demanda agregada.

La demanda agregada podría incluso aumentar si los rendimientos gravados se destinaran al ahorro y el gasto público resultante supusiese un gasto extraordi-nario por parte del sector privado. Sin embargo, si el Estado ahorra esos ingresos tributarios (como lo hace, por ejemplo, cuando compra acciones en el marco de planes de rescate de empresas) o los utiliza para pagar su deuda, no hay gastos adicionales en bienes y servicios para compensar la pérdida de ingresos tributarios. En estos casos, la demanda agregada no necesariamente se incrementa.

Al evaluar si la política fiscal contribuye o no a un crecimiento estable de la demanda agregada, un elemento clave es la evaluación de los efectos mul-tiplicadores de diversas formas de gasto público y movilización de ingresos (Mittnik y Semmler, 2012;

Blanchard y Leigh, 2013; Kraay, 2014). El gasto que propicia un aumento de los ingresos de los grupos de ingresos más bajos (con el consiguiente aumento de la propensión al consumo), así como la demanda de bienes de las empresas nacionales, es el que surte mayores efectos. Las decisiones de inversión pública también pueden contribuir al fomento de la capacidad productiva y a la mejora de la eficiencia general, fomentando así la actividad privada. La tributación es el elemento que tiene mayores posibilidades de contribuir al crecimiento de la demanda y a la esta-bilidad económica cuando se focaliza en los ingresos elevados (de los que una gran parte se dedica al aho-rro) y las actividades especulativas. Los impuestos indirectos, especialmente el impuesto sobre el valor agregado, tienen por lo general un efecto negativo en la demanda agregada porque pesan mucho en la parte de los ingresos dedicada al gasto (como así ocurre con los ingresos de los grupos más pobres) y no sobre la parte destinada al ahorro (como en el caso de grupos de mayor riqueza).

Además, la política fiscal es fundamental para deter-minar dos características importantes de la economía:

la amplitud de los vaivenes de la actividad económica (incluida la duración y la profundidad de las rece-siones) y el comportamiento del crecimiento a largo plazo. La política fiscal estabiliza las fluctuaciones de la demanda mediante estabilizadores automáticos y medidas discrecionales de gasto. En la mayoría de los casos, la recuperación económica tras una recesión no sería posible sin estas medidas de apoyo (Boyd et al., 2005; Cerra y Saxena, 2008). Los estabilizadores

“automáticos” son los impuestos y las prestaciones económicas (como el seguro de desempleo y otras prestaciones de protección social) que actúan de forma anticíclica. Cuando la economía se contrae como consecuencia de una recesión, la recaudación tributaria disminuye y aumentan las prestaciones sociales. Este aspecto reviste una particular importan-cia en los países desarrollados, donde se aplica por lo general un régimen de impuesto sobre el rendimiento de las personas y los sistemas de protección social son relativamente extensos. El gasto público —en adquisición y producción de bienes o en planes de empleo (Wray, 2007)— puede tener una función esta-bilizadora (como así ocurrió, por ejemplo, en China, así como en Alemania y los Estados Unidos durante la Gran Recesión) o puede ser contraproducente (como en la Argentina, España, Grecia, Italia y otros países después de 2012), ya que su efecto general tiene lugar a través de canales reales y financieros (Boushey et al., 2019). Desde un punto de vista financiero, los déficits públicos durante las recesiones suponen un apoyo a los flujos de tesorería de las empresas, pues impiden que estas pierdan (parcial o totalmente) el acceso al crédito y reduzcan la inversión, efecto que es más acusado en los países en los que la financiación de las inversiones se basa más en la deuda. Además, la deuda pública proporciona a los ahorradores unos activos financieros relativamente seguros, lo que propicia una mayor liquidez del sistema financiero.

Como dijo Hyman Minsky, “se puede cuestionar la eficiencia de un Estado abultado, pero de lo que no cabe duda es de su eficacia para evitar que el cielo se hunda” (Minsky, 2008: 34).

Igualmente importante, aunque subestimado en los debates públicos, es el efecto de la política fiscal en la evolución del crecimiento de la economía a largo plazo, no solo a través de un apoyo continuo a la demanda agregada, sino también de las decisiones de inversiones estratégicas. El apoyo a la demanda agregada para propiciar un crecimiento del empleo es la base sobre la que descansa la expansión de los

mercados de bienes de consumo y de inversión, lo que permite a las empresas explotar las economías de escala estáticas y dinámicas. Este apoyo conlleva un crecimiento sostenido de la productividad, que es el factor determinante más inmediato del crecimiento económico a largo plazo (Storm, 2017a). Sin embar-go, para que este proceso sea sostenible, es preciso que las ganancias generadas por el crecimiento de la productividad se distribuyan adecuadamente, como se explicará más adelante. Al mismo tiempo, el Estado ocupa una posición única para acometer las inversiones estratégicas que son cruciales para el crecimiento a largo plazo, como las inversiones en infraestructura física, educación, salud pública y otras inversiones en protección social. Estas inversiones suelen ser diferentes en los países desarrollados y en desarrollo, pero cuando se adaptan adecuadamente a las necesidades del país, una política fiscal expansiva puede ser un poderoso instrumento de crecimiento en todos los países.

Una cuestión que se plantea inmediatamente es si un país puede o no “permitirse” una política expan-sionista. Debe quedar claro que el espacio fiscal no puede determinarse en ninguna economía como un nivel preestablecido de recursos. Más bien, depende de las opciones de política fiscal tomadas en el pasa-do y el presente, como la magnitud del gasto público, sus ahorros y el nivel de su deuda en relación con el PIB. Lo más importante es el flujo de ingresos obtenidos por el Estado durante un período de tiempo como resultado de los cambios en los impuestos y el gasto y su ulterior impacto en el PIB por efecto de los multiplicadores fiscales3. Si bien es cierto que en este sentido el espacio fiscal es “endógeno”, aún puede verse materialmente restringido por las limitaciones de la capacidad productiva, que puede evolucionar dinámicamente con el tiempo. Si no es posible ampliar la producción, a pesar de la existen-cia de desempleo, generalmente como consecuenexisten-cia de cuellos de botella (que se analizan más adelante) en otros factores de producción o en la financiación, el impacto de la política fiscal en la demanda agre-gada consiguientemente se encontrará con límites.

Por ello, la adopción de una política fiscal expansiva obliga a estudiar detenidamente su enfoque. Cuando se utiliza plenamente la capacidad productiva o cuan-do las empresas se enfrentan a limitaciones externas (como la escasez de divisas), las inyecciones de gasto derivadas directa o indirectamente del aumento del gasto público pueden provocar una presión inflacio-nista y una redistribución del ingreso real que vaya en

detrimento de los salarios y favorezca los beneficios4, lo que puede acarrear consecuencias negativas para el gasto privado5. Otro motivo que invita a la cautela es la rápida acumulación de deuda soberana, que puede propiciar unos problemáticos efectos de rea-limentación, subidas de los tipos de interés, elevados costos del servicio de la deuda y elevados niveles de endeudamiento (véase el capítulo IV).

Estos riesgos pueden reducirse cuando la políti-ca fispolíti-cal expansiva forma parte de una estrategia coordinada a nivel mundial (o regional), como se examinará más adelante. La coordinación contribuye a la consecución de los objetivos nacionales al paliar los factores limitadores externos y permitir al mismo tiempo la adopción de una estrategia en su política fiscal que refleje la especificidad estructural de cada economía.

La coordinación fiscal reviste una especial impor-tancia tratándose de la financiación del desarrollo.

Los instrumentos de los que disponen los países en desarrollo para obtener fondos para favorecer la industrialización y la expansión del bienestar social

—principalmente la tributación de las empresas extranjeras y de los ingresos elevados, así como los ingresos de exportación— no pueden funcionar efi-cazmente si otros países no cooperan; por ejemplo, renunciando a competir en niveles impositivos, com-partiendo datos, concediendo acceso a sus mercados y favoreciendo la financiación a largo plazo. Sin embargo, la principal medida consiste en que cada país apoye la expansión de su propia demanda inter-na, por cuanto puede generar un fuerte crecimiento de la demanda mundial.

Sin embargo, los países desarrollados y en desarro-llo difieren significativamente en su capacidad para contribuir a un estímulo fiscal y monetario a escala mundial centrado en el gasto público. Es obvio que las economías avanzadas que disponen de una moneda ampliamente aceptada (especialmente los Estados Unidos, que gozan del “privilegio exorbi-tante” del patrón dólar) están en mejores condiciones que la mayoría de los países en desarrollo para financiar el estímulo fiscal. Este particular plantea el interrogante de si la teoría de las “finanzas fun-cionales” (y por extensión de la “teoría monetaria moderna”, TMM) pueden o no constituir un marco útil para promover una estrategia de expansión del gasto público. Esta cuestión se examina de manera sucinta en el recuadro 3.1.

RECUADRO 3.1 Gastar o no gastar, ¿es esa la cuestión? Dinero endógeno, teoría monetaria moderna y déficit público

La teoría monetaria moderna (en los sucesivo, TMM) es una ampliación de la idea de que la oferta monetaria es endógena al modo de funcionamiento del sistema económico y las políticas del Estado. Amplía los argumentos sobre las “finanzas funcionales” desarrollados inicialmente por Abba Lerner (1943). En su forma más sencilla, la TMM sostiene que la existencia misma del dinero fiat en el fondo es posible por el aval de Estados que exigen el pago de obligaciones tributarias y otros impuestos en esa moneda. Por ello, los ingresos públicos no son simplemente un medio de financiar el gasto público; por el contrario, el superávit o el déficit público es un instrumento de política que pueden utilizarse para regular los niveles de empleo e inflación, por cuanto los Estados puedan financiar todo incremento del gasto público por el mero hecho de emitir dinero. No se generará inflación a menos que existan limitaciones de oferta que impidan que aumente la producción para satisfacer un incremento de la demanda. Esta característica es directamente relevante cuando el objetivo de la política es propiciar una expansión de la economía real, en términos de crecimiento del empleo y los ingresos. Se trata de un buen antídoto contra el excesivo hincapié en la austeridad fiscal preconizada por los “halcones" del déficit.

Además, apunta claramente a la posibilidad de adoptar una serie de medidas que pueden ser muy diferentes de las que están de moda actualmente, cuyo objetivo es estimular la economía creando liquidez con medidas de flexibilización cuantitativa, pero que suelen aplicarse en conjunción con otras medidas de austeridad fiscal o de flexibilización del mercado de trabajo que cuando son simultáneas debilitan la demanda agregada.

Las propuestas básicas de la TMM son en gran medida coherentes con el proceso de creación de dinero en una economía moderna y la función atribuida a la política fiscal. Asimismo, la teoría reitera la importante observación que hay mucho más espacio financiero para adoptar planteamientos fiscales proactivos del que se percibe en general. De hecho, los economistas keynesianos llevan sosteniendo desde hace mucho tiempo que el déficit público puede y debe utilizarse para combatir las situaciones de recesión, la financiación de infraestructuras e incluso sufragar algunos de los gastos corrientes que se consideran socialmente valiosos. Por ello, se puede defender abiertamente la ejecución de un plan de finanzas funcionales de este tipo en los Estados Unidos, donde esta posibilidad ha sido preconizada vehementemente (Bell, 1998; Wray, 1998, 2015; Mosler, 2004; Tymoigne, 2014; Mitchell, 2016; J. Nersisyan y Wray, 2019). Esa estrategia es especialmente adecuada para los Estados Unidos, al ser un emisor de moneda de reserva mundial; obviamente, para ello es necesario que el dólar estadounidense siga siendo aceptado como tal para que la demanda adicional de importaciones creada por la expansión interna puede ser satisfecha sin dificultades. En los Estados Unidos son motivo de preocupación además otras cuestiones que será preciso solventar, como los límites autoimpuestos en materia de deuda pública, las pretensiones de independencia del banco central y las tensiones en la distribución del ingreso entre trabajo y el capital que puede generar un patrón de gasto público adicional. Algunos autores han cuestionado algunos aspectos de la TMM (López-Gallardo y Reyes-Ortiz, 2011; Lavoie, 2013; Taylor, 2019), como ciertas cuestiones institucionales y ciertos factores reales que limitan los recursos, entre ellos, las posibilidades de que aparezcan cuellos de botella en la oferta en determinados sectores con potenciales consecuencias inflacionistas. Aun reconociendo estos problemas, lo cierto es que, en los Estados Unidos, puede adoptarse una estrategia financiera funcional para el logro del pleno empleo o un “New Deal verde”. Toda vez que este plan sería un importante factor para favorecer la demanda global, también sería una gran ayuda para un estímulo fiscal global. Si al mismo tiempo el gasto público se focaliza en la transformación hacia una economía verde, aparecerán entonces efectos de difusión, como transferencias de tecnología a otros países y economías de escala.

Sin embargo, en otros contextos económicos, este tipo de planes de gasto público basados en la creación de dinero pueden enfrentar problemas sumamente difíciles de superar. Otras economías avanzadas no disfrutan del mismo grado de aceptación de su moneda como el que tiene el dólar estadounidense, por lo que esa estrategia de finanzas funcionales exigirá una coordinación mucho más estrecha entre bancos centrales para impedir ataques especulativos y drásticas fluctuaciones del tipo de cambio. Los problemas son más graves en el caso de los países en desarrollo, pues por lo general se encuentran mucho más limitados por factores externos y por una estructuras productivas y financieras nacionales que son sumamente dependientes del resto del mundo.

No es realista esperar que el aumento de la demanda financiada mediante emisión de dinero soberano pueda ser absorbida íntegramente por el empuje de la oferta interna. Las elasticidades de las importaciones suelen ser elevadas en los países en desarrollo y además para la industrialización se precisan unas importaciones de equipo de capital y unos conocimientos especializados que no pueden pagar en su moneda nacional. Toda vez que una expansión financiada con este tipo de dinero generaría mayores déficits comerciales, los aumentos de la deuda externa que comportaría provocaría una mayor vulnerabilidad de esos países. Además, las potenciales dinámicas inflacionistas desencadenadas por las posibles limitaciones de la oferta o depreciaciones inducidas

complicarían los conflictos de distribución del ingreso y dificultarían mejorar el estado de bienestar. En estos países, financiar una parte considerable del déficit mediante una reestructuración de los sistemas tributarios con arreglo al principio de progresividad (en particular, gravar a los pudientes y los beneficios de las empresas del sector extractivo) sería más coherente ante un reto como es el de mejorar el estado de bienestar. Además, es

complicarían los conflictos de distribución del ingreso y dificultarían mejorar el estado de bienestar. En estos países, financiar una parte considerable del déficit mediante una reestructuración de los sistemas tributarios con arreglo al principio de progresividad (en particular, gravar a los pudientes y los beneficios de las empresas del sector extractivo) sería más coherente ante un reto como es el de mejorar el estado de bienestar. Además, es

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