En consonancia con los aspectos centrales del enfoque relativista de la cualificación presentado al comienzo de este capítulo, Maruani (1991 y 1993) y otros investigadores (Wood, 1987; Kaplan, 1987; Gómez Bueno, 1999) conciben que la cualificación no constituye solamente una definición que tiene en cuenta la parámetros técnicos del trabajo. Coinciden en concebirla como una definición que se construye a partir de aspectos y operaciones técnicas y la estimación de su valor social.
En virtud de lo anterior, la cualificación se entiende como producto de conflictos o negociaciones que se desarrollan en el marco de relaciones sociales y de fuerza, y es por lo tanto resultado de una construcción social. Esta concepción supone que la cualificación se conciba como una construcción social donde las diferencias de género son centrales en su definición (Maruani, 1991 y 1993). Con relación a esto Jenson (1989) y Belt et al. (2002) plantean que el proceso por el cual tanto los trabajos en sí en relación con, como las apreciaciones sobre estos tienen un sesgo de género (are gendered), se debe a que existen relaciones sociales de jerarquía que reproducen relaciones desiguales en relación con el género. Dichas jerarquizaciones se traducen en que el trabajo típicamente femenino asociado a la esfera privada sea categorizado como no cualificado, debido, fundamentalmente a que es considerado como aspecto «natural» o propio de las mujeres. Esto refleja el supuesto
asociado al «talento» de las mujeres antes que concebir que estas saben hacer las cosas a partir de un proceso de adquisición de dichas habilidades (Wood, 1987). En este sentido, muchas investigaciones se han preguntado si los trabajos son femeninos porque son realmente descualificados o si son concebidos como descualificados porque son trabajos feminizados.
Con relación a esto, Maruani (1991 y 1993) plantea que el género no es una dimensión residual, sino un aspecto clave en la construcción social de las cualificaciones. La cualificación es concebida como una construcción social permeada por el sesgo de género, donde la distinción masculino/femenino es un eje central en torno al cual esta se constituye. Así, los trabajos feminizados o típicamente femeninos son concebidos y categorizados como menos cualificados que aquellos masculinizados o típicamente masculinos, y las competencias asociadas a estos últimos son mejor valoradas que las cualidades y competencias femeninas.
De trasfondo, los planteos feministas de diversos investigadores (Maruani, 1991 y 1993;
Wood, 1987; Hirata y Kergoat, 1995) coinciden en que la construcción de las jerarquías en torno a la cualificación no solo reflejan el sistema de producción, sino que expresan, al mismo tiempo, el sistema de dominación masculino, basado en la tradicional e histórica división sexual del trabajo. Dicho sistema es lo que sostiene que aún en la actualidad la identidad profesional se encuentre inextricablemente ligada a la masculinidad. De acuerdo con Hirata y Kergoat (1995), a pesar de las diferencias, en todas partes y en todos los tiempos existe una distinción entre la valoración del trabajo masculino y el femenino: la producción vale más que la reproducción, la producción masculina vale más que la femenina. Las diferencias en el valor del trabajo, el valor en el sentido antropológico y ético y no económico, induce, según las autoras, a la construcción de una jerarquía social en la cual pesa más el trabajo de los hombres que el de las mujeres.
Wood (1987), Kaplan (1987) y Jenson (1989) agregan la cuestión de que la categorización de que ciertos trabajos feminizados como no cualificados suele estar en contradicción con sus requerimientos técnicos, comparables a los exigidos en ciertos trabajos masculinos concebidos como cualificados. El supuesto central es que la cualificación y las capacidades se construyen histórica y culturalmente, antes que biológica o tecnológicamente y que dicha construcción social es parte del proceso por el cual las relaciones desiguales son reproducidas. Este argumento choca con el corazón del sentido aproblemático de ciertas conceptualizaciones en torno a la cualificación como las sustancialista analizadas en la primera parte de este capítulo.
Wood (1987) sostiene que la falta de reconocimiento de las capacidades femeninas está ligada a que forman parte de lo que denomina «conocimiento tácito», es decir, aquellos saberes que son aprendidos mediante la experiencia individual, y que normalmente son específicos a la situación de trabajo y difícilmente articulables y medibles en un lenguaje
explícito y formalizado. Es aquel conocimiento que no es aprendido mediante los esquemas de aprendizaje formal o las pasantías en el trabajo, mediante los procesos de socialización y las múltiples experiencias de vida. Si bien la forma en que las mujeres realizan el trabajo típicamente femenino implica la utilización del «conocimiento tácito», no reconocido como cualificado, este implica sin embargo la utilización de complejas capacidades y habilidades.
En cuanto a su contenido, las asocia a la capacidad para lidiar con situaciones interpersonales, para las cuales las tareas rutinarias existentes no son adecuadas, así como en relación con la capacidad para interpretar e actuar para potenciar la naturaleza colectiva del proceso de trabajo donde se destacan aptitudes como la congenialidad, la capacidad para mediar, respetar los tiempos y obedecer.
Para Kaplan (1987) las actividades que son más difíciles de conceptualizar y reconocer ligadas a «lo femenino» involucran el cariño y el cuidado en torno a la construcción y al mantenimiento de las relaciones interpersonales. Dichas actividades y las capacidades requeridas para llevarla a cabo forman parte de lo que Hochschild denominaba varias décadas atrás «trabajo emocional», analizado en la sección 1.2. El trabajo emocional implica aspectos tales como atender cuidadosamente a las situaciones que afectan a los otros, a través de la asunción del rol del otro y sentir lo que los otros sienten, así como tener en cuenta los aspectos del pasado y planificar el futuro para lograr un juicio razonable al evaluar el comportamiento de todos los implicados en una interacción y crear un ambiente confortable mediante, el cariño, la simpatía, la preocupación afectiva por el otro. Según Kaplan, el trabajo emocional es un ejemplo de cómo las expectativas de género y el ámbito privado están interconectados con la descripción de un trabajo, por lo cual el trabajo de las mujeres en nuestra sociedad está fuertemente ligado a las tareas domésticas o familiares. La idea de que el trabajo emocional es un rasgo o aspecto natural de las mujeres, contribuye a concebirlo como un trabajo poco cualificado o a justificar que esta parte de su trabajo no debe ser recompensada.
Diversos autores (Rigby y Sanchis, 2006; Kergoat, 1994; Daune-‐Richard, 1995 y Cancian y Oliker, 2000) comparten el argumento sostenido por Woods, al concebir que muchos empleos femeninos están infravalorados, porque requieren una alta proporción de capacidades tácitas que fueron adquiridas durante la socialización familiar sesgada en función del género y que son menos susceptibles de medición, como es el caso de las capacidades interpersonales de atención a otros. En este punto, Kergoat afirma que:
la cualificación de las mujeres, al no adquirirse por canales institucionales reconocidos puede ser negada por los empleadores, cabe señalar de paso que la cualificación masculina también depende de las relaciones capital/trabajo y que la patronal siempre intenta negarla, pero lo específico en el caso de las mujeres es que el no reconocimiento de las cualificaciones que se les exigen (destreza,
minuciosidad, rapidez, etc.) aparece socialmente legitimado, puesto que estas cualidades se consideran innatas y no adquiridas, hechos naturales y no culturales (1994: 522).
Daune-‐Richard (1995) plantea que el enfoque relativista de la cualificación, en la medida en que remite a la estimación del valor social de los trabajos realizados, parece más adecuado a la hora de tener en cuenta la intervención de las representaciones sociales de lo masculino y lo femenino en el proceso de valoración de la cualificación. Así, la construcción social del trabajo cualificado se apoya, fundamentalmente, en procesos de diferenciación entre ciertos tipos de tareas y entre los y las trabajadores/as que las realizan. Estos procesos de diferenciación son los que crean las identidades profesionales, que, a la vez, son identidades sexuadas (Jenson, 1989). No solo las ocupaciones tienen sexo, sino que el sexo de la persona que ocupa un determinado tipo de puesto de trabajo marca de manera duradera el de la representación del empleo.
En línea con lo sostenido por Daune-‐Richard (1995), Díaz et al. (2007), Maruani (1993) y Gómez Bueno (1999), argumentan que el género es una de las variables que mayor incidencia tienen en la construcción social de las cualificaciones profesionales. Si bien, tradicionalmente fueron concebidos como de baja cualificación en términos de sus aspectos técnicos y conocimientos requeridos, los trabajos y ocupaciones en sector de servicios y, en particular, los orientados a los cuidados de personas en situación de dependencia constituyen una forma de trabajo cualificado, en tanto requieren que quienes están ocupados en ellos desarrollen diversas capacidades, entre las cuales el trabajo emocional necesario para atender y lidiar con usuarios y clientes de servicios es fundamental (Bolton, 2004; Korczynski, 2005; Thomson et al., 2001, Payne, 2009).
Por otro lado, Díaz et al. (2007) afirman que entre las constataciones empíricas de la construcción social sexuada está el fenómeno relativo a que el crecimiento de la actividad femenina no ha supuesto que el trabajo productivo sea mixto, en tanto hombres y mujeres se ocupan en sectores de actividad diferenciados, persistiendo la segregación laboral (tanto vertical como horizontal). Dicha segregación continúa siendo uno de los factores que dominan la estructura de la ocupación y de las cualificaciones y es constatada en diferentes estudios (Torns, 1997 y Bonet et al., 2005). Es decir, hombres y mujeres se concentran en diferentes ocupaciones, polarizadas, en las cuales acostumbra a existir una sobrerrepresentación de un sexo y una subrepresentación de otro. Asimismo, se considera que la situación de la ocupación contribuye a reproducir la valoración desigual del trabajo y a construir una jerarquía de las cualificaciones. Por último, la cualificación se sitúa en el centro de las desigualdades profesionales entre hombres y mujeres de la cual se derivan las diferencias salariales, la promoción profesional y las condiciones de trabajo.
Cabe señalar que la industria o sector de servicios, entre los que debe incluirse a los servicios de cuidados y los empleos ligados a este están centrados en lo relacional, aspecto excluidos de la representación de la tecnicidad, asociada al poder y control sobre la naturaleza ligada al mundo de lo masculino, en los que se basa el sistema vigente de reconocimiento y valoración social de la cualificación. En contraposición, en función del contenido técnico y se consideran inscriptos en un universo laboral en el que se requieren unas cualidades inherentes a la naturaleza femenina. En consecuencia, este tipo de representación tiende a invisibilizar la cualificación y las capacidades o competencias laborales requeridas en los servicios personales. En términos generales, los empleos industriales aparecen contrapuestos a los empleos de servicios (caso típico, el de las enfermeras), por el hecho de que estos últimos ponen en juego, junto a unas competencias técnicas, competencias personales difíciles de medir. Así, mientras que el dominio de una técnica y, por tanto, la eficacia del operador se puede evaluar a partir de las cantidades producidas y de la presencia/ausencia de defectos en el producto, en la calidad del servicio prestado intervienen capacidades (competencias) interpersonales, de comunicación, de mediación, que son difíciles de evaluar, dado que se adquieren a través de la experiencia y la socialización como resultado de una formación estructurada según géneros. En esta línea, Daune-‐Richard (1995), sostiene que las representaciones que construyen lo femenino y lo técnico como antitéticos, naturalizan las competencias relacionales, lo cual se traduce en un acceso muy distinto de los hombres y de las mujeres al mercado de trabajo y, en particular, al trabajo cualificado.
Con relación a las aproximaciones e investigaciones en torno a las características específicas ligadas a las capacidades o competencias en torno a los cuidados, Korczynski (2005) argumenta que las competencias sociales no son realmente valoradas como competencias laborales, sino como meros atributos vinculados a la personalidad femenina.
Sin embargo, sostiene que el trabajo emocional requerido en los trabajos remunerados de cuidados es una forma de trabajo cualificado que involucra el uso reflexivo de complejas competencias sociales. En esta línea, Bolton (2004) argumenta que el trabajo emocional es un trabajo cualificado, tomando en cuenta la variedad y discreción necesarias para ejecutar las tareas asociadas al trabajo las cuales dan cuenta de su complejidad. Más específicamente, Davies (1995) señala que el trabajo de cuidados en tanto actividad laboral requiere de una actitud activa, propositiva e instrumental de atención hacia una tercera persona. Esta definición se acerca más a lo que Waerness (1984) define como la «racionalidad del cuidado»
que, en lugar de presentar a la capacidad de cuidado como una cualidad de la persona o una propiedad natural asociada a la mayoría de las mujeres, resalta las capacidades (skills) que están involucradas en su ejercicio.
Por último, Cameron y Moss (2007) sostienen que existe un conjunto de capacidades y competencias comúnmente requeridas por los/as trabajadores/as ocupados en este sector entre las que destacan las siguientes: capacidades comunicativas, criterio para juzgar contextualizado, capacidades analíticas y reflexivas, entendimiento y valoración del proceso de aprendizaje a lo largo de la vida, competencias personales y experiencia (paciencia, empatía, etc., capacidad para separar lo profesional de lo personal, etc.), conocimiento profesional o experto (psicología, técnicas de movilización, etc.), trabajar con la teoría y la práctica y competencias para el trabajo en equipo y con otros/as profesionales.
En síntesis, la perspectiva adoptada en esta investigación entiende que esta no solo es una cualidad o aspecto técnico asociado al puesto de trabajo, sino que su definición está mediada por creencias y representaciones sociales construidas en el marco de relaciones sociales y de poder que entran en conflicto a la hora disputar el valor, entre las cuales se destacan las relaciones de género y la desigual estimación del trabajo típicamente masculino y femenino. Asimismo, más allá de concebir que la definición de la cualificación es construida socialmente, no deja de tener en cuenta e incorporar en su análisis los aspectos ligados a los requerimientos técnicos y objetivos asociados al puesto de trabajo, tal como planteaba la perspectiva sustancialista. A su vez, adopta la mirada que aborda a las competencias laborales como aquellas habilidades, conocimientos y capacidades puestas en práctica por los/as trabajadores/as en las situaciones reales de trabajo, razón por la cual se considera que para cada tipo de trabajo cierto conjunto de competencias son más necesarias que otras.
El análisis de la cualificación o el nivel de cualificación aquí adoptado, procura examinar e integrar la complejidad asociada a las características del trabajo efectivamente realizado, las cuales determinan los grados de responsabilidad, experticia y autonomía requeridos para el desempeño laboral en el puesto de trabajo. Asimismo, dado que se entiende que la definición de la cualificación asociada a un determinado tipo de trabajo no solo depende de los requerimientos técnicos asociados a él, es posible que existan desajustes o disonancias entre ellos y la valoración social al puesto de trabajo.