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¿Habrá habido Conquista en Filipinas? La representación de la Conquista en El Pacto de Sangre (1886) por Juan Luna (1857-1899)

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¿Habrá habido Conquista en Filipinas? La

representación de la Conquista en El Pacto de Sangre (1886) por Juan Luna (1857-1899)

Emmanuelle Sinardet

To cite this version:

Emmanuelle Sinardet. ¿Habrá habido Conquista en Filipinas? La representación de la Conquista en El Pacto de Sangre (1886) por Juan Luna (1857-1899). Manuel Alcántara Sáez; Mercedes García Montero;

Francisco Sánchez López. Memoria del 56º Congreso Internacional de Americanistas : Historia y

patrimonio cultural, Ediciones Universidad de Salamanca, p.23-34, 2018, 978-84-9012-927-2. �hal-

03178421�

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¿HABRÁ HABIDO CONQUISTA EN FILIPINAS?

LA REPRESENTACIÓN DE LA CONQUISTA EN EL PACTO DE SANGRE (1886)

POR JUAN LUNA (1857-1899)

Sinardet, Emmanuelle

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¿HABRÁ HABIDO CONQUISTA EN FILIPINAS? LA REPRESENTACIÓN DE LA CONQUISTA EN EL PACTO DE SANGRE (1886) POR JUAN LUNA (1857-1899)

JUAN LUNA (1886): EL PACTO DE SANGRE [ÓLEO SOBRE LIENZO, 223,5 X 297 CM].

MANILA,MALACAÑAN PALACE. FOTOGRAFIA POR EL MALACAÑAN PALACE: EN THE OFFICIAL ILLUSTRATED HISTORY,

HTTPS://C1.STATICFLICKR.COM/8/7365/10584364076_F091ED2569_B.JPG (PÁGINA VISITADA EL 11 DE DICIEMBRE DE 2017).

El pintor hispano-filipino Juan Luna y Novicio (1857-1899) está celebrado en Filipinas como uno de los mayores pintores nacionales, no solo por la fama que adquirió en Europa en los años 1880 y 1890, sino también porque la historia oficial lo define como a uno de los padres de la nación, junto a José Rizal, el gran héroe filipino. Juan Luna ocupa hoy un espacio privilegiado en el panteón nacional y en el imaginario colectivo, que tiende a ocultar aspectos polémicos del hombre, entre los cuales los asesinatos de su esposa y de su suegra en París en septiembre de 1892, de los que la justicia francesa lo exculpó en 1893, por considerarlos como crimes passionnels.

De hecho, antes de ese drama, Juan Luna fue con su amigo Rizal una figura emblemática del Movimiento de Propaganda, considerado hoy como una de las primeras manifestaciones de una conciencia genuinamente filipina. El roman nacional filipino, patente en los textos escolares, ve en numerosas obras de Juan Luna un discurso emancipador frente a la metrópoli española.

Interpreta así el óleo sobre lienzo Spoliarium, calificado de tesoro nacional, como la denuncia de la opresión colonial en Filipinas, por lo que Spoliarium está exhibido en la primera sala de la Galería Nacional de Arte, en el Museo Nacional de Filipinas. Por su parte, el Museo Metropolitano de Manila afirma: “Luna was the country’s first Nationally Committed painter” (Metropolitan Museum of Manila: 9), “the first nationalistic Filipino painter” (Metropolitan Museum of Manila:

14).

Cierto es que con Spoliarium, Luna ganó la prestigiosa medalla de oro de la Exposición

Nacional de Bellas Artes en Madrid en 1884, cuando recién cumplía 27 años. Cierto es también

que la obra fue celebrada por los integrantes del Movimiento de Propaganda radicados en

Madrid, durante una fiesta memorable, como el reconocimiento por la metrópoli del genio

filipino. Pero nos parece que el término “nacionalista” empleado hoy por la historia oficial y el

roman national resulta inadecuado y hasta irrelevante para calificar las posiciones del artista. Lo

ilustra el óleo sobre lienzo de 1886 El pacto de sangre, pues antes que los abusos del sistema

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colonial, subraya la grandeza de España. Lejos de pintar una versión negra de la Conquista -con la cual Luna mostraría la ilegitimidad de la presencia colonial española-, el artista describe el encuentro pacífico de dos pueblos, mediante el de Datu Sikatuna de Bohol y de Miguel López de Legazpi en 1565. Según esta versión, no habría habido Conquista en el caso filipino, sino la amistad de dos hombres en pie de igualdad, sellada por el rito autóctono del sandugo (también escrito sanduguan), el fraterno pacto de sangre que le da su título al cuadro.

I. EL PACTO DE SANGRE: CONDICIONES DE ELABORACIÓN Y

TEMÁTICA

Un año después de su gran éxito en la exposición de Bellas Artes de Madrid, Juan Luna realizó otro lienzo histórico, ya no ambientado en la Antigüedad sino en la historia hispano- filipina, El pacto de sangre. Acabado en 1886 en París donde Luna se había instalado, el cuadro remite a un hecho emblemático de la Conquista de Filipinas, el encuentro entre Datu Sikatuna y Miguel López de Legazpi en 1565 en Bohol. El pintor lo destinaba al Municipio de Manila como contrapartida de la que la institución le otorgara para estudiar Bellas Artes en Roma (Ocampo en Storer: 116). El pacto de sangre fue expuesto en París, en Barcelona y en la Exposición Universal de St. Louis en 1904, entonces la feria más grande nunca organizada, en la que Estados Unidos exhibió las realizaciones oriundas de los nuevos territorios conquistados a raíz de la guerra hispano-estadounidense, Guam, Puerto Rico y Filipinas. El pacto de sangre ganó en París y en St Louis varios premios que contribuyeron a consolidar la fama de Juan Luna como pintor y su prestigio en Filipinas. Poco después de la Exposición Universal, el cuadro fue trasladado al Palacio de Malacañán en Manila, hoy el palacio presidencial, donde, considerado como otro tesoro artístico nacional, se encuentra todavía.

Lo vemos, desde sus orígenes el lienzo viene vinculado con etapas determinantes de la formación de Filipinas como nación, por el tema desde luego, que remite a uno de los acontecimientos fundadores, pero también por los usos -cuando no la recuperación- que se hicieron de él, y que nos informan sobre las relaciones de la colonia con la metrópoli española a finales de siglo 19, sobre la política de la nueva metrópoli estadounidense en las primeras décadas del siglo 20, y sobre la búsqueda de referentes identidarios como parte del proceso de construcción nacional a partir de 1946, cuando Estados Unidos concedió la independencia a Filipinas. Por falta de tiempo, no nos es posible estudiar aquí los diferentes discursos desarrollados a partir de la obra desde el siglo 20

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; nos centraremos en el significado del cuadro en los años de su realización, como diálogo con el Movimiento de Propaganda del que nos parecer ser una expresión representativa.

El pacto de sangre evoca uno de los episodios más conocidos de la conquista de Filipinas, el sandugo del 16 de marzo de 1565. “Descubiertas” en el primer viaje alrededor del mundo por Magallanes y Elcano, las Filipinas caían dentro de la demarcación portuguesa según el Tratado de Tordesillas de 1494. Felipe II quiso consolidar la influencia española en el Pacífico mediante una ruta fiable de vuelta que le permitiera instalar bases permanentes en la región, por lo que en Nueva España, se organizó una expedición que partió de Jalisco en noviembre de 1564, con cinco naves y unos 350 hombres, rumbo a las entonces llamadas Islas de Poniente, las Filipinas.

La obra de Luna retrata a los principales protagonistas de la expedición. El comandante Miguel López de Legazpi ocupa un espacio notable en la composición. Es el único español sentado y capta parte la luz de un cuadro por lo demás bastante oscuro -sobre todo si lo comparamos con

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Por ejemplo, el cuadro puede ser interpretado como la sumisión filipina a una tutela imperialista. En 2014, una

periodista establece un paralelo entre la pareja Sikatuna/Legazpi y la pareja Obama/Aquino III, entonces presidentes de Estados

Unidos y de Filipinas respectivamente, viendo la repetición de una forma de servilismo en la firma de un acuerdo bajo el cuadro

de Luna, en el palacio presidencial: “Note that the backdrop in the picture, a kind of chilling mirror of this modern event, is Juan

Luna’s painting “Pacto de Sangre” (or Blood Compact: in that case between Sikatuna and Legazpi, in this case between Barack

Obama and Benigno Aquino III)” (Apostol).

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otras obras de Luna-. Está muy sobriamente vestido, sin lujo ninguno. Su casco encontrándose en la mesa, la cabeza desnuda revela rasgos finos, un pelo canoso y una elegante barba blanca.

Tanto por la nobleza de su semblante como por la edad, Legazpi personifica aquí un hidalgo que infunde respeto. De hecho, fue después de haber cumplido más de 60 años (se piensa que nació en 1503 en Zumárraga, en el País Vasco) cuando en 1564 Legazpi fue puesto al mando de la expedición y nombrado por el Rey “Almirante, General y Gobernador de todas las tierras que conquistase”, a propuesta de Urdaneta, a pesar de no ser marinero. Pero la influencia del Greco es muy visible en la elaboración pictórica del retrato de Legazpi, y sirve el propósito demostrativo del pintor.

La representación de la Conquista por Juan Luna se basa en las versiones dominantes, desde el poder, que prevalecían entonces en España y Filipinas. Coinciden en que Legazpi procuró evitar todo enfrentamiento inútil y optó cuando posible por la vía diplomática, ganando fama de hombre pacífico aunque la expedición conociera episodios violentos. Conforme a esta fama elogiosa, la figura de Legazpi es aristocrática: la nobleza del porte refleja la nobleza del alma sabia. Lo corrobora el mismo pacto de sangre, pues éste sella un tratado de paz cuando en un primer tiempo, el rey de Bohol se mostrara muy hostil para con los españoles -tengamos en mente la muerte de Magallanes en Mactan en 1521-. Los habitantes de las islas de Poniente padecían entonces constantes y crueles ataques de piratas portugueses. En Cebú, las tribus musulmanas locales confundieron a los españoles de la expedición con aquellos portugueses; los atacaron y mataron a un miembro de la tripulación, obligándoles a seguir rumbo a Bohol.

Después de tales hostilidades, se tiende a interpretar el desenlace del sandugo como el fruto del tacto y de la diplomacia de Legazpi, quien se esforzó por dialogar y convencer de sus buenas intenciones, habiendo prohibido por cierto a sus hombres cualquier tipo de maltrato hacia los habitantes de las islas visitadas.

El pacto de sangre insiste en tal reconciliación. Muestra a Legazpi compartiendo la mesa de Datu Sikatuna, pintado de espaldas. Los dos hombres se miran -pues se supone que Sikatuna mira a su interlocutor de la forma que éste lo mira a él- y se unen en un mismo ademán al levantar juntos su copa. Como para insistir en lo personal y hasta íntimo de la relación de confianza, Luna los aísla en la tercera parte izquierda del cuadro. A los demás protagonistas los pinta a contrario de pie, en la mitad derecha de la composición. Están separados de la pareja por una suerte de vacío oscuro en la parte superior y negro en el centro, así como por el sedoso mantel azul de la mesa y un banquillo en la parte inferior. Son solo seis los miembros de la tripulación representados, pero parecen como amontonados de forma desordenada en comparación con el sentimiento de orden tranquilo que se desprende de la pareja masculina. Los rostros miran en direcciones diferentes, a la derecha, a la izquierda, incluso al espectador. Si bien unos parecen observar a Legazpi y/o Sikatuna, otros están como distraídos. La composición del cuadro forma en realidad dos grandes partes que distinguen a dos grupos: por un lado, a la pareja que forma una suerte de círculo íntimo en las dos terceras partes inferiores y en la mitad izquierda del cuadro, y por otro lado, a los que llamaré “del montón”, a los seis españoles de pie que dibujan líneas verticales. Esta verticalidad la acentúan las alabardas, la bandera y las líneas dibujadas por las tablas de la pared del fondo derecho. La verticalidad de la parte derecha contrasta netamente con el círculo que conforman Sikatuna y Legazpi, contribuyendo a hacer de ellos el centro de gravedad de la composición.

II. COMPOSICIÓN DEL CUADRO Y REPRESENTACIÓN DE LA

CONQUISTA

Entre los hombres de pie, reconocemos a Andrés de Urdaneta, el piloto de la expedición.

A pesar de tener un papel determinante en la organización y en el éxito de la expedición, el padre

Urdaneta está pintado como un protagonista de segundo orden, tragado casi por la oscuridad. En

realidad, Juan Luna no procura distinguir a los actores de la Conquista de Filipinas, sino narrarla

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como el encuentro de dos figuras principales que encarnan dos mundos y dos culturas, la del español con el hidalgo Legazpi y la del filipino con el señorial Sikatuna. Cabe notar la gran sobriedad del decorado, resumido a unos pocos muebles (la mesa, el banquillo) y a elementos difíciles de definir a ciencia cierta (¿un candelero? ¿una taza metálica?). Por lo que la atención del espectador se centra en los protagonistas únicamente. Tal sobriedad también subraya la solemnidad del acto y la trascendencia histórica del encuentro al que Luna nos invita a asistir.

Al respecto, notemos el contraste entre la gran sencillez del retrato de Legazpi y los numerosos detalles con que Luna pinta a Sikatuna. Estos remiten a los atributos del rey autóctono en el imaginario colectivo hispano-filipino. Sikatuna lleva el salacot, el sombrero típico asociado hasta hoy con la identidad filipina. Se trata además del salacot de los guerreros, de metal reluciente. Lo adorna una telita roja que se hace eco, desde la izquierda, de la bandera roja de los españoles, en la derecha, recordando que la relación entre España y Filipinas nace del diálogo y del respeto mutuo. Sikatuna también lleva una lujosa daga con empuñadura de oro y una elaborada armadura adornada con el tradicional cuerno de carabao, símbolos de poder y de fuerza. El carabao es el potente búfalo de agua nativo del sureste asiático y otro emblema filipino desde el periodo colonial. Aguinaldo, el presidente de la efímera Primera República Filipina (o República de Malolos, 1899-1901) lo considerará como un símbolo nacional -todavía lo es en la actualidad-. El cuerpo robusto de Sikatuna es vigoroso; lo señala la forma como ocupa el espacio frente a Legazpi. Firmemente apoyado en la mesa, el brazo musculoso luce los tatuajes de los nobles guerreros. Mediante la figura arquetípica de Sikatuna, Juan Luna pinta al filipino como enérgico, valiente, orgulloso y viril. La fuerza y la potencia que se desprenden de él infunden el mismo respeto que Legazpi como noble anciano ponderado y prudente. Desde luego, tal retrato de Sikatuna sugiere al espectador la presencia de una civilización brillante en Bohol, sobrentendiendo la grandeza del pasado prehispánico en el archipiélago. No hay aquí civilizados y salvajes, vencedores y vencidos, sino dos personalidades diferentes pero igualmente civilizadas que sellan un tratado en pie de igualdad.

Es más, al aceptar someterse a la sacralidad del rito del sandugo, España mediante la figura de Legazpi sella un pacto de amistad que la une para siempre con Filipinas. El sandugo consistía en practicar una pequeña incisión en el pecho para recolectar gotas de sangre que se mezclaban con agua y con un poco de alcohol o vino. Se vaciaba de un trago ese líquido servido en copas de igual cantidad. De aquel rito bastante dilatado, Luna pinta el momento más solemne e intenso, cuando los dos protagonistas se hacen frente y levantan su copa, mirándose a los ojos antes de beberla. El espectador observa cómo el español, quien por ello está de frente y en la luz, reconoce en Sikatuna-Filipinas a un aliado y amigo. Cabe señalar que a la inversa, el sandugo también es la prueba del carácter benevolente, apacible y afable del filipino. Sikatuna no es un salvaje feroz y brutal, sino un rey juicioso y mesurado, sensible a los argumentos de Legazpi.

Desmiente los prejuicios que entonces circulaban en Europa sobre los filipinos (Camacho: 43- 74), de los que Juan Luna fue víctima como evocó en dos cartas a su amigo Rizal -del 12 de octubre de 1890 (Rizal 2016: 226) y del 21 de diciembre de 1890 (Rizal 2016: 595)-.

Según esta representación, la Conquista de Filipinas en definitiva no fue conquista sino encuentro armonioso entre dos hombres y dos pueblos. El cuadro de Luna asume un discurso que borra las asperidades históricas; privilegia una versión rosa que muestra la cara amable de los españoles, por cierto antítesis exacta de la Leyenda Negra de la Conquista de las Indias. El sandugo tal y como lo pinta Juan Luna debe convencer de que en Filipinas, no ha habido codicia, rapiña, destrucción de culturas ni esclavización. Ahora bien, la Conquista de Filipinas no fue menos violenta que la de las Indias (Bertrand). En Filipinas también, fueron recurrentes los abusos cometidos, como lo denuncia una carta del fraile Juan de Alva, fechada del 28 de julio de 1570, al virrey de Nueva España:

Todo su exerçiçio á sido rrovar para comer, pues el governador no les da nada para se mantener

de los trivutos que se cojen, y no solo an dado en rrovar pueblos, an quemado cantidad dellos, así

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destas tres provincias, como de todas las comarcanas a ellas, y lo que es más mal, pareçe an hecho cantidad de esclavos, siendo libres, quitando la hija de su madre y el hijo de su padre… (citado por Hernández Hortigüela)

La repetición de tales denuncias hizo que Felipe II procurara erradicar la esclavitud en Filipinas mediante la Cédula Real del 7 de noviembre de 1574 (Hernández Hortigüela).

La representación idealizada de la Conquista a través del sandugo no deja de sorprender cuando, como dicho, sabemos que Juan Luna sería un nacionalista según el roman national filipino.

¿No debería su obra desarrollar un discurso crítico sobre la Conquista? Pensamos en los padres de las jóvenes repúblicas americanas que, como Simón Bolívar, justificaron la lucha contra la Corona y legitimaron la emancipación política recurriendo a un discurso histórico que asumiera la Leyenda Negra de la Conquista. Este discurso culpó a los españoles de todos los males de América desde su llegada y los presentó como a “colonizadores”, convirtiendo a los criollos en

“colonizados” y víctimas. La rebelión contra la Corona por tanto aparecía como una justa liberación de naciones oprimidas.

III. LA EXPRESIÓN PICTÓRICA DE LAS POSICIONES DEL MOVIMIENTO DE PROPAGANDA

En realidad, El pacto de sangre es la expresión pictórica del discurso del Movimiento de Propaganda, el cual nunca defendió posiciones independentistas. De hecho, y por más que intentemos, nos resulta difícil ver nacionalismo en las obras de Juan Luna sin tener que forzar la interpretación. Al contrario, sus cuadros reflejan posiciones asimilacionistas, como lo muestran no solo El pacto de sangre en 1886, sino también las diferentes versiones de España y Filipinas entre 1884 y 1892 (Sinardet 2016). En la historiografía filipina, existe un nutrido debate entre asimilacionismo versus separatismo tratándose del Movimiento de Propaganda y de José Rizal sobre todo. Nos parece más apropiado y pertinente hablar de protonacionalismo, no desde la perspectiva etimológica por ser ésta ambigua -pues con el prefijo “proto”, podría significar

“primer nacionalismo” cuando a nuestro parecer no se trata de nacionalismo-, sino desde la perspectiva histórica definida por Eric Hobsbawm. Hobsbawm distingue el sentimiento de pertenecer a una nación de los demás sentimientos de conciencia colectiva. Para él, si bien pertenecer a una comunidad implica, como el nacionalismo, una identificación con el grupo y un discurso identidario compartido, tal sentimiento no proyecta necesariamente una unidad territorial, menos todavía una organización política propia (Hobsbawm: cap. 2). En otras palabras, debemos entender “protonacionalismo” como la emergencia “antes del nacionalismo”

de una conciencia identidaria colectiva y en nuestro caso, como la manifestación de una philippineness, como la búsqueda de referentes para expresar una identidad filipina en ciernes.

Los integrantes del Movimiento de Propaganda son ilustrados -como los llama la

historiografía filipina-, nacidos en familias aristocráticas y en la élite mestiza vinculada con la

modernización y el boom comercial, a raíz de la revolución liberal de 1868 en la metrópoli y de la

apertura del Canal de Suez en 1869. Los ilustrados se educan en castellano en los prestigiosos

institutos de enseñanza de Manila, estudian en España y viajan por Europa. A pesar de sus

orígenes mucho más humildes, Juan Luna formó parte de aquella joven élite, por sus estudios en

la Academia de Bellas Artes de Manila donde recibió la enseñanza del artista español Agustín

Sáez, y en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid en 1877, gracias a una

beca que le permitió además acompañar a su profesor y mentor Alejo Vera a Italia, donde pasó

varios años. A finales de 1884, Juan Luna abrió un estudio en París, no sin mantener lazos

estrechos con los círculos artísticos madrileños, por recibir de España la mayor parte de sus

encargos. Su estilo evolucionó en París; progresivamente dio las espaldas al academicismo

neoclásico todavía de moda en los salones españoles y adoptó un realismo con toques

impresionistas.

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Tanto en España como en Francia, Luna no dejó de alternar con otros ilustrados hispano- filipinos. En Madrid, Esteban Villanueva, Manuel Zaragoza, Melecio Figueroa, José Rizal, Graciano López Jaena, Mariano Ponce, entre otros, conformaron, después del efímero Círculo Hispano-filipino, un grupo informal conocido como el Movimiento de Propaganda, al que se unieron liberales refugiados en España después de la represión contra el motín de Cavite en 1872 (Roces 1998: 62-83). Si bien el propósito principalmente es cultural, también defienden posiciones netamente liberales. Pues la Ley de Imprenta de 1883 les concede en la metrópoli una libertad de expresión todavía censurada en Filipinas. También les permite ganar visibilidad cuando se dotan de un periódico, La Solidaridad, Quincenario Democrático, publicado entre 1889 y 1895 en Barcelona.

El Movimiento procura mostrar a los españoles los múltiples aportes filipinos a la Corona y al país, promoviendo una propaganda que le da al grupo su nombre. Luchando contra los persistentes prejuicios racistas que tachan a los filipinos de incultos y vagos, recuerda su común pertenencia a una civilización del progreso, promesa de prosperidad para todos. Graciano López Jaena, en su discurso de 1884 en honor a Juan Luna por la medalla de oro concedida a Spoliarium, ve en ésta la prueba de que el genio también es filipino; insiste en que los hispano-filipinos sí forman parte del concierto de las naciones modernas y civilizadas (López Jaena 1884). Subraya que los conquistadores no llegaron a tierras salvajes en 1565, sino que descubrieron civilizaciones con alto nivel de desarrollo por sus milenarias relaciones con otras prestigiosas civilizaciones asiáticas, las de la India, de Japón o de China (López Jaena 1884). Son precisamente tales argumentos los que Juan Luna expresa pictóricamente en El pacto de sangre, mediante la figura de Sikatuna, cargada de valores positivos y prueba de la grandeza del pasado prehispánico. De hecho, José Rizal y Trinidad Pardo de Tavera, amigos de Luna y propagandistas influyentes, participaron en la realización de El pacto de sangre. No solo posaron para Juan Luna, respectivamente como Sikatuna y como Legazpi, sino que propiciaron al pintor datos históricos sobre la Conquista de Filipinas y el periodo prehispánico, tema frecuentemente debatido (Ocampo 2013). Lejos de ser una obra aislada, El pacto de sangre se inscribe en la reflexión del Movimiento de Propaganda.

Si los propagandistas se esfuerzan por ganarse la simpatía de la opinión pública española, también es para obtener el apoyo político necesario a las reformas que reclaman para Filipinas.

Denuncian el nepotismo y la corrupción de la administración colonial, las injusticias y los abusos cometidos por instituciones inadaptadas e incompetentes; critican la influencia oscurantista de las órdenes religiosas, enemigas de la razón y del progreso; apuntan a la falta de libertades básicas que viola la dignidad humana. Tales males fueron descritos por José Rizal en sus dos novelas, Noli me tangere en 1886 y El filibusterismo en 1891. Sin embargo, El Movimiento de Propaganda no reivindica una separación, sino una modernización política, económica y cultural de corte liberal.

Escuelas públicas y secularizadas, limitación de la intervención de las órdenes, fin de los monopolios comerciales de la Corona, libertad de opinión, de expresión y de asociación, tales son sus principales aspiraciones. Lejos de ser independentista o revolucionario, solicita la supresión del estatuto colonial y la igualdad legal para Filipinas, defendiendo el principio de una representación en las Cortes. Filipinas debe convertirse en una provincia más, sin distinción de estatuto entre los españoles de la metrópoli y los del archipiélago. Esta ansiada igualdad, este reconocimiento son precisamente los temas de El pacto de sangre.

Antes que denunciar a la metrópoli, los propagandistas celebran la generosidad de una

“Madre España solícita y atenta al bien de sus provincias” (Rizal 1884) para retomar las palabras

del mismo Rizal en su brindis a aquella memorable medalla de 1884. No reclaman la

emancipación de España, sino el fin de un sistema arcaico y patriarcal. Su blanco no es la Corona,

sino el poder colonial local que traiciona el espíritu benévolo de Madre España. Si consideramos

El pacto de sangre desde la perspectiva propagandista, entendemos por qué el cuadro pone de realce

lo español en detrimento de lo filipino. Rajah Sikatuna es el único autóctono frente a siete

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españoles; está retratado de espaldas y como relegado en el extremo izquierdo de la composición, a pesar de su lujoso atavío. Es que el propósito del cuadro es recordar el protagonismo español en el rito indígena del sandugo, un rito de paz pero sobre todo de amistad que a España le obliga.

Filipinas nunca ha faltado a su compromiso, siempre ha sido un fiel súbdito de la Corona; en cambio, España no asume las responsabilidades y los deberes que le incumben por el sandugo: que cumpla con la palabra dada en 1565 y lleve a cabo las reformas que restauren la dignidad y la prosperidad en el archipiélago, tal es el discurso propagandista de El pacto de sangre.

IV. CONCLUSIÓN

Por cierto, llama la atención la asimetría entre lo filipino y lo español en El pacto de sangre.

Sin excluir la trascendencia propagandista del cuadro, podemos interpretarla como el deseo del artista de agradar a su público español, pues Juan Luna no tenía fortuna y dependía de los encargos para vivir. También actuó “desde su perspectiva de clase” (García Castellón: 156) según Manuel García Castellón acerca de los propagandistas. Luna se educó en instituciones españolas;

se construyó como artista y como individuo a través de los valores de una hispanidad cuyos habitus ha adoptado. El pacto de sangre es un buen ejemplo de aquel mimetismo por el que la identidad filipina se expresa como “casi lo mismo, pero no exactamente” (Bhabha: 112). El retrato de espaldas de Sikatuna, aislado en un extremo del cuadro, da fe de la “representación de una diferencia que es en sí misma un proceso de renegación (disavowal)” (Bhabha: 112). Es que Juan Luna aspiró al reconocimiento de la metrópoli y de sus élites con las que se identificó. Tales ambigüedades en la afirmación de una philippineness, tal ambivalencia para usar el término de Homi Bhabha (Bhabha: 112), son por lo demás visibles en la disimetría flagrante entre las alegorías española y filipina en la versión de 1888 de España y Filipinas: ésta parece asumir un colonialismo patriarcal -matriarcal presentemente- (Sinardet 2017) que le irritó al propio Rizal, quien reprochó a Luna ser un “hispanófilo” empedernido (citado por Arrizón: 146). En realidad, Juan Luna nunca dejó de ser un reformador moderado, aunque el poder colonial lo sospechara de rebelión y lo encarcelara en Manila en 1896

2

. Incluso José Rizal, más crítico y virulento que Luna, fusilado por sedición en 1896, no defendió la independencia

3

(Goujat 2001: 87-89). El roman national filipino ve en Juan Luna un actor clave de la primera -y efímera- independencia, pero fue tardíamente cuando el pintor se comprometió con la joven república, a partir de agosto de 1898, estallida la guerra hispano-estadounidense y proclamada ya la independencia -el 12 de junio de 1898-

4

.

Por lo tanto, resulta poco pertinente calificar de nacionalistas las posiciones de Luna. Eso sí, el éxito europeo de sus obras le valió al artista, durante su vida (Sinardet 20 de mayo de 2016), ser considerado una gloria filipina con Rizal -como menciona en enero de 1890 una carta de Guillermo Puatú en Madrid (Rizal 2016: 481)-. Después de su muerte, la gloria de Luna siguió creciendo hasta hacer de él la figura tutelar de las artes filipinas y, con la independencia, de la misma nación (Ocampo 2008). De hecho, la representación de la Conquista tal y como la concibió Luna en 1886 definió pautas identidarias que siguen vigentes hoy en el imaginario colectivo. No es casualidad si en Bohol, para conmemorar la llegada de los españoles, el escultor Napoleon Abueva (1930-2018) se inspiró de la composición de Luna para su monumental bronce. El monumento, una de las atracciones de la isla, se apropia de El pacto de sangre, hace suya

2

Invocando su lealtad a España, Juan Luna fue oficialmente indultado en mayo de 1897 y viajó a Madrid en julio.

3

A la inversa de los revolucionarios de Katipunan, el movimiento secesionista fundado en Manila en 1892.

4

En agosto de 1898, Juan Luna aceptó ser el representante diplomático del gobierno de Aguinaldo en París, viajando

para abogar por el reconocimiento de la joven república. En vano y poco tiempo, pues Juan Luna murió en Hong Kong el 7 de

diciembre de 1899 sin que se hubiera reconocido la República Filipina. Después de la firma del Tratado de París por el que

España cedió Filipinas a Estados Unidos a cambio de 20 millones de dólares, el 10 de diciembre de 1898, la guerra filipino-

estadounidense (1899-1902) y la consolidación de la tutela americana acabaron con la experiencia independentista.

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su versión de la Conquista y sigue representando, entrado ya el siglo 21, un fraterno encuentro antes que un conflictivo encontrón.

V. BIBLIOGRAFÍA

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