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Movimientos Libertarios

LA DRAMATURGIA CHILENA ANTERIOR A 1995

1. TRES MOMENTOS HISTÓRICOS FUNDAMENTALES

1.1 Movimientos Libertarios

Iniciaremos este apartado estableciendo que la escritura dramática chilena posterior a los años de la independencia no es una práctica común ni valorada en el medio artístico-cultural, considerando que el oficio teatral, aún muy incipiente16, se relacionaba casi de manera exclusiva con el trabajo de compañías europeas y muy particularmente con directores y actores españoles. Se trataba de un teatro basado en textos escritos por

14 Este espectáculo es la adaptación de la película conocida en España como Sonrisas y lágrimas, basada en la escritura de la novela La historia de los cantantes de la familia Trapp de la austriaca María Von Trapp, que fue un éxito en el Broadway de los años sesenta.

15 En este espectáculo de origen francés Bartabás y Ko Morobushi proponen un montaje con caballos reales, presentado en el Teatro Municipal en el XIII Festival Internacional “Santiago a mil”.

16 El primer edificio para presentar espectáculos teatrales fue construido por iniciativa de Bernardo O”Higgins en 1820.

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españoles y representado –aunque los actores fuesen chilenos- con giros lingüísticos propios del castellano peninsular. Recién hacia principios del siglo XX las compañías extranjeras acceden a representar textos escritos por chilenos, aunque en la mayoría de las ocasiones sin reconocerles derechos de autor, situación que impulsa a los escasos escritores a formar la Sociedad de autores teatrales de Chile (SATCH) en 1915. Como dice María de la Luz Hurtado hubo “brillantes excepciones” que sí se atrevieron a nadar a contracorriente y a luchar por el cultivo de un teatro “nacional”, como en el caso del autor de El tribunal de honor (1877) Daniel Caldera o de Juan Rafael Allende, autor de República de Jauja (1889). Ambas obras abordan temas que hacen ruido en las altas esferas sociales: se trata, respectivamente, de un “femicidio ocurrido en Felipe” y de una parodia al sistema de poder “de cara a la crisis Balmacedista” (cf. Hurtado, 2010, t.1: 16-29).

Este circuito nace y se desarrolla al fragor del movimiento obrero que se relaciona fundamentalmente con la lucha de los trabajadores de las salitreras por obtener mejoras laborales:

No existía en Chile una legislación que ampare a los trabajadores y así quedaban expuestos a los múltiples vejámenes que los patrones propinaban a sus empleados, tales como sufrir maratónicas jornadas laborales, pago de salarios en fichas17, despidos sin aviso, no respeto del día de descanso, y explotación de embarazadas y niños (Gallardo, 2003:7).

Atendiendo a estas demandas, que luego se extienden a los trabajadores urbanos, nace un interés nuevo entre políticos e intelectuales, denominado por los historiadores “la cuestión social”, que se origina por el choque ideológico entre el enfoque capitalista asumido por un estado básicamente burgués y oligarca que abraza la idea del progreso y la fuerza de una clase social nacida a partir de la industrialización. Esta última no sólo crece de manera exponencial, sino que también tiene voz y reclama hacer visible el peonaje y su miseria. En este contexto, surgen a la luz pública “una serie de innumerables escritos, ensayos, artículos de prensa y tesis de grado que comenzaron a analizar sus causas y motivos, además de las posibles alternativas de solución” (Memoria Chilena, 2004).

17 El pago a los trabajadores se realizaba por medio de fichas, no de moneda nacional, que servían sólo para ser canjeadas por insumos que expedían las pulperías (almacenes) de la compañía dueña de la salitrera, que además establecía unos precios excesivos para los productos.

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Como era de esperar las miradas y los juicios son disímiles, mientras unos grupos plantean la ayuda social desde una visión populista y paternalista, otros exigen cambios concretos en las políticas de gobierno y en la legislación dirigidos al desarrollo de una acción social permanente. En el extremo de las posturas libertarias encontramos al movimiento ácrata, que se diferencia de las propuestas hegemónicas por su total desacuerdo con unas formas de poder sostenidas sobre una filosofía de la dominación.

Según Zambrano, la propaganda anarquista fue una de las principales fuerzas movilizadoras, pues llamaba a la apropiación del espacio obedeciendo a un espíritu libertario que se traduce en la formación de mancomunales y sociedades de resistencia que participaron en los doscientos paros registrados entre 1900 y1908 (cf. Zambrano, 2010). Aparecen ateneos, centros de propaganda y debate que buscan difundir sus ideas a través de periódicos ácratas como El rebelde o La campaña en Santiago, Luz al obrero en Valparaíso, Adelante en Punta Arenas, Luz y vida en Antofagasta o La agitación en Estación Dolores. La idea era clara: rechazar la política institucional y propiciar la acción directa de los trabajadores, así como manifestar el descrédito frente al discurso oficialista que celebraba el centenario de la independencia, negando de este modo la idea de Chile como concepto integrador, único y representativo de la realidad (Cf. Grez, 2011; Pereira, 2005; Zambrano, 2010).

La escritura del momento busca la subversión y pretende ser un arma de lucha desde el teatro y su dramaturgia -llámese ésta obrera, ácrata o libertaria 18- pues gracias a su posibilidad espectacular, podía llegar a un público masivo y popular, desafiando así las reglas de un arte concebido, hasta entonces, desde la elite y para la elite:

Toda su estrategia apuntaba en esa dirección, desde crear sus propios centros de producción cultural e implementar un circuito de divulgación […] el teatro se inscribía dentro de estos mecanismos de consolidación, apelando fundamentalmente a la seducción de la imagen puesta en movimiento sobre un escenario e incorporando en su textualidad códigos teatrales propicios para la asunción y comprensión crítica de la propuesta de mundo de parte de los espectadores (Pereira, 2005:109).

18 Sergio Grez discute la existencia de una dramaturgia ácrata en Chile, así como la propone Sergio Pereira -y sus seguidores- en sus estudios, por considerar que la denominación es inexacta, prefiriendo llamarla

“obrera o libertaria”. Grez se basa en que a comienzos del siglo XIX, en la discusión política por hacer visible la desigualdad social, muchos grupos políticos comparten un ecumenismo obrero (demócratas, socialistas, comunistas y anarquistas). Desde esa perspectiva, toda la dramaturgia no es ácrata sólo por abrazar la causa libertaria, a excepción de aquella que efectivamente rechace la política institucional, el estado y los partidos políticos (Cf. Grez, 2011).

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Obras como Los cuervos (1921)19 de Armando Triviño o Los grilletes (1927) de Alfred Aaron representan un mundo definido en términos de clase, donde la dominación es la forma de poder contra la cual deben luchar pobres y oprimidos.

La historia de Los cuervos, publicada por Trabajadores Industriales del Mundo (IWW) en Santiago en 1937, es simple y conocida. Una pareja de ancianos vive con sus hijos Isabel y Mañungo en inquilinaje. El “patrón” de la hacienda en la que viven les pide que la niña vaya a ayudar en la “limpia de cebollas”; ambos saben lo que esa orden significa en realidad, el deseo de abusar de ella, como lo ha hecho con todas las demás mozas del campo. Al negarse los viejos, el patrón envía militares para llevarse a su hijo varón al regimiento. El viejo en su desesperación dispara al sargento encargado, como un acto simbólico contra quienes abusan de su poder, contra los ejecutores de la injusticia, contra “los cuervos”.

Con esta reseña sólo pretendemos establecer que el teatro chileno y su dramaturgia tienen una relación antigua con la lucha social. En Los grilletes, por ejemplo, Julio Plaza es un inquilino que debe enfrentarse-junto a su compañera- a los cuervos de la época: un juez, un cura y un hacendado, por defender los derechos de los trabajadores e incitar a la

“revuelta”. Para callarlo, lo apresan y le remachan unos grilletes a las manos, que aunque no logran detenerlo, simbolizan esa sensación de perpetuidad de la esclavitud.

Con todo, es cierto que la dramaturgia de comienzos del siglo XX no tuvo gran relevancia ni difusión literaria, aunque sí política, puesto que cumplida su función proselitista se desgastaba, decrecía el interés por publicarla y no trascendía mayormente fuera del círculo en que se generaba. También debemos decir que bajo el alero de estos movimientos nace la escritura de quien fuera uno de los dramaturgos más importantes del teatro chileno: Antonio Acevedo Hernández (1886-1962).

El período que va entre las dos guerras mundiales generó la mayoría de lo que conocemos hoy como “vanguardias”, con el consiguiente descrédito de todos los modelos clásicos de creación e interpretación del arte. Es ésta una producción siempre entendida como extraña, deforme y descuidada, sobre todo por resistente y desobediente. Sumado este componente estético a las ideas libertarias y al anarquismo como filosofía, se fomenta en parte de las elites intelectuales cierta desobediencia a la convención artística.

Acevedo se encuentra justo en el vértice donde se cruzan las ideas libertarias con las ideas de vanguardia. Este dramaturgo fue leído durante décadas sólo desde el prisma de la

19 Los estudios sobre esta obra sitúan la publicación de la misma en distintas fechas (1921, 1932, 1937).

Hemos preferido citar la data más temprana, ofrecida por Sergio Grez.

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literatura comprometida, a pesar de que su obra posee un enorme valor estético, al atender -en el contenido y en la forma- al efecto que debía producir el teatro en el público.

Chañarcillo (1936), su texto de mayor renombre, toca el tema de la explotación de la plata en el norte del país hacia 1846, de los sueños de “jutres bien vestidos”, de los mineros pobres y de las mujeres que les hacían compañía, de la dureza del trabajo, de la armonía con el desierto que los acoge y del continuo riesgo de muerte.

Esta obra que mira hacia el margen, según Pradenas “resalta como una creación

“atípica” en el contexto teatral de la época, pues es la primera expresión de lo que conocemos en literatura como lo “real maravilloso” o el “realismo mágico.” (Pradenas, 2006:264). Acevedo es valorado en Chile por ser el precursor del llamado Teatro Social, al hacer un rescate del mundo popular -expresiones, dichos, música y tradiciones- pero también por incorporar el efecto fantástico al discurso teatral. En la descripción de El canto del derrotero, por ejemplo, se indica que el escenario debe dividirse en tres partes

“no para lograr las mutaciones del antiguo teatro a base de cuadros”, sino para dar un aspecto de simultaneidad de espacios en el escenario:

Hay un transparente que cuando se levanta -al final del cuadro- el telón que representa la boca de la mina, deja ver el cuadro 2, que se destaca dentro de la oscuridad de la escena; este cuadro ocupa la mitad en sentido longitudinal del escenario no presentado y es el interior de una tienda o choza, donde habita El CERRO ALTO, que todavía no está restablecido del todo. El cuadro 3, que se iluminará a continuación, es un aspecto del despacho de DON PATRICIO, visto en el primer acto: muestra mesas, toneles, y la puerta de salida abierta hacia la lejanía azul.

Por fin vuelve el cuadro 1, y cuando desaparece la escena deja ver la visión de los derroteros fantásticos y fascinadores. Por ejemplo, cerros que parecen camellos, otros que se incendian o que dan la sensación del oro y de la plata. Hay otros que semejan esfinges o mujeres de piedra, que desaparecen o se mueven…” (Acevedo, 2000:145-146).

En este contexto, la escritura de Antonio Acevedo, al mismo tiempo que es representativa de los conflictos sociales de la época, también anuncia en lo estético una preocupación naciente por las formas, por la innovación y la recepción teatral. Según Pereira este cambio “de perspectiva del hablante respecto del mundo representado

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significará el cambio más importante introducido a la práctica dramatúrgica” (Pereira, 2003:112), pues permite la construcción de un discurso que da cuenta de la simultaneidad de los planos de la realidad y de la percepción que los individuos tienen de ella.

Como podemos apreciar en estos breves ejemplos, la dramaturgia que nace a la luz de los movimientos libertarios está marcada por los conflictos sociales. No sólo en lo que se refiere a las temáticas ligadas a la injusticia social, el abuso, la pobreza y la conquista de derechos laborales; también hay una fuerte intencionalidad de acercarse desde el texto y desde el espectáculo a un público más amplio y representativo, así como a la construcción de un personaje más real. Si bien este aspecto no es compartido por la totalidad del repertorio, su aparición en las obras explica el origen de la molestia del circuito teatral frente a un modelo cultural que ampara la violencia y solapa el abuso;

pero que sin embargo, continúa creyendo que la transformación social debe darse por una vía política.

Una mención especial –por su escepticismo- merece a este respecto el trabajo de Vicente Huidobro, que a pesar de ser reconocido como poeta icónico de vanguardias como el Ultraísmo o el Creacionismo, también escribió obras de tono lúdico e irónico para el teatro. Alejado de todo sentimentalismo -sin que eso signifique un grado menor de compromiso social, sino más bien a propósito de él- construye piezas como En la Luna (1934), clasificada como “guiñolesca” por su cercanía al trabajo de títeres o marionetas, en que un “maese operador” manipula la acción y el discurso de los personajes. Esta característica hace que la obra tenga un tono cómico y paródico en su alusión al caos producido por los sucesivos cambios de gobierno en la década del treinta durante la llamada República Socialista en Chile.

En la obra En la Luna, se caricaturiza la conducta de los poderosos del momento, jueces, curas y autoridades de gobierno. Huidobro desde su mirada estética de la política no se ríe del rol que cumplen personajes públicos como: Pipí Popó, Zizí Zozó, Fifí Fofó, Lulú Lalá o Fulano de Tal; sino de la estructura de la que son parte, de su ineficacia para resolver conflictos, del absurdo de sus filiaciones, de su hipocresía y de su doble discurso moral. Por el contenido, el descrédito y el tratamiento grotesco de la representación, esta obra ha sido leída más que desde la vanguardia, desde el anarquismo20.

Por su parte, la obra Gilles de Raiz (1925), publicada originalmente en francés, retoma la figura del asesino en serie del siglo XV que luchara junto a Juana de Arco a

20 Sobre esta mirada puede ser interesante revisar los trabajos de Osvaldo Pelletieri, Sergio Pereira, Dan Connor o Sara Rojo.

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fines de la Guerra de los Cien años. En la primavera de 1933 la obra fue presentada por primera vez en el Théâtre de L‟Œuvre. En ella se muestra a Gilles de Raiz como un ser para quien “el bien y el mal visten idéntico ropaje” (Pradenas, 2006:276) y en honor a esa premisa cuestiona las estructuras sociales, hace un pacto con Lucifer y asesina infantes en una búsqueda insaciable de amor.

Esta sea tal vez la primera incursión del teatro chileno en los terrenos de lo siniestro, por el cruce de la historia con el horror, por la aparición del Doppelgänger, de ese doble monstruoso que al mismo tiempo es capitán salvador de Francia y un asesino de niños:

El relato de estos crímenes debería sólo horrorizar -apartar al monstruo de la humanidad, de una humanidad que excluye el mal, que no lo considera parte de una verdadera humanidad-, pero a la vez parece ejercer una perturbadora atracción, una proximidad diferida: la sensación de una monstruosidad larvaria no afuera, sino adentro de cada ser humano: una fascinación que no podríamos atribuir únicamente a la necesidad de conocer el mal (Schopf, 1995).

En la historia de Huidobro, Gilles se encanta con una mujer -quien habiendo olvidado su propio nombre al conocerlo, se bautiza como Gila- una dama seducida por su figura y que no ve en él, como los demás, a la encarnación del mal, sino al amor absoluto.

El conflicto se centra en el juicio a Gilles por los crímenes cometidos, los que no se pueden probar, ya que no existen testimonios que evidencien su participación en los hechos más allá de lo que la leyenda indica.

En el epílogo se sugiere la existencia de dos planos en una escena que es “medio cine, medio teatro”: el plano de fondo muestra las imágenes de Gilles de Raíz y Gila

“proyectadas sobre la pantalla y se escuchan sus voces” mientras se hace “concordar el diálogo entre los dos personajes proyectados y los personajes vivos”. En el primer plano del escenario se encuentran seres oscuros como el Marqués de Sade, la marquesa de Brinvilliers, conocida por sus envenenamientos, y Don Juan, en el Valle de Josafat -un espacio simbólico- que contiene “la memoria de la humanidad” situada en “la imaginación de un hombre”. Allí estos personajes discuten con algunos escritores de lo oscuro: Joris-Karl Huysmans, Bernard Shaw, Anatole France, el Dr. Ludovico Hernández y el mismo Huidobro personificado en “Yo”. Todos ellos intercambian opiniones sobre la identidad de Gilles, la naturaleza del mal, del amor y de la muerte. La escena marca la

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espera del juicio final, que irónicamente no llega jamás porque Don Juan dio muerte a Dios por error. Entonces, si bien la obra enfrenta a los personajes a un portador de

“males”, no llega a ser “inquietante”, pues la historia pareciera estar del lado de Gilles, mostrando los elementos fantásticos y ominosos con bastante condescendencia.

En suma, este primer momento de la historia de la dramaturgia chilena que se extiende entre fines del siglo XIX y comienzos del XX es fundamental porque se ve influido por las ideas libertarias, la poética política y los cambios estimulados por la estética vanguardista en todos los campos del arte. Podemos entonces estar de acuerdo en que desde este primer momento las temáticas que interesan al mundo de la dramaturgia chilena tienen al menos un hilo conductor: la denuncia de la ineficacia de los poderes del estado, en tanto ellos no persiguen el bien social, sino la perpetuación de una jerarquía dominante.