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U NA LÍNEA DE INVESTIGACIÓN ABIERTA

3) Explorar el impacto ambiental de las ocupaciones prehistóricas en zonas de alta montaña y la generación de paisajes sociales

1.3 P OSICIÓN T EÓRICA

1.3.2 U NA ARQUEOLOGÍA SOCIAL Y ECOLÓGICA

Un marco teórico materialista, histórico y ecológico

Presenta el marco de referencia teórico básico que nos permite estudiar las relaciones entre medio ambiente y sociedad.

Desde nuestro punto de vista toda arqueología es necesariamente social, en tanto que su objeto de estudio no puede ser otro que las sociedades humanas en el pasado (Binford, 1972). Sin embargo, no todos los marcos teóricos en arqueología tienen presente la dimensión ecológica de la vida humana, enfocándose a veces sólo en aspectos estrictamente culturales (Bosch-Gimpera, 1919; Bordes, 1984; Cava, 2004).

Como ya hemos ido planteando, nuestra línea de investigación se insiere en el estudio de las relaciones existentes entre la sociedad y el medio ambiente, lo que se concreta en la forma en que las comunidades humanas ocupan y habitan un territorio, mediante una gestión productiva que implica su trasformación. Trataremos las relaciones naturaleza/sociedad desde un enfoque social y ecológico, y desde una posición teórica dialéctica y materialista, capaz de explicar históricamente las relaciones entre las comunidades humanas y el territorio que habitan. El producto de dicha relación es la generación de paisajes sociales,

36 entendidos como toda formación vegetal alterada por la acción humana (Lozny, 2013), distinguibles de los paisajes naturales o la vegetación potencial (Martínez-Rivas, 2007).

En este trabajo hemos preferido el concepto “paisaje social” al de “paisaje cultural”, más habitual en la autodenominada “arqueología del paisaje” (González-Alvarez, 2015; Criado-Boado 2016), y que consideramos, a todos los efectos, equivalente. El problema es que la definición de “lo cultural” frente a “lo social” abre un debate historiográfico en el ámbito de la antropología (Harris, 1968; Ceballos y Cabeza, 2013), que supera los objetivos de la justificación de nuestra posición teórica. Simplificando mucho el debate, desde una perspectiva materialista histórica, todo lo cultural es social pero no todo lo social es cultural, ya que las sociedades desarrollan diversas esferas estructurales productivas, económicas y organizativas, donde la cultura queda adscrita como una práctica, una cosmovisión o una infraestructura social (McGuire, 1992; Bate, 1998).

Por lo tanto, los paisajes socialmente construidos, consecuencia de las diversas actividades socioeconómicas que una comunidad desarrolla en un medio ambiente a lo largo de un espacio de tiempo, no pueden considerarse, desde nuestro punto de vista, una construcción

“cultural” de dicha sociedad, sino la consecuencia de una acción social. El paisaje sería, desde nuestra óptica, un “producto” del trabajo humano. El paisaje sería el producto de una suma de acciones sociales, consecuencia de la explotación productiva del territorio (caza, pesca, recolección, extracción de materias primas, agricultura, ganadería, etc.), como de su ocupación social (generación de espacios de socialización, hábitat, enterramientos, lugares de paso, caminos, hitos “simbólicos”, refugios, etc.). El producto paisajístico es fruto de una acción social que incluye la ocupación productiva de un espacio que pasa a conformar un territorio para esa comunidad. Ese espacio, evidentemente, tendrá elementos distinguibles para la comunidad que los ha generado y que los habita, pero las consecuencias ecológicas de las actividades productivas van mucho más lejos en el tiempo y en el espacio, generándose paisajes socialmente impactados, en diversa escala (Criado-Boado, 2016). La modificación antrópica del paisaje iría mucho más allá del ámbito concreto de una comunidad humana, ya que el impacto ecológico, una vez que se modifica sustantivamente un ecosistema, altera el equilibrio inicial y genera un nuevo paisaje que es consecuencia de las acciones humanas acumuladas en el pasado, presentando una historicidad (Pèlachs et al., 2017).

Por ejemplo, en nuestra área de estudio, el Pirineo axial central, la acción humana durante la Prehistoria reciente modifica la distribución de especies vegetales, introduciendo el fuego como un elemento de generación de nuevos paisajes, bosques secundarios, prados y

37 brezales, y favoreciendo la entrada de especies como el abeto, el haya o diversas herbáceas, plantas ericáceas y rosáceas. Estas formaciones vegetales, una vez introducidas en el ecosistema, continuarán condicionándolo aún sin intervención humana directa, de modo que no hay vuelta atrás a un paisaje natural o prístino, sino que allá donde la vegetación potencial se impone, ésta ya está condicionada por la acción humana previa, por lo que no es sólo natural, sino que también es un producto social (Galop et al., 2013, Pèlachs et al., 2017; Ninot et al., 2017a).

Entendemos, por lo tanto, el paisaje como un producto ecológico y social, y, por tanto, como una producción humana. Así que ya podemos aparcar, en este punto, el concepto “natural”, ya que estamos operando en un medio socializado, dentro de un geosistema que es el propio planeta tierra; contenedor y condicionante de la propia vida social. En consecuencia, el paisaje, es necesariamente dinámico, no resiliente; condicionando y a un tiempo siendo condicionado por la actividad económica humana, y configurándose históricamente. Desde esta premisa, entendemos que el estudio del paisaje, en cuanto producto social, es un medio para abordar el conocimiento del sistema socioeconómico que lo ha producido.

Por lo tanto, el paisaje, en su totalidad, es el resultado de un proceso histórico, siendo su materialidad objeto de estudio de la arqueología, entendida como una ciencia social, antropológica e histórica, y esencialmente, materialista.

A continuación, expondremos sintéticamente, las ideas principales que fundamentan nuestra posición teórica.

1.3.2.1 A

RQUEOLOGÍA SOCIAL

La dialéctica naturaleza/sociedad

La teoría marxista postula una relación dialéctica continua entre la naturaleza y la sociedad, que son entendidas como si fueran dos realidades opuestas que operan como una síntesis o

“unidad de contrarios” (Engels, 1886; Lenin, 1933). Desde un enfoque materialista dialéctico (Valverde, 1979), se ha descrito la relación del “ser-humano-en-la-naturaleza”

dialécticamente, entendiendo que las sociedades no son un ente ajeno al medio natural, sino que justamente por su naturaleza biológica, nos inserimos en el medio ambiente, donde

38 desarrollamos nuestra vida social, trabajamos, producimos y nos reproducimos, modificando el propio medio y participando de su entropía (Harris, 1968; Butzer, 1982).

La vida social es la forma de organización propia de todos los homínidos (Haslan et al., 2009), fundamentada en la cooperación en la producción y en reproducción social (Harris, 1968, Castro et al., 1998; Marean, 2015). Si hay un hecho innegable que expresa la propia vida social ésta es su realidad material: “la materialidad del hecho social” (sensu Castro et al., 1998). La cooperación en la producción de alimentos (Marean 2016) y en la reproducción y mantenimiento del grupo social (Castro et al. 2002), son dinámicas que seguramente definieron a nuestra especie desde sus orígenes, mediante prácticas de “hiper-socialización”

(Marean, 2015), así como la capacidad de modificar el entorno natural mediante el trabajo humano, realizado en sociedad (Sahlins, 1974, Albert, 2015), así como la innovación tecnológica y económica, que nos permitieron superar nuestro nicho ecológico natural original, como primates tropicales (Haslam et al., 2009; Antón et al., 2014).

Puesto que nuestro objeto de estudio es “la-sociedad-en-la-naturaleza”, el acercamiento a su conocimiento, pasa, desde un enfoque materialista histórico, por el análisis empírico de la materialización de esta realidad. Esta materialización, sobrepasa el alcance de los objetos arqueológicos, como pueden ser los asentamientos, los instrumentos, o los restos de los productos vegetales, animales y minerales, consumidos (Risch, 2002). De manera, que el sujeto de nuestro análisis es el medio en sí mismo, en cuanto objeto socialmente transformado (mediante el trabajo), y en cierto modo también, utilizado, consumido y reproducido (sensu Castro et al., 1998).

Si partimos de una concepción materialista de la economía en base a la cual:

“…denominamos economía al ciclo espacio-temporal en el que las sociedades realizan cualquier transformación de la materia” (Marx y Hobsbawm, 1964), la teoría económica tendría como finalidad el análisis de las diferentes formas de transformación de la materia encaminadas a la satisfacción de las necesidades sociales: “producción, uso, consumo y reproducción” (Castro et al., 1996 y 1998). Esta transformación de la materia es inherente a la propia “materialidad del hecho social”, y precede incluso las primeras formas humanas de producción, ya que podría estar de manera incipiente ya presente en algunas prácticas productivas de otros homínidos, como los pánidos (Haslam et al., 2009) o los australopitécinos (Antón et al., 2014), e incluso dejar huella en la formación de los primeros paisajes antropizados por los primeros Homo (Albert, 2015).

Inicialmente, para que pueda desarrollarse una actividad económica, son necesarias, como mínimo, cuatro realidades materiales básicas (Marx y Hobsbawm, 1964):

39 1) Una sociedad humana, capaz de mantenerse y reproducirse.

2) Un medio ambiente, dotado de unos recursos naturales económicamente