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la función oculta del Estado

Dans le document INFORME SOBRE EL COMERCIO Y EL (Page 66-69)

central, bonos del Estado, etc.) que puedan mantener;

regulando, supervisando y vigilando a los bancos para asegurarse de que administran las carteras con prudencia; y proporcionándoles liquidez actuando como prestamista de último recurso en caso de que surjan dificultades imprevistas (que se resolverán cuando termine el riesgo de retiradas de depósitos por episodios de pánico). Al haber desregularizado los bancos comerciales, la oferta de crédito —y por lo tanto, la oferta monetaria— ha aumentado considerablemente.

La desregulación financiera hizo que los bancos cambiaran sus prioridades y abandonaran el modelo de “crear préstamos y mantenerlos en el balance ” para centrarse en el de “crear préstamos para tras-pasarlos (el modelo conocido como “originate to distribute”)”, a medida que fueron convirtiendo sus activos en valores financieros que podían negociar-se en los mercados financieros y, a su vez, podían utilizar como garantía para nuevos préstamos. Los bancos creaban con frecuencia entidades bancarias en la sombra, independientes del propio banco, para mantener los valores que estaban creando “fuera de su balance” y aislarlos de la supervisión regulado-ra. Aunque en algunos círculos se ha alabado estos procesos, tomándolos como prueba del poder de la innovación financiera, en la práctica estos productos han demostrado ser un factor que agrava la inesta-bilidad (Carney, 2015). En concreto, cuando se crea crédito para comprar activos financieros, que son a su vez utilizados como garantía para solicitar más préstamos a fin de comprar más activos financieros, puede surgir la inestabilidad financiera, ya que los inversores buscan activos de menor calidad, y al final se produce una oleada de impagos y una espiral de “deflación de la deuda”. Cuando se produce una crisis de este tipo, queda patente cómo el dinero y el

crédito dependen de la función del Estado, ya que el Estado se ve obligado a rescatar a las instituciones financieras para mitigar los daños de la economía real.

Para administrar debidamente el sistema financiero hay que reconocer la función procíclica de crea-ción de crédito que tienen los bancos e imponer frenos anticíclicos para mitigar esas tendencias. A falta de tales salvaguardas, puede surgir lo que The Economist (2012) denomina “el corazón podrido de las finanzas” en forma de conducta irresponsable o predatoria de algún tipo. Disponer de una regulación financiera adecuada es algo que solo está al alcance de los Estados que gozan de una situación financiera sólida, es decir, aquellos Estados que tienen la nece-saria capacidad de generar ingresos públicos para emitir su propia deuda y hacerse cargo de su servicio (Greenspan, 1997; McLeay., 2014). Los Estados que gozan de una situación financiera sólida deben velar por que su base imponible se amplíe y que al tiempo las oportunidades productivas se financien con cré-dito y gasto público directo. Las economías cuyas finanzas públicas afrontan mayores limitaciones son las más abiertas desde el punto de vista financiero y las que tienen menos riqueza interna acumulada. En ocasiones, estos Estados corren el peligro de entrar en un círculo vicioso, pues la debilidad de las finanzas públicas merma la confianza en la deuda soberana interna y, por ende, en el sistema financiero interno, lo cual hace que aumente la preferencia por la liquidez, se fomenten las salidas de capital y se desalienten las entradas de capital, e inhibe aún más los esfuerzos por gestionar el crédito. En algunos casos esto puede degenerar en una situación perversa como es que las economías en desarrollo (incluso las menos desarro-lladas) se conviertan en prestamistas internacionales netos (véanse los capítulos I y V).

E. Embaucados

Hace algún tiempo, el economista Jagdish Bhagwati (1998) se quejó de que “utilizando la nebulosa de afirmaciones inverosímiles que rodean la defensa de la libertad de movimientos de los capitales [...]

nos han embaucado para que celebremos el nuevo mundo en que billones de dólares cambian de manos diariamente en un mundo sin fronteras”. Ahora, esos billones de dólares interesan a los encargados de formular políticas con la esperanza de poder cumplir los ODS15. Pero esos responsables de las políticas

también han tendido a no tener en cuenta la dependen-cia de los mercados financieros contemporáneos del acceso al crédito barato, la fragilidad de los activos que sustentan el sistema crediticio, la perversidad de ciertos incentivos y la excesiva toma de riesgo que asumen muchos agentes financieros, y de la consiguiente falta de consistencia de todo el sistema financiero. Confundir la acumulación de deuda con la acumulación de capital no es una forma adecuada de cumplir los ODS.

La prueba de que se pasa por alto el potencial des-estabilizador de la integración financiera está en la actitud de los encargados de formular políticas hacia la gestión de la cuenta de capital en el mundo en desarrollo. Los economistas llevan decenios sos-teniendo que “abrir” los mercados financieros de un país al resto del mundo es un elemento esencial del desarrollo sostenible, pero no es sólida la evidencia en la que se basan esas afirmaciones.

La liberalización financiera no ha generado sistemá-ticamente más crédito para la inversión productiva (Alper y Hommes, 2013). Es más, en períodos de euforia financiera, el hecho de tener más acceso al crédito ha potenciado las actividades especulativas, en lugar de la inversión productiva. Incluso cuando el crédito de los bancos se ha extendido a empresas no financieras, se ha utilizado para financiar activi-dades (como fusiones y adquisiciones y recompras de acciones) que no han generado nueva capacidad productiva (Durand, 2017: 4; TDR 2015). Si bien algunas de estas actividades estimulan el crecimien-to económico en períodos de alza de los precios de los activos —a través del “efecto riqueza” que da lugar a un mayor gasto en bienes y servicios— tam-bién reducen el ritmo de crecimiento a largo plazo de la producción y la productividad (Cecchetti y Kharroubi, 2012, 2015; Borio et al., 2016; Jordà et al., 2017; Comin y Nanda, 2019).

La aparición del sistema de crédito privatizado ha permitido que el sector financiero realice cada vez más transacciones consigo mismo, y esto ha creado una compleja red de relaciones entre deudores y acreedores estrechamente interconectados que no se puede rediseñar fácilmente para dar cabida a las inversiones productivas (tanto privadas como públi-cas) sin llevar a cabo una reorganización fundamental del sistema financiero. Al mismo tiempo, esos flujos han generado un entorno muy inestable, caracterizado por la negociación especulativa a corto plazo, ciclos de expansión y contracción, así como unos patrones muy desiguales de distribución del ingreso. Cuando los precios, inevitablemente, caen, los ciclos expan-sivos dejan tras de sí un elevado sobreendeudamiento que retrasa la recuperación de la economía real, en ocasiones durante décadas.

Además, abunda la evidencia empírica de que la financiación pública de los bienes públicos nacio-nales, en particular la infraestructura, resulta más barata, sostenible y propicia a la estabilidad finan-ciera. No es sorprendente, ya que el tipo de inversión

a largo plazo necesaria para financiar grandes pro-yectos de infraestructura no resulta atractivo para los inversionistas privados, dados los altos riesgos y los rendimientos económicos relativamente bajos. Las oportunidades de acometer proyectos de infraestruc-tura puramente comerciales son escasas, y las pocas que hay suelen necesitar inversión pública comple-mentaria (TDR 2018; Griffiths y Romero, 2018).

También la evidencia es concluyente en cuanto al hecho de que los incentivos públicos destinados a fomentar la inversión privada en infraestructuras en los últimos años (por ejemplo, mediante sub-venciones y garantías de riesgo) y los esfuerzos por combinar los recursos públicos y privados (mediante la alianza público-privada [APP] y la financiación combinada) no han conseguido desbloquear los fondos disponibles de capital privado (TDR 2015;

Eurodad, 2018; Unión Europea, 2018). En la encuesta que realizó el Foro Económico Mundial a 40 grandes agentes de las infraestructuras se puso de manifiesto la clara falta de entusiasmo que suscitan los instrumentos de distribución de riesgos: menos de un 20 % de los encuestados consideraba que los instrumentos de mitigación de riesgos de los bancos multilaterales de desarrollo consiguieran resultados satisfactorios tanto para los asociados públicos como para los privados en los proyectos de infraestructura (Lee, 2017: 13). Por lo tanto, en el mundo de hoy, que presenta un alto grado de financierización, parece poco probable que la expansión de tales instrumentos vaya a dar más frutos, especialmente en los entornos que se consideran de mayor riesgo (como los países menos adelantados o las cuestio-nes relacionadas con el clima). Incluso en el mejor de los casos, seguramente esos instrumentos solo aumenten la financiación de los “megaproyectos”, pero no de los proyectos más pequeños, inclusivos y ambientalmente sostenibles.

La financiación público-privada de proyectos de infraestructura suele ser más cara que la financiación exclusivamente pública. Así pues, las subvenciones y garantías de riesgo para inversionistas privados pueden agotar los escasos recursos de los bancos multilaterales de desarrollo o de los Estados de los países receptores. En muchos casos, el sector público y el Estado del país receptor se han visto obligados a asumir los riesgos que en teoría corresponderían a los inversionistas privados, lo cual crea un problema de riesgo moral (Griffiths y Romero, 2018). A menudo los Estados han tenido que hacer frente a obligacio-nes financieras vinculantes incluso cuando el sector

público tuvo que volver a asumir la titularidad de asociaciones público-privadas (APP) en quiebra (TDR 2015).

El Banco Mundial ha reconocido que, a pesar de sus esfuerzos, las asociatividad público-privada es una modalidad que ha atraído muy poca inversión privada. Incluso en los casos en que han tenido más éxito, por lo general asumieron los riesgos el Banco y los Estados de los países receptores (GEI del Banco Mundial, 2014). Además, tratándose de proyectos de infraestructura, este tipo de asociaciones han socava-do la transparencia y la obligación de rendir cuentas del sector público, puesto que suelen figurar como operaciones “extracontables”. La infraestructura es un bien público que debe tener una gran accesibilidad, pero una infraestructura accesible e inclusiva puede entrar en conflicto con los objetivos de los inversio-nistas privados que tratan de recuperar los costos iniciales de la inversión a través de las tarifas abona-das por los usuarios y otros cargos. La financiación combinada introduce otros costos de oportunidad.

Cada vez se está utilizando más para la asistencia , que suele favorecer a los socios privados de los países donantes, al tiempo que se rige por el ánimo de lucro más que por el interés público (The Economist, 2016).

La participación privada en la infraestructura no solo es costosa, sino que presenta una alta concentración geográfica y sectorial. Se concentra en sectores y países atractivos desde el punto de vista comercial que tienen más probabilidades de ofrecer lo que se denominan oportunidades “financiables” (rara vez en países de ingreso bajo) (Tyson, 2018: 11; TDR 2018). Los países de ingreso mediano recibieron aproximadamente el 98 % de toda la financiación privada en proyectos de infraestructura entre 2008 y 2017 y, de ese importe, el 63 % en países de ingreso medianos-alto (Tyson, 2018: 11). En el último dece-nio, en los países de ingreso bajo, que son los que más necesitan desarrollar su infraestructura, la inversión privada supuso menos del 2 % de la financiación de los proyectos de infraestructuras (ibid.: 12). Desde

2011 a 2015, los países de la Asociación Internacional de Fomento (AIF) recibieron menos del 4 % de la inversión destinada a proyectos de infraestructura en países en desarrollo sufragados con capital privado (Lee, 2017: 7).

La financiación privada de las infraestructuras también ha acusado una marcada concentración en determinados sectores: el energético y el de informa-ción y comunicaciones recibieron el 37 % y el 30 %, respectivamente, de los flujos de financiación totales entre 2008 y 2017 (Tyson, 2018: 11). En cambio, en esos diez años solo se destinó a agua y saneamiento el 7 % de la financiación privada total (ibid.: 12). Lo mismo puede decirse en el caso de la red vial en los países en desarrollo, donde los inversionistas priva-dos han sido mucho menos activos que en otras áreas.

El número de APP del sector de la energía eléctrica ha llegado a triplicar el de las APP del sector del transporte; de hecho, la inversión privada en la red vial ha caído al nivel más bajo en diez años y está muy concentrada en países de ingreso mediano. En los países de ingreso bajo, la participación privada no alcanzó siquiera el 1 % de todos los proyectos de infraestructura vial (Pulido, 2018).

El optimismo que suscita el capital privado —que se percibe, por ejemplo, en el informe del Grupo de Personas Eminentes del G20 sobre la Gobernanza Financiera Global de 2018— parece reflejar, en parte, las condiciones que imperaban en el mundo después de la crisis cuando la “búsqueda de rentabilidad”

llevó a los inversionistas a los países en desarrollo.

En el singular entorno del período de 2008 a 2014, la financiación privada destinada a infraestructuras promedió los 150.000 millones de dólares anuales (Tyson, 2018: 12). Ahora que la política monetaria de las economías pudientes (y en especial en los Estados Unidos) se ha “normalizado”16, los inversionistas han dado la espalda a los mercados de los países en desarrollo (incluida su infraestructura, que pasó a recibir la mitad, una media de 75.000 millones de dólares al año) (ibid.)17.

F. Hacer que las finanzas funcionen para todos:

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