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Aproximación al debate historiográfico

Development, living standard and well-being: a conceptual approach

4.4 Aproximación al debate historiográfico

Approach to the historiographic debate

Entre 1750 y 1900, en el contexto de formación de los Estados-nación y al tiempo que el capitalismo fue mostrando su impacto diferencial entre distintas regiones, países y clases, comenzó a desarrollarse la preocupación por las condiciones de vida de la población en general y de las clases populares en particular. Desde Malthus a Marx pasando por Adam Smith, Engels y Toynbee, tanto la Sociología como la Economía Política se ocuparon del tema de manera más o menos directa, sentando las bases sobre las que la Historia Económica desarrollará una fecunda línea de investigación desde mediados del siglo XX. Los años del desarrollo, o del segundo Gran Ascenso, asistieron a un auge importante del discurso igualitarista. Esto, unido al creciente interés por lo social y cotidiano que el legado de Marc Bloch había dejado en Historia, influyó en la preocupación por la vertiente humana del desarrollo también en perspectiva histórica. De hecho, la cuestión se convirtió en uno de los temas historiográficos estrella durante la segunda mitad del siglo pasado.

El caso británico, como cuna de la industrialización, centró las mayores polémicas. Como para otras manifestaciones intelectuales, el debate asistió a la polarización ideológica inevitable en el contexto de la Guerra Fría. Optimistas de corte liberal y pesimistas de corte marxista, ocuparon las páginas de las publicaciones especializadas más importantes. Lo que se discutía básicamente era si la industrialización (los procesos de crecimiento y modernización económica de raíz capitalista en un sentido más amplio) había contribuido al bienestar general

de la sociedad o por el contrario habría supuesto un deterioro de las condiciones de vida para determinadas clases.

El tema fue adoptado con auténtica pasión por la historiografía contemporánea, especialmente el periodo clásico de Revolución Industrial (1750-1850.) El marco general y los indicadores sobre los que se basaron los primeros debates, fueron los clásicos de la Historia Económica de mediados del siglo XX (series de precios y salarios.) Figuras como Ahston, Hobsbawm y Hartwell mantuvieron turnos de réplica y contrarréplica en publicaciones como Economic History Review y Journal of Econocmic History (Ashton, 1949; Hobsbawm, 1957;

Hartwell, 1960; Taylor, 1960.) A la altura de 1965, Deane ya publicó un trabajo abordando el estado de la cuestión.

Desde aquellos estudios el debate fue ganando progresivamente en matices de modo que comenzó a interesar no sólo el sentido de la evolución del nivel de vida sino también la intensidad de las tendencias y los beneficios o perjuicios que otro modelo de desarrollo hubiera conllevado para la clase obrera (Tunzelmann, 1985.) También el periodo de análisis se fue ampliando más allá de la primera Revolución Industrial, prestándose atención a otras coyunturas de crecimiento o crisis del sistema capitalista como los años de la Gran Depresión. Concretamente, la crisis de los años 70 del siglo XX (y la inestimable contribución del gobierno Thatcher) favorecieron que una nueva generación de historiadores anglosajones tomara el relevo de los clásicos. Sus enfoques teóricos sobre el nivel de vida así como sus metodologías de medición recogían de algún modo la reformulación de planteamientos que se había estado operando en el ámbito de la Sociología. De ese modo, la Historia fue dirigiendo sus trabajos hacia nuevas áreas de preocupación desarrollando a la vez métodos basados en una mayor variedad de indicadores (sociales, demográficos, biomédicos, etc.)

A principios de los años 80 Lindert y Williamson introdujeron el componente de la salud y los indicadores de mortalidad en sus trabajos (Floud and Harris, 1997: 93-94.) Y de especial relevancia fue la inclusión de los aspectos distributivos ante el fracaso de la hipótesis kutnezsiana, ayudando a comprender las aparentes paradojas entre la visión pesimista que la propia población de estudio tenía de su situación y la optimista de algunos historiadores aún afanados

en el estudio de las cifras sobre consumo y producción a nivel macro (Othick, 1983.)

La última década del siglo XX asistió tal vez a la mayor experimentación en el estudio de los niveles de vida de poblaciones pasadas. En 1994 le fue concedido el premio Nobel de Economía a William Fogel, uno de los impulsores de la Nueva Teoría Económica. Fogel había planteado en sus trabajos una estrecha relación entre la economía, la demografía y la fisiología, demostrando que determinadas características físicas de la persona eran una función o resultado neto de las condiciones de existencia a lo largo de su infancia y adolescencia.

Estos resultados no pasaron desapercibidos para la Historia. Al calor del reconocimiento general de las nuevas teorías económicas y auxológicas, pronto empezaron a proliferar los trabajos basados en indicadores de tipo antropométrico, muy especialmente en la estatura. El volumen de trabajos publicados fue tal que en 1997 se celebró la Conferencia internacional sobre la relación de la altura con la riqueza y la salud en poblaciones históricas.

Esta evolución conceptual y metodológica ha complicado la adhesión, sin más, a una de las dos posiciones establecidas en un principio. Es lógico si se tiene en cuenta que el modelo que las inspiró (la industrialización británica) es tan exclusivo que, siendo sinceros, no reúne las condiciones necesarias para ser modelo. La variedad de casos es amplia y las conclusiones a las que se llega, muy matizadas en función del enfoque y los indicadores utilizados (Steckel and Floud, 1997.) Por este motivo, reducir las posiciones de los trabajos al optimismo o al pesimismo no parece adecuado. Los resultados provenientes de los viejos y los nuevos indicadores hacen que el análisis sea más complicado y las conclusiones necesariamente más matizadas. El puzzle del nivel de vida en perspectiva histórica ha de ser resuelto, por tanto, con paciencia, sin despreciar a priori ningún indicador y superando las hipótesis de causalidad simple. El propio caso británico resulta ilustrador en este sentido.

Según un consenso aparentemente alcanzado en la actualidad, los salarios reales de los obreros británicos se mantuvieron estancados e incluso disminuyeron durante la primera fase del proceso de industrialización, a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XVIII y la recuperación sólo se produciría a partir de

cierto momento durante las dos primeras décadas del siglo XIX (Floud and Harris, 1997.) La visión pesimista de la segunda mitad del siglo XVIII quedaría sin embargo matizada por los resultados sobre mortalidad. Estos indican un descenso constante de las tasas entre 1780 y 1820 a pesar de que los ingresos de la clase trabajadora apenas crecieron. Contrariamente, entre 1820 y 1840, cuando la renta de los obreros pareció mejorar, la tasa de mortalidad comenzó a aumentar de forma paralela. Algunos historiadores consideran en este caso los posibles efectos de la rápida urbanización y la masificación de los distritos obreros de las ciudades como factores que compensarían, negativamente, las mejoras de tipo salarial. Para Lindert y Williamson (1983: 13), una escalada sin precedentes del desempleo sería la explicación preferente (mejores salarios para los que trabajan pero más parados sin acceso alguno a vías de ingreso.) Complementaria y alternativa a esta visión se sitúa la ofrecida por Wrigley y Schofield (1981) que consideraban como otro factor preferente de estudio el aumento de la población dependiente entre las fechas señaladas. Esa población (niños y desempleados de ambos sexos) habría contribuido a diluir los efectos positivos de las mejoras salariales.

Más recientemente, los estudios de inspiración seniana se han ido sucediendo. Crafts (1997) intentó combinar indicadores clásicos como el ingreso o la estatura con otros como la libertad de prensa, los derechos civiles, etc., para obtener no sólo una visión más global de lo que aconteció en Gran Bretaña, sino también una perspectiva comparada a nivel internacional. El autor llegaba a la conclusión de que la incorporación de estas nuevas variables en ningún caso reforzaría la interpretación pesimista que ofrecían los estudios antropométricos para las décadas centrales del siglo XIX. Jordan (1993) a través de los resultados de su índice sintético, llegaba a la conclusión de que el progreso de la calidad de vida en Gran Bretaña durante el siglo XIX fue muy localizado tanto cronológicamente (a partir de 1860 aproximadamente) como socialmente (fueron las condiciones de vida de la infancia las que experimentaron una mejora espectacular desde la mencionada fecha hasta 1914.) Por último, Floud y Harris (1997: 117) aplicaron una versión modificada del Índice de Desarrollo Humano al Reino Unido entre 1750 y 1980 concluyendo que la interpretación pesimista carecía de una base sólida excepto para el segundo cuarto del siglo XIX, aunque

coincidían con Jordan en que los progresos más notables sólo se producirían a partir de la segunda mitad de dicha centuria.

Como puede verse, hay conclusiones para todos los gustos y en todos los trabajos se alude a lo frágil de las metodologías y al margen de error al que están sometidos los resultados por la naturaleza estadística de los datos y su discontinuidad en determinadas ocasiones. Personalmente, observo un problema fundamental intrínseco a la aplicación de los índices actuales al pasado. ¿Qué lugar ocuparía el derecho al voto o la libertad de prensa en el esquema de satisfacción de necesidades de la población de mediados del siglo XIX? ¿Cómo ponderar percepciones subjetivas y sociales de una población que no es encuestable? Coincidiendo con Dyer (1991), creo que un estudio sobre niveles de vida no puede confundirse con un estudio de grados de felicidad o libertad aunque estos estén estrechamente relacionados con aquellos en el mundo actual.