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La financierización marca la diferencia

Dans le document INFORME SOBRE EL COMERCIO Y EL (Page 63-66)

CUESTIONES EN JUEGO II

C. La financierización marca la diferencia

1. De sirviente a amo

Cuando hace 75 años más de 700 encargados de formular políticas de distintos países se reunieron en Bretton Woods, tenían claro su cometido: poner las finanzas al servicio del capitalismo. Los delegados se propusieron construir un capitalismo más regulado y orientado a lograr el pleno empleo, aumentar los ingresos y apoyar los principios democráticos. La mayoría de los participantes había sido testigo de la destrucción de la economía en los decenios ante-riores como consecuencia de la volatilidad de los flujos de capital especulativo y amplificada por unas políticas monetarias procíclicas y por la austeridad fiscal. Había un amplio consenso con respecto a la necesidad de frenar esos flujos de dinero especulativo mediante la supervisión y la regulación financieras tanto en el plano nacional como en el internacional, como requisito previo para conseguir la estabilidad económica, un clima de inversión saludable, la aper-tura de los mercados y la eficacia de la formulación de políticas nacionales5 .

Si bien el propósito de la conferencia estaba claro, las negociaciones no fueron nada sencillas, y hubo mucha tensión entre unos Estados Unidos que cobra-ban protagonismo y un Reino Unido que lo perdía6. No obstante, el sistema multilateral que surgió de las negociaciones permitió a los países regular los mercados internacionales y aplicar estrategias que favorecían una prosperidad y un desarrollo más equi-tativos. Ese sistema había surgido porque los líderes que lo negociaron —que habían sido elegidos tras la Segunda Guerra Mundial— creían en un capitalismo regulado y en el pleno empleo. Dado que habían vivido tanto la Gran Depresión como la derrota del fascismo, querían construir una economía mundial

impulsada por los valores y basada en las normas, dotada de los controles necesarios, una economía que, en palabras del primer Ministro de Hacienda de la posguerra del Reino Unido, favoreciera “al productor activo en detrimento del rentista pasivo”.

El sistema distaba mucho de ser perfecto: la brecha tecnológica entre Norte y Sur seguía existiendo y la desigualdad en las relaciones laborales impedía la diversificación en muchos países en desarrollo;

el despilfarro del gasto militar en un contexto de tensa división Oriente-Occidente alimentó guerras subsidiarias y paralizó las perspectivas económicas en muchas de las regiones más pobres, la discrimi-nación racial y de género perduró y se emprendió un crecimiento intenso en emisiones de carbono sin tener en cuenta el coste medioambiental. Sin embargo, los principios básicos de ese sistema proporcionaron un modelo general para un tipo de prosperidad más equilibrado en un mundo global-mente interdependiente (UNCTAD, 2014; Gallagher y Kozul-Wright, 2019).

Ese sistema dejó de funcionar a principios de la década de 1970, cuando la economía estadounidense tuvo dificultades para gestionar su doble déficit y los bancos y las grandes empresas mundiales encontraron maneras de eludir los controles que habían mantenido en pie el contrato social a nivel nacional y el pacto monetario a nivel internacional. Lo primero que cedió fue el sistema de tipos de cambio fijos. La desace-leración de la economía mundial, las conmociones económicas recurrentes y las limitaciones cada vez mayores de la formulación de políticas nacionales propiciaron que las ideologías y las filiaciones polí-ticas se alteraran rápidamente. Durante este período

de transición cobró importancia la ideología del neo-liberalismo. Los neoliberales sostenían que la función del Estado consistía en facilitar el funcionamiento de la libre empresa y dejar que los mercados libres se reajustaran tras una crisis hasta alcanzar el equilibrio.

Se aplicó una política monetaria restrictiva, se adoptó la austeridad fiscal y se desregularon los mercados de trabajo (Glyn, 2006).

Durante los decenios siguientes, se engatusó a los políticos, los responsables de las políticas y el públi-co, y se los persuadió de que lo que era bueno para las finanzas y las grandes empresas internacionales, libres de ataduras, era bueno para todos los demás7. Inevitablemente, dado su peso económico y la posición dominante del dólar en los mercados inter-nacionales, los Estados Unidos fueron los pioneros.

Se eliminaron las normas de la época de la depre-sión que separaban la banca comercial de la banca de inversión, así como las normas que regulaban nuevos productos financieros como las permutas de cobertura por incumplimiento crediticio; se permitió a los bancos de inversión aumentar considerable-mente su apalancamiento; se debilitó la supervisión reguladora sobre los mercados financieros; la política pública pasó a centrarse exclusivamente en controlar la inflación, y la libre circulación de los capitales internacionales se convirtió en el mantra ideológico dominante. Se aplicaron políticas similares en todo el mundo desarrollado, aunque de distinta intensidad y con distintos calendarios (Kay, 2015)8 .

Los cambios que se estaban produciendo en el plano internacional contribuyeron a la situación.

Los Acuerdos de Basilea hicieron posible que los bancos midieran su propia exposición al riesgo, y los reguladores apenas intentaron la necesaria actualización de la regulación ante el intenso ritmo que imponía la innovación financiera. Por encima de todo, se preservó la función del dólar como piedra angular en un mundo de tipos de cambio flotantes al convertirse las instituciones y los mercados finan-cieros de los Estados Unidos en imanes para atraer y reciclar el capital que circulaba con total libertad.

Paul Volcker, Presidente de la Reserva Federal de 1979 a 1987, habló sin tapujos sobre el plan de una

“desintegración controlada de la economía mundial”

que preservara el privilegio exorbitante que suponía para el dólar la condición de divisa de reserva y que allanara el camino para que las instituciones financieras, en particular Wall Street, adquirieran un protagonismo mucho más importante en la con-formación de las perspectivas económicas dentro y

fuera del país (Mazower, 2012: 316 y 317)9 . Para eso hacía falta una subida sin precedentes de los tipos de interés de los Estados Unidos, y para cuando estos volvieron a situarse en niveles más normales, el sistema de Bretton Woods ya estaba muerto y bien enterrado10.

2. El nebuloso mundo de la innovación financiera

Los defensores de este nuevo orden mundial soste-nían que desregular las finanzas era el mejor modo de aprovechar las ventajas de la globalización, pues se mejoraba “la distribución por todo el mundo de unos capitales escasos, [generando] con ello un aumento enorme de la dispersión del riesgo y de las oportuni-dades de cobertura” (Greenspan, 1997). Para finales de la década de 1980, las economías emergentes, combinando presión y persuasión, habían comenzado a abrir sus cuentas de capital y a recibir tímidamente inversión extranjera, que comenzó a fluir de Norte a Sur en busca de mayores rentabilidades11. Con el colapso de la Unión Soviética aumentó el número de Estados que se convirtió al evangelio de la des-regulación financiera. La era de la financierización estaba en pleno apogeo.

Como ya hemos argumentado en ediciones anteriores del Informe sobre el Comercio y el Desarrollo, el auge de la autorregulación de los mercados finan-cieros ha propiciado un aumento de la desigualdad, un crecimiento sin precedentes del endeudamiento (tanto público como privado) y una mayor insegu-ridad e inestabilidad. La financierización ha tenido como consecuencias un notable acortamiento de los horizontes económicos, la concentración del poder de mercado y la reaparición del comportamiento rentista —la pesadilla de los arquitectos de Bretton Woods— a menudo de forma muy extractiva y depredadora (Nesvetailova y Palan, de próxima publicación).

Los bancos han sido figuras esenciales en la financierización de la economía mundial, proceso durante el cual han aumentado de forma espec-tacular tanto en tamaño como en complejidad.

Como resultado de la desregulación, los bancos fusionaron las ramas de banca minorista y banca de inversión, creando conglomerados financieros que podían operar según un modelo de “creación y distribución de crédito” que les permitía crear y titulizar préstamos, al tiempo que prestaban otros

muchos servicios financieros (Ahmed, 2018). Esto ha llevado a que los bancos pasen a empaquetar, reempaquetar y comercializar activos existentes, situación que ha provocado más volatilidad y ha agudizado los efectos de contagio.

De hecho, la desregulación financiera ha creado un subsistema financiero completamente novedoso, que se ha dado en llamar atinadamente banca en la som-bra. Se calcula que representa aproximadamente un tercio del sistema financiero mundial (Nesvetailova, 2018: xiii)12. La banca en la sombra surgió por primera vez con la creación del mercado de euro-dólares en la década de 1960 (Guttmann, 2018), y hoy está dominada por los mercados extrabursátiles, que coordinan las relaciones entre vastas redes de agentes financieros por cuenta propia e institucio-nes intermediarias cuyos balances no se publican.

Los inversionistas y sus clientes obtienen altos rendimientos con los nuevos productos financieros, precisamente porque aprovechan las lagunas de la regulación. La aparición de los productos financieros estructurados permitió a los bancos y sus filiales en la sombra empaquetar y reempaquetar activos de distinta calidad en un proceso llamado titulización.

Esos productos fueron vendidos, calificados, respal-dados con activos y asegurados mediante una cadena de clientes cada vez más larga. Al final, “la cadena que unía esos productos con una persona ‘real’ estaba tan enredada que resultaba casi imposible que una persona pudiera asimilar todo eso en un solo mapa cognitivo, ya se tratara de un antropólogo, economista o genio del crédito” (Tett, 2009: 299). La opacidad y la evasión regulatoria dieron lugar a un aumento de la incertidumbre y la fragilidad.

Los tradicionales cortafuegos institucionales y de mercado se han destruido en aras de la competencia, la eficiencia y la innovación. Pero el objetivo prin-cipal de la innovación financiera que tuvo lugar a partir de la década de 1970 ha sido apartar aún más la generación de crédito del alcance de los reguladores.

Los bancos comenzaron a utilizar sus facultades de préstamo para dedicarse a crípticas actividades de especulación. A medida que la innovación financiera avanzaba a buen ritmo y se reducían las posibilidades de supervisión y gestión del Estado, los mercados financieros especulativos florecieron a expensas del crédito dirigido al sector productivo.

La pérdida de control de los reguladores ha sido especialmente marcada en las economías en desa-rrollo, que abrieron sus mercados financieros a

inversionistas no residentes, bancos extranjeros y otras instituciones financieras. Hay indicios de que la parte de los mercados de acciones y de deuda soberana que está en manos de inversionistas no resi-dentes es mucho mayor en las economías emergentes que en las economías desarrolladas, lo cual las hace vulnerables a cambios en el apetito de riesgo global, en las condiciones de liquidez y las posiciones de las políticas (Akyüz, 2017).

Todas esas tendencias juntas han debilitado las rela-ciones tradicionales entre banco y cliente, el incentivo para aplicar la diligencia debida en el análisis de riesgos y la supervisión reguladora de los organis-mos estatales. En su lugar se ha instalado una red de complejas transacciones financieras basadas en el mercado, generalmente de corta duración, a menudo transfronterizas y, en su mayoría, de carácter muy opaco. Como consecuencia, se ha desarrollado un sistema profundamente frágil, muy vulnerable a las crisis y episodios de contagio. Las crisis financieras eran una constante de la mal llamada era de la “gran moderación”, pero al final bastó que se derrumbara una parte relativamente pequeña del mercado de la vivienda de los Estados Unidos para que se activara una reacción en cadena que puso a todo el sistema financiero al borde del colapso (Admati y Hellwig, 2013; Tooze, 2018).

La crisis financiera y sus secuelas deberían haber refutado el argumento de que las fuerzas de merca-do competitivas, los flujos financieros liberalizamerca-dos y la innovación financiera ofrecen el mejor meca-nismo para financiar la producción, la inversión de capital y la transformación económica. La crisis puso de manifiesto de una vez por todas que, si se los deja actuar por su cuenta, los mercados finan-cieros distan mucho de ser perfectamente eficientes.

La desregulación financiera no puede utilizarse para generar crédito con el que financiar activida-des productivas sin comprometer la integridad del propio sistema financiero. La titulización había

“asegurado” una ingente cantidad de beneficios extraordinarios para unos pocos, pero no había logrado reducir el riesgo que suponía la innovación financiera para muchos. Sin embargo, esta misma fórmula es el eje de las propuestas de ceder a los mercados financieros el cumplimiento de los ODS, como se percibe en el entusiasmo que suscitan la

“titulización”, las “nuevas clases de activos” y la

“innovación financiera”.

Dado que la financierización se ha presentado al público como un proceso natural e inevitable, hemos dejado de preguntarnos cuál es la función que deberían desempeñar el dinero y el crédito en una economía productiva. El dinero es una entidad de múltiples facetas, que funciona como medio de cambio, unidad de cuenta y depósito de valor. La mayoría de las versiones ortodoxas del sistema mone-tario se basan en el “mito del trueque”, que prima los dos primeros usos en detrimento del tercero. Según esta versión, los sistemas primordiales de trueque evolucionan y se convierten en sistemas de pago, que a su vez dan lugar al sistema bancario moderno. La función de esos sistemas bancarios consiste en hacer de intermediarios entre ahorradores y prestatarios mediante “fondos que se pueden prestar”13.

Ahora bien, el mito del trueque no es más que un mito. Como vienen recordando con insistencia los antropólogos económicos desde hace tiempo, el dinero, el crédito y la deuda han estado estrechamente interrelacionados durante siglos. El dinero moderno surgió de los sistemas utilizados para saldar las deudas nacionales e internacionales14; por lo tanto, el dinero y el crédito son fundamentales para el fun-cionamiento de cualquier economía comercial, ya que proporcionan una base estable para los contratos y, por lo tanto, para la producción y la inversión.

En la actualidad, los bancos no se limitan a hacer de intermediarios entre ahorradores y prestatarios, sino que también pueden crear dinero nuevo emitiendo moneda en forma de crédito. La capacidad de los bancos de crear dinero es un privilegio que les con-cedió el Estado, cuya solvencia crediticia sostiene el valor de la moneda. Dado que los depósitos se originan cuando los bancos aceptan esta deuda, la oferta monetaria es en esencia el resultado de las decisiones de préstamo de los bancos. Aunque se solía decir que los bancos esperaban que hubiera depósitos para después asignarlos en forma de présta-mos (intermediación financiera), ahora se acepta que los préstamos aparecen antes (McLeay et al., 2014;

Pettifor, 2016). Es decir, que la oferta monetaria es endógena (puesto que depende de las decisiones de préstamo de los bancos) en lugar de exógena (fijada por el banco central).

Los bancos centrales no solo regulan la estabilidad de los precios al fijar los tipos de interés (o los obje-tivos operacionales de esos tipos), sino que también gestionan la liquidez y, por lo tanto, la estabilidad financiera, cuando esta última no es consecuencia directa de la primera. Promueven el desarrollo financiero estructural y respaldan las necesidades de financiación del Estado en tiempos de crisis (Goodhart, 2010). Los bancos centrales cuentan con una serie de herramientas para salvaguardar la esta-bilidad de las relaciones financieras tanto nacionales como internacionales, a través de las relaciones que mantienen con otros bancos centrales y reguladores financieros. Estas herramientas son, entre otras, los impuestos al sector bancario, el uso de sanciones y de mecanismos de resolución a fin de someter a un régimen de disciplina las conductas del sector privado que sean incompatibles con la estabilidad financiera nacional o mundial, la gestión de la deuda pública (y la deuda garantizada por el Estado) y la fijación de las tasas de interés del banco central. Como custodios de la estabilidad financiera, los bancos centrales des-empeñan una función esencial para determinar si los sistemas financieros están al servicio de la sociedad, o si es la sociedad quien está al servicio de los sistemas financieros. No obstante, últimamente los bancos centrales han abjurado de su cometido de promover la estabilidad financiera, centrándose sobre todo en fijar los objetivos de inflación.

Los modelos de banca tradicional se regían por el principio de crear préstamos y mantenerlos en el balance (el modelo “originate and hold”), según el cual los bancos utilizaban su ventaja comparativa en el aseguramiento de la solvencia para conceder préstamos y conservarlos hasta su vencimiento. Se planteaba el problema del descalce de vencimientos, ya que los bancos toman prestado de depositantes por plazos cortos, al tiempo que prestan dinero con plazos de vencimiento mucho más largos. La base del sistema es la confianza en que, a pesar de eso, los bancos podrán cumplir con sus obligaciones de pago, pero cuando esta confianza se evapora, se pro-ducen retiradas masivas de depósitos de los bancos.

Dejar que los mercados resuelvan el problema solo serviría para empeorar la situación. Los ciudadanos confían en que el Estado respaldará a los bancos pro-porcionándoles activos seguros (saldos en el banco

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