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Categorías para el estudio de la violencia

2. Sobre el acto violento de leer una obra “abierta”

3.2 Categorías para el estudio de la violencia

En nuestra vida cotidiana, cuando reparamos en la violencia, lo hacemos pensando en comportamientos deliberados para hacer daño, generalmente de tipo físico. Sin embargo, la investigación académica de distintas ciencias humanas nos advierte sobre una dimensión mucho más amplia del concepto, nos invita a profundizar en causas, efectos y motivaciones. Por lo mismo, para sugerir la existencia de un efecto violento en la lectura de obras dramáticas, no basta con el breve acercamiento a Derrida -que por lo demás no habla de violencia ni pretendía tal enfoque-, debemos acercarnos a otros aportes teóricos que enriquezcan y completen nuestra mirada.

Walter Benjamin entiende la violencia como el “actuar presionando o agrediendo a otro” (1991: 28) y sobre esa base sostiene la existencia de dos tipos de violencia social, una fundadora y otra conservadora. La primera se utilizaría para instaurar un sistema normativo nuevo y la segunda como mecanismo de control de dicho sistema. Esta definición -que parece simple constituye un enorme aporte si pensamos que amplía el concepto hacia cualquier acto que, concebido como pacífico -las manifestaciones de Gandhi, por ejemplo- utilice la estrategia de la presión para provocar o desafiar a otro.

Por tanto, la violencia no siempre se relacionaría con la maldad, aunque sí con el poder.

Benjamin desmonta el mito de la violencia necesaria para preservar la paz en el estado (Hobbes), manteniendo, al contrario que las fuentes institucionales y jurídicas de la violencia constituyen un instrumento que el estado pone en funcionamiento para privar a los individuos y a los colectivos de la violencia revolucionaria. Siguiendo a Benjamin, dichas fuentes no estarían al servicio de la justicia social, sino que serían, por el contrario, un obstáculo para la realización de la justicia. Nuestros textos abundan en ejemplos de lo que Benjamin llamó violencia conservadora. Pensamos, por ejemplo, en la cantidad de crímenes tanto políticos como civiles que han sido silenciados condenando a las víctimas

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al olvido. Sin embargo, cabe preguntarse en qué medida las abundantes manifestaciones de hybris (del griego ὕβρις: exceso, desmesura) que analizaremos pueden entenderse como una forma de contra-violencia. O si, por el contrario, se trata más bien de una estrategia emocional para subrayar la fuerza de la violencia conservadora.

Tal vez por eso, los comentarios del escritor y crítico mexicano Carlos Monsiváis, en su artículo para Ciudadanías del miedo, resultan tan chocantes. En él asegura que los ciudadanos comunes no somos capaces de observar la violencia urbana, sino desde el prisma del melodrama, pues la mayoría de los individuos experimenta cierto placer al sentirse víctima. Este autor sostiene que entendemos la violencia urbana “a través de la experiencia personal, de la conversión de la suma de experiencias colectivas e individuales, en determinismo, y de la versión de algún modo literaria, que convierte a la violencia en melodrama” (Monsiváis, 2000:31). Es decir, en aquel género teatral del siglo XVIII, padre del folletín, las novelas por entrega y las telenovelas contemporáneas, donde los bandos de buenos y malos están preestablecidos y la visión del mundo que los rige es maniquea. Mirado desde ese punto de vista, podríamos pensar que el goce inconfesable de ser víctima de la agresión o la presión, ha nacido de la manera en que los medios de comunicación actuales nos han enseñado a traducir la “metáfora de Cristo”.

Monsiváis afirma que la violencia tal y como se interpreta socialmente “es la gran telenovela de la cual no podemos eximirnos, porque nunca nos renueva los papeles:

seguimos diciendo lo mismo, con las mismas palabras, no tenemos “scriptwriters”

(Monsiváis, 2000:232). Él se refiere a las conversaciones de cualquier ciudadano que suceden a la observación de una noticia de asalto en televisión, en las que cada espectador expresa su descontento agregando un comentario personal sobre las veces que ha pasado por lo mismo, sobre las veces que le ha tocado ser Cristo. La presencia de la cámara convierte a los ciudadanos en víctimas de la violencia ejercida por los poderosos, porque bajo su lente aparecen como buenos, como sacrificables. Esta afirmación de Monsiváis explicaría de alguna manera, el hallazgo de Matamala (2006) acerca de la utilización de la imagen de la Pietà en la dramaturgia chilena contemporánea, pues existiría una necesidad en cada Cristo (que es personaje) de descansar y ser contenido por los brazos de alguien ante la desdicha inmerecida.

La sugerencia de un desnudo inesperado en el cine, un loco que dice y dice sin parar en una plaza o un niño sacrificado en un texto, también ejercen presión sobre los receptores de dichos estímulos. Pese a que ellos se exponen voluntariamente frente a las imágenes, son violentados en el pacto silencioso de entrar en el juego. Así, los

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fragmentos, los espacios vacíos, los silencios o la verborrea de los personajes en una obra dramática, podrían entenderse como actos violentos contra el lector. Nos preguntamos entonces, qué sucede en el juego entre el dramaturgo -qué sí tiene la posibilidad de

“escribir nuevos guiones”- y el lector. Qué de su experiencia decide contar, qué decide ocultar, cómo transforma la palabra en un arma, cómo la usa para provocarnos.

Para la teórica alemana Hannah Arendt, una de las distinciones entre poder y violencia “es que el poder siempre precisa el número, mientras que la violencia, hasta cierto punto puede prescindir del número porque descansa en sus instrumentos.[…] La extrema forma de poder es la de Todos contra Uno, la extrema forma de violencia es la de Uno contra Todos”. (Arendt, 2005:57) A partir de esta diferencia - hecha para analizar a los sistemas políticos- podríamos sostener que en general, esta nueva oleada de dramaturgos posee cierto poder sobre los lectores/espectadores, pues cuentan con un número suficiente para conformar un sistema al fundar un nuevo orden, una nueva ley: la anomalía. Además, cada dramaturgo en particular, nos violenta con sus textos, con su palabra, el arma elegida para organizar y verbalizar el pensamiento, ese que cuestiona, denuncia, devela, parodia, horroriza. Pero Arendt propone otro concepto de gran utilidad para nuestro estudio: la banalidad del mal (1966). Aunque ha sido muy cuestionado, consideramos que no ha perdido vigencia en ciertos contextos donde la víctima puede ser percibida por los verdugos como ajeno de ellos, o incluso como deshumanizados, lo que convierte su eliminación en un mero trámite. Esta “burocratización” de la violencia ocupa, como veremos en nuestras obras, un lugar determinante a la hora de denunciar la pasividad de las instituciones.

Para René Girard, todos los individuos tienen una necesidad básica de expulsar sus rabias, de deshacerse de sus cargas negativas, pues el hecho de contenerla, los vuelve unos seres peligrosos. Sin embargo, como las formas de expulsar la ira generalmente son formas violentas, los humanos hemos inventado una manera válida de “engañar a la violencia” desde la antigüedad, la sustitución sacrificial (Girard, 1983:13). Este historiador y filósofo francés sostiene que el ritual de sacrificio opera por sustitución, ya que “la violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio” (Ibíd., 10) frente a la que no se siente ira, siempre vulnerable y al alcance de la mano. Se trata del chivo expiatorio, figura prolífera en nuestro corpus.

Concluimos este apartado señalando algunos aspectos de la reflexión en torno a la violencia y la condición de víctima de Michel Wieviorka. En el capítulo tercero de La Violence (2010), Wieviorka señala que la afirmación en el espacio público de la figura de

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la víctima constituye un fenómeno fundamental para nuestra compresión de la violencia hoy. A lo largo de los siglos se ha tratado de una figura ignorada o considerada sólo en función de su aporte a la comunidad. Cuando se establecen mecanismos penales para castigar a quienes han causado víctimas, la perspectiva sigue centrándose en el Estado y en la obtención de reparación frente a los culpables. Pero a la víctima no se la escucha en estos razonamientos clásicos. Ni siquiera Girard o Benjamin les conceden atención en su condición de individualidades.

Sin pretender trazar aquí una historia de la emergencia de la víctima como figura reconocida socialmente, diremos que a partir del juicio de Nuremberg, donde se establece la categoría de “crimen contra la humanidad”, el punto de vista de la víctima comienza a ser tenido en cuenta públicamente, sobre todo, con el surgimiento en los años sesenta de movimientos de defensa de derechos civiles. Como señala el autor, la actividad de estos movimientos conlleva la formación de una acción colectiva contestataria (Ibíd., 87) que acabaría conduciendo según Robert Hugues a una omnipresencia de la víctima. Siguiendo a Hugues, se trataría de un fenómeno político (quejarse proporciona poder), pero acaba desembocando en un fenómeno cultural: estaríamos inmersos en una “cultura infantilizada de la queja” que reclama derechos sin aceptar a cambio deberes (Ibíd. 99).

Wieviorka cuestiona esta visión apelando a la importancia de introducir la subjetivación en la vida política. La violencia:

[…] du point de vue des victimes, entraîne nécessairement une perte, une atteinte à l‟intégrité physique, mais peut aussi déboucher sur une subjectivité niée, ravagée, sur la destruction des repères subjectifs dans le cadre desquels se meut la personne, elle-même alors plus ou moins atteinte par un sentiment de dépersonnalisation, de désintégration de la personnalité, de rupture ou de discontinuité dans la trajectoire personnelle; avoir été victime, c‟est éprouver aussi, souvent, un sentiment de honte, de culpabilité et, toutes sortes de troubles qui peuvent plus ou moins durablemente envahir l‟existence. (Ibíd., 101).

Estas líneas resumen de manera clara las consecuencias de una violencia no elaborada en los personajes que pueblan nuestras obras, sometidos a un proceso doloroso de despersonalización que pone en jaque cualquier certeza que hubieran podido tener sobre su identidad, rol o estatus social, función, comprometiendo a la vez un futuro que parece imposible. La violencia niega al sujeto y la emergencia de la víctima permite