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Para responder a las necesidades propias de esta sociedad globalizada y tan cambiante, la educación se constituye en un instrumento indispensable para generar cambios positivos e influyentes a mediano plazo (Esteve, 2011;

Frederiksen & Beck, 2013; Imbernón, 2017; Marchesi y Martín, 2014). Este tema ha sido tratado en la conferencia que reunió a Ministros de Educación de países iberoamericanos, celebrada año 2008 en la ciudad de San Salvador, donde acordaron unas metas educativas comunes con el fin de conseguir una educación de calidad, equitativa, que favorezca la cohesión e inclusión social y aprendizajes a lo largo de la vida para todos (OEI, 2010, 2013). Estas áreas prioritarias son ratificadas en la Primera Reunión de Ministros de Educación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, en Cuba en febrero del 2013, donde además se especificó como un objetivo central “la necesidad de fortalecer a las y los docentes como sujetos clave de la agenda educativa post-2015”

(OREALC/UNESCO, 2016a, p. 19). Estos planteamientos igualmente estuvieron

presentes en el Foro Mundial sobre la Educación 2015, celebrada en Incheon, República de Corea del Sur, donde se enmarcaron las prioridades para una agenda educativa común para los próximos 15 años, dentro de los objetivos plateados está “Garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad. Y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos”

(UNESCO, 2015, p.3), donde también se declaraba: “…los docentes contribuyen considerablemente a mejorar los resultados del aprendizaje de los estudiantes…”

(OREALC/UNESCO, 2016b, p. 54).

Desde estos planteamientos se asume que no es posible mejorar la calidad de la educación sin mejorar sustancialmente la calidad profesional de quienes enseñan, ya que su desempeño junto a otros factores tiene una alta incidencia en el aprendizaje de los estudiantes (Barber y Mourshed, 2008; Coll, 2011; Comisión Europea, 2007; Day, 2005; Imbernón, 2017; Marchesi, 2010; OEI, 2013;

OREALC/UNESCO, 2016b; Tejada y Fernández Cruz, 2009). Más aún cuando las exigencias han crecido de manera significativa durante los últimos años, ya se visualizaba esta situación en el Informe de la Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo XXI, presidida por Delors (1996): “La competencia, el profesionalismo y la dedicación que se exige a los docentes hacen que recaiga en ellos una ardua responsabilidad. Es mucho lo que se les pide, y las necesidades que han de satisfacer parecen casi ilimitadas” (p. 33).

Ante este escenario es fundamental considerar que, para aprender a ser docente, o más específicamente, para aprender a enseñar, se requiere disponer de una visión amplia de ser docente. Por lo tanto, es importante precisar cuáles son las funciones educativas específicas del docente y en esta realidad, cuáles son las competencias que permitan ofrecer a los estudiantes una enseñanza de calidad (Barber y Mourshed, 2008; OEI, 2013; Perrenoud, 2007; Ravela, 2009; Tardif, 2004; Vaillant, 2002). Este aprendizaje profesional comienza formalmente desde la FID que es el primer paso hacia el desarrollo profesional docente (Marcelo, 2016; Terigi, 2013a; UNESCO, 2015; Villegas, 2003), y la que puede contribuir en reproducir las inequidades o impulsar reformas orientadas al aprendizaje de todos los alumnos. Esto necesariamente pone el acento en una formación inicial sólida que no es posible de improvisar (Esteve, 2011).

Sin embargo, la FID ha estado en un continuo cuestionamiento. Las conclusiones de investigaciones, estudios empíricos y resultados de evaluaciones estandarizadas de aprendizajes de los alumnos expresan la preocupación por la calidad de la formación, al hacer referencia que los docentes están mal preparados para desempeñarse en la labor de enseñar (Ávalos, 2010, 2014; Coll, 2010; Vaillant, 2010a). Esto ha generado que exista “hoy en muchos países latinoamericanos una gran insatisfacción con la calidad de la formación inicial de los docentes” (Vaillant, 2013, p. 186). Ante esta situación las medidas de mejoramiento sugeridas toman la forma de acciones de mayor control y regulación estatal (Ávalos, 2014).

En Chile la situación no es distinta, entre los factores que la han provocado está la heterogeneidad y diversificación en la formación de los docentes sin un marco regulador. Históricamente desde el año 1970 a 1999, la matrícula de estudiantes de pedagogía en el país varió entre 20 y 40 mil; en cambio, entre los años 2000 y 2008, se generaron crecimientos exponenciales en la FID, tanto en programas, instituciones y matrícula total. De acuerdo con Cox, Meckes y Bascopé (2010), el

número de programas en el año 2000 era de 249 y para el 2008, 738 programas, con un crecimiento de 196,4%; en cuanto a instituciones que imparten carreras de pedagogía, el año 2000 habían 39 y para el 2008, 60 instituciones, que equivale a un 53,8% de crecimiento. Estos incrementos repercutieron en el número de estudiantes matriculados en carreras de educación. Es así como, el año 2000, eran 35.708 y para el 2008, 92.164, que significó una variación del 220%. Este aumento en programas, instituciones y matrícula se produjo principalmente en instituciones privadas y en menor medida en las universidades del CRUCh. En el año 2015, según los registros en la base de datos del Consejo Nacional de Educación (en adelante CNED), el número de estudiantes matriculados en carreras pedagógicas fue de 85.990, lo que refleja una disminución del 6,69%. De igual manera, la tendencia marcada desde el año 2002 sigue estando presente, con una matrícula total que supera los 80 mil estudiantes de pedagogía. Este incremento en la matrícula ha favorecido la movilidad socioeducativa. En general, el acceso a la educación terciaria se duplicó entre el año 2000 y el 2012, alcanzando valores superiores al promedio de la OCDE. En particular, los estudiantes que optan por carreras en educación, mayoritariamente, son primera generación en su familia, que ingresan a la educación superior.

Lo complejo de esta expansión se debe a la existencia de un mercado mínimamente regulado, con bajos requisitos de ingreso para estudiar pedagogía y a la vez que facilitan las posibilidades de pago, que conlleva a que el sistema chileno de formación sea “calificado como desregulado, con un contexto institucional muy variado, y con pocos dispositivos externos para asegurar su calidad” (Ávalos, 2010, p. 276). De igual manera, a pesar del avance hacia una mayor regulación del sistema, hay expertos que afirman que estas regulaciones siguen siendo insuficientes para asegurar la calidad y alineación de las carreras de pedagogía con las políticas educativas y curriculares, argumentando que prevalece la idea de autonomía universitaria y los mecanismos de mercado en detrimento de una fuerte regulación estatal como la que tienen los sistemas más eficientes (Belleï y Valenzuela 2010; García Huidobro, 2011).

Esta disparidad y desregulación de los procesos de formación crea un clima de dudas respecto a la capacidad docente de muchos de los egresados de pedagogía. Como lo reafirmó Manzi (2010) al señalar: “…la formación inicial docente no está respondiendo adecuadamente a los requerimientos de preparación de profesionales altamente calificados para la labor educativa” (p.

292). Esta situación provoca una serie de condiciones que problematizan la FID, por ejemplo, que “la preparación docente no atrae a buenos egresados de la educación media, y que los programas de formación han crecido más en número que en la calidad de las instituciones formadoras, lo que afectaría la competencia de sus egresados” (Ávalos, 2014, p.12). También, se presenta como un obstáculo para asegurar la calidad de la formación, esto dificulta la posibilidad de establecer coherencia y armonización en las propuestas curriculares de formación inicial de profesores que ofrecen las instituciones de educación superior, más aún cuando,

“la calidad institucional tiene una capacidad explicativa del 55,1% sobre la formación inicial docente” (Araneda, Pedraja y Rodríguez, 2012, p. 15).

Además del componente de cobertura en la FID, hay investigaciones de carácter diagnóstica, centradas en los resultados del proceso formativo de los futuros docentes, las que han concluido que la preparación pedagógica y disciplinaria de los egresados y docentes en ejercicio en Chile es insuficiente para enseñar el

currículum vigente de forma adecuada, porque los proyectos formativos de las carreras de pedagogía no parecen estar avanzando al mismo ritmo que los cambios generados por las reformas educacionales, produciéndose una brecha y desconexión entre la preparación en la FID y los requerimientos del sistema escolar (Ávalos, 2001; CEPPE, 2013a; MINEDUC, 2005; Consejo Asesor Presidencial para la Calidad de la Educación, 2006; Manzi, 2010; OCDE, 2004).

Esta situación también se evidenció en el análisis de los diagnósticos realizados por las facultades, escuelas o departamentos de educación, entre los años 2010 y 2011, realizado a través del Fondo de Innovación Académica (en adelante FIAC).

El objetivo principal era que las instituciones contarán con un diagnóstico acabado para realizar transformaciones a futuro. En la revisión de las evaluaciones se encontraron diversas debilidades, destacando las organizacionales, diseño curricular y mecanismos de aseguramiento de la calidad. De esta manera se puede identificar que el foco de la atención está en la calidad de la formación de los estudiantes de pedagogía, reconociendo como nudos críticos que afectan esta calidad, la falta de regulación de las carreras y el déficit en la estructura curricular, que repercute en los perfiles de egreso, planes y programas formativos.

Para abordar este desafío de lograr una formación inicial de calidad, se requiere indagar en uno de los dilemas, la calidad de los perfiles y programas de formación:

¿Qué se debe enseñar? O mejor dicho ¿qué es útil que los futuros docentes aprendan? Estas son las dos preguntas que invariablemente se formularon e intentan responder en varios países en América Latina que invirtieron recursos humanos y materiales en importantes transformaciones curriculares en la formación inicial de docentes (Vaillant, 2013, p. 200).

Esto ha significado revisar y reestructurar la FID a través de procesos de innovación orientados hacia las estructuras curriculares y organizativas que están presentes en los perfiles y programas formativos (Marchesi, 2010; Tejada, 2009;

Vaillant, 2010b). Como lo señaló la UNESCO (2008), en un informe que hace referencia a las indicaciones que generan mayor consenso para la mejora de la FID figuran:

 Calidad de los programas (currículum, procesos de formación y experiencias prácticas), medios de verificación de esta calidad, correspondencia con lo requerido en los niveles educacionales para los que se prepara.

 Sistemas de competencias o estándares que sirvan para orientar la formulación de contenidos curriculares de la formación y la evaluación de los logros de aprendizaje y capacidad docente de los futuros profesores.

Desde estas indicaciones, se puede identificar políticas educativas orientadas hacia un mayor control y regulación sobre la formación docente para mejorar su calidad (Ávalos, 2014). Ejemplo de ello es el sistema de acreditación, los nuevos fundamentos y visiones pedagógicas, las que se orientan hacia una formación, que no sea sólo la transmisión de contenidos, muchas veces desarticulados, desactualizados y descontextualizados, sino la formación de profesionales comprometidos con su trabajo, capaces de solucionar problemas y dar respuesta a las nuevas demandas y necesidades de la sociedad del conocimiento.

Es así como algunos programas y proyectos de FID comienzan a poner énfasis en las competencias básicas que debe tener un docente para poder conducir procesos de enseñanza-aprendizaje de calidad en el siglo XXI, pues ya “no basta que los docentes sepan la materia y cómo enseñarla, ahora requieren un conjunto de competencias que conformen algo tan complejo como es ser un buen docente”

(Murillo, 2006, pp. 53-54). Pero delimitar cuáles son esos conocimientos y competencias es una tarea compleja debido a la variedad de fuentes de conocimiento científico que son utilizadas para darle forma a las propuestas de formación profesional (Ávalos, 2011).

En concordancia con estos planteamientos de la necesidad de cambios en el enfoque pedagógico y ante los cuestionamientos a los procesos formativos en la FID, el MINEDUC generó una serie de iniciativas de mejoramiento, una de ellas fue el Programa de Financiamiento a la Educación Superior por Resultados, ejecutado entre 2006 y 2008. Una de las universidades que se adjudicó estos recursos, fue la UPLA, presentando el proyecto: Diseño de un modelo transversal de formación profesional centrado en la persona de los estudiantes de la Universidad de Playa Ancha: Potenciando logros de aprendizaje, demostración de competencias, desarrollo de capital humano-social-cultural avanzado y capacidades emprendedoras. La propuesta implicaba avanzar hacia un cambio cultural para la innovación curricular centrada en la persona de los estudiantes, una orientación curricular en términos de resultados de aprendizaje y demostración de competencias.

Otra de las iniciativas se concretó el mismo año 2008, el MINEDUC, con la colaboración del Consejo de Decanos de Facultades de Educación de las Universidades del CRUCh, crea el Programa INICIA con el objetivo de aportar a la mejora integral de la FID a través de tres ámbitos o momentos claves de este proceso de formación como son: (a) atraer a buenos estudiantes a la profesión docente; (b) monitorear y asegurar la calidad de los programas con referencia a estándares; y (c) retención de los buenos docentes (Ávalos, 2010; Barber &

Mourshed, 2007, 2008; Manzi, 2010; Marchesi, 2010; OCDE, 2009; Tedesco, 2011; Vaillant, 2010b).

Dentro de esta trilogía (atracción - formación - retención), este estudio se focaliza en el ámbito de la formación profesional impartida por universidades, con sus respectivos proyectos formativos para cada carrera de pedagogía, estructurados principalmente de saberes pedagógicos y disciplinares.

Las iniciativas propuestas para este ámbito se basan en planes de mejoramiento implementados previamente en las instituciones responsables de formar a los futuros docentes, pero se distinguen por incorporar componentes que propician la autorregulación y el monitoreo de los procesos, acciones acordes a lineamientos internacionales como la rendición de cuentas y aseguramiento de la calidad.

Tres son las acciones o ejes que lo componen: (a) elaboración de estándares; (b) creación de una prueba para evaluar los resultados de la formación de los egresados, midiendo el conocimiento disciplinar y pedagógico, entre otras; y (c) apoyo financiero a las instituciones para que puedan renovar la planta académica, los currículos de formación y mejorar el vínculo con los colegios o escuelas.

El primer eje, elaboración de estándares, se desarrolló durante el año 2009, cuando el MINEDUC encarga al Centro de Perfeccionamiento, Experimentación e

de la formación docente, la creación de los estándares para la formación de profesores de Educación Básica (en adelante EBA). En el 2012, los estándares para las carreras pedagógicas de Educación Parvularia (en adelante EPA) y Educación Media (Lenguaje y Comunicación; Matemática; Historia, Geografía y Ciencias Sociales; Biología; Física y Química). El año 2014 correspondió a los estándares para las carreras de Pedagogía en Educación Especial, Educación Física, Inglés, Artes Visuales y Música, completando de esta manera los distintos niveles educativos y la mayoría de las áreas disciplinares (pendiente Pedagogía en Filosofía y Educación Tecnológica).

Su propósito es:

Servir de orientación a las instituciones formadoras de docentes respecto a aquellos conocimientos y habilidades fundamentales para ejercer un efectivo proceso de enseñanza, respetando la diversidad existente de perfiles, requisitos, mallas curriculares, trayectorias formativas y sello propio, que caracterizan a cada una de dichas instituciones (MINEDUC, 2012b, p. 5).

Para formalizar y normalizar su implementación se han aprobado varios instrumentos legales que, en su conjunto, introducirán cambios sustantivos en la estructura institucional y en el marco regulatorio del sistema educativo nacional.

Una de ellas es la ley 20.129 del año 2006, modificada el 2016 y la 20.903, del año 2016, que normalizan estas acciones a nivel nacional, especificando que, para obtener la acreditación de carreras y programas, las universidades deben participar en dos evaluaciones diagnósticas sobre formación inicial en pedagogía;

una al inicio de la carrera y otra al menos un año antes del egreso. Esta segunda prueba estará basada en estándares pedagógicos y disciplinarios, será un requisito de titulación para el estudiante, pero sus resultados no serán habilitantes. También le corresponderá a la institución de educación superior adoptar las medidas necesarias para que los estudiantes cumplan con lo dispuesto en esta ley. A partir de estas normativas se espera que las instituciones formadoras de profesores consideren a los estándares como referente para determinar los perfiles de egreso y construir sus proyectos formativos, ya que ellos clarifican los conocimientos, habilidades y competencia que deberían lograr los estudiantes de pedagogía al egresar. A su vez, los estándares pueden ser un referente para los futuros profesores, ya que les permite ir comparando su proceso de aprendizaje, identificando fortalezas y debilidades en su formación.

Por lo tanto, en la actualidad existe mayor claridad sobre los saberes docentes que el sistema escolar requiere y que las universidades deben considerar. Por este motivo, los estándares son considerados un referente para saber si se han adquirido suficientes conocimientos para ingresar a ejercer la profesión docente, constituyen un aporte a la calidad de la formación inicial. Su valor reside en que informan de una manera precisa y transparente los conocimientos y habilidades mínimas que tienen que saber los egresados de las carreras de pedagogía, sin interferir en la libertad académica de las instituciones de educación superior.

Estos estándares se constituyen en una herramienta analítica fundamental para la evaluación de los programas, porque ofrecen la oportunidad de ir midiendo el progreso de los estudiantes de pedagogía, durante su formación, en particular, permiten identificar fortalezas y debilidades del proceso formativo. Vaillant (2010b), basada en los casos de Australia, Estados Unidos, Finlandia, Holanda, Reino Unido y Suecia, señaló que los estándares “operan como un mecanismo de aseguramiento de la calidad de la formación de maestros y profesores” (p. 554).

No obstante, existe una visión de los estándares como “una política impulsada por las élites políticas, empresariales, tecno burocráticas y mediáticas interesadas en focalizar y mantener el vínculo entre economía y educación, y, debemos decirlo, también en mejorar la calidad y la equidad de la educación” (Casassus, 2010, p.

85). Percibidos como un lenguaje impuesto desde el exterior de las universidades, sin haber formado parte previamente de la docencia universitaria y de líneas de investigación que sustenten su implementación (Torres, 2009). Por lo tanto, se tienden a rechazar la imposición de políticas o proyectos provenientes de los niveles superiores del gobierno o de la misma institución, no justificados o explicados a cabalidad (Fullan, 2002; Tiana, 2011; Torres, 2009; Zorrilla, 2011).

Este tipo de reformas “tienen muchas probabilidades de fracasar cuando son elaboradas al margen del profesorado; de quedar reducidas a mera burocracia y a un conjunto de conceptos y de terminología que todo el mundo aparenta asumir…” (Torres, 2009, p. 172). Esta situación podría generar un efecto de desprofesionalizar la actividad docente, al intentar transformarla en una actividad de técnicos ejecutantes función que caracteriza al enfoque tecno-burocrático (Casassus, 2010).

Sin embargo, a nivel nacional, a pesar de que “los estándares para cada carrera existen y están publicados, no existen medios de verificación para poder saber cuántos programas los han adoptado hasta el momento” (CEPPE, 2013b, p. 24).

Por otra parte, Ávalos (2014) señaló que “si bien estos estándares se discutieron durante el proceso de su elaboración con las instituciones formadoras, no han tenido la posibilidad aún de orientar la adecuación de los currículos de formación docente” (p. 20). Estos planteamientos dirigen la atención hacia el contexto situacional en el cual se implementarán los estándares y su integración en los procesos formativos. Teniendo en cuenta estos antecedentes se plantea la siguiente problemática: ¿Qué características posee el proceso de integración de los estándares pedagógicos en el proyecto formativo de las carreras de pedagogía en la Universidad de Playa Ancha Chile en el año 2017?

Esta problemática refleja la búsqueda de lazos de unión entre los fines de la política educativa nacional y los objetivos académicos que se proponen lograr las universidades, expresados en los perfiles de egreso y programas formativos (UNESCO, 2015), los cuales tienen como propósito desarrollar en los estudiantes los saberes propios de una profesión y su puesta en práctica en contextos educativos. Se trata, entonces, de establecer una conexión entre los principios que inspiran las políticas sobre la FID, en particular la declaración de los estándares de egreso y los proyectos educativos de cada universidad, asumido como su carta de navegación. Más aún, si los estándares están en una etapa de reciente posicionamiento a nivel nacional e internacional, como Darling-Hammond (2012) afirmó:

La cuestión crítica para los estándares de maestros, los que está emergiendo, es

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