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LA CIENCIA IMPRESA

Dans le document EL MALESTAR DE LA CULTURA CIENTÍFICA (Page 38-78)

«[Debemos] distanciarnos de la aparente estabilidad de nuestra cultura impresa, con sus ediciones uniformes, su capacidad de reproducción masiva y su fijación tipográfica [...] “¿Producen los libros las revolucio-nes científicas?” [...] En sí mismos, no, pero en la manera como son fa-bricados, usados y leídos, seguramente sí» (Adrian Johns, 1998) 1.

En su famoso libro El queso y los gusanos (1979), el historiador Carlo Ginzburg reconstruyó hace unas décadas la vida de Dome-nico Scandella, conocido como Menocchio, un molinero de la re-gión de Friuli, en el norte de Italia, que tenía unos intereses intelec-tuales poco comunes entre los de su condición a finales del siglo xvi. Menocchio tuvo acceso a libros importantes como el Decamerón, la Biblia en lengua vulgar o Il Fioretto della Bibbia (una traducción de crónicas medievales catalanas) 2. Elaboró su propia cosmología, un relato heterodoxo en el que el papel de Dios en la creación era puesto en entredicho, para incomodidad de la autoridad eclesiástica en plena Contrarreforma. Según su testimonio ante la Inquisición, en un principio reinaba el caos; los cuatro elementos aristotélicos (tie-rra, agua, aire y fuego) estaban mezclados uniformemente; entonces, como el queso surge de la leche, de la masa original del cosmos sur-gieron gusanos, encarnados en los ángeles y el propio Dios. Se trataba de una cosmovisión heterodoxa, provocativa, con tintes materialis-tas, que parecía no encajar ni con la vieja filosofía natural aristotélica adaptada al cristianismo a lo largo de la Edad Media, ni con la nueva ciencia que nacía en aquella época.

Ante nombres como el de Nicolás Copérnico (1473-1543), padre de la teoría heliocéntrica; Andreas Vesalio (1514-1564), el famoso mé-dico de las disecciones anatómicas, o humanistas como Erasmo de Rotterdam (1466-1536) o Tomás Moro (1478-1535), Menocchio es un protagonista inesperado. Su historia evidencia, sin embargo, la

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tencia de distintas cosmovisiones, a veces enfrentadas en un mismo período histórico, la fragilidad de los mecanismos de autoridad, así como la difícil delimitación entre el saber ortodoxo y el heterodoxo.

Nos interroga sobre la distancia cultural que separaba en el siglo xvi a un humilde molinero, de los grupos intelectuales más refinados, pero también sobre los lugares comunes que podían compartir.

Podemos pensar que el caso de Menocchio es sólo una excep-ción, una anécdota curiosa, una pequeña trampa de la microhistoria, que no puede extrapolarse. No obstante, ante las numerosas eviden-cias de un saber «profano» en el siglo xvi, quizás deberíamos replan-tear algunas de nuestras ideas preconcebidas sobre el supuesto aisla-miento, autonomía y superioridad indiscutible de filósofos naturales y humanistas del Renacimiento, cuya autoridad se remonta incluso a los profesores universitarios medievales 3. De hecho, estudios recien-tes sobre la Inquisición española demuestran que ésta se preocupó más de controlar y reprimir a potenciales lectores poco instruidos, que no a las élites intelectuales, con las que, de una forma u otra, te-nía determinadas alianzas y pactos, una vez superado un primer mo-mento de tensiones con algunos humanistas. Los lectores urbanos de cultura media o baja, los lectores libres, las mujeres, los jóvenes no universitarios fueron sometidos a un mayor control 4. De ahí que el caso de Menocchio, aparentemente excepcional, nos obligue a re-visar los mecanismos de circulación del conocimiento, y del conoci-miento científico en particular, en la era de la sustitución de la antigua cultura manuscrita por la nueva cultura impresa.

Tendemos a pensar que el texto impreso, asociado al descubri-miento y desarrollo de la imprenta, ha sido el principal vehículo de fijación y posterior difusión del conocimiento científico desde el si-glo xv hasta finales del siglo xx. Influidos por la obra de Thomas S.

Kuhn (1922-1996), asociamos generalmente los grandes paradigmas de la ciencia a determinados textos emblemáticos: la edición en forma de libro del Almagesto de Claudio Ptolomeo (c.100-c.170) y la compi-lación renacentista del geocentrismo; la publicación del De Revolutio-nibus Orbium Celestium de Copérnico y el nacimiento del heliocen-trismo y la ciencia «moderna»; los Principia Mathematica Philosophia Naturalis de Isaac Newton (1643-1727) y la culminación de la nueva física de la revolución científica; el Traité élémentaire de chimie de An-toine-Laurent Lavoisier (1743-1794) y la síntesis original de la revolu-ción química de finales del siglo xviii; el Origin of Species de Charles Darwin (1809-1882) y la derrota del creacionismo ante el nuevo

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digma evolucionista, o los textos de Albert Einstein (1879-1955), im-presos y publicados a partir de 1905, como símbolos de una nueva re-volución en la física en el siglo xx 5. Así, la ciencia occidental estaría en buena parte condensada en esas obras maestras, en esos textos subli-mes, que una y otra vez deberían ser salvados de los reiterados incen-dios imaginarios de las sucesivas bibliotecas de Alejandría.

Es indiscutible que éstas y otras muchas obras impresas forman parte de nuestro patrimonio científico y deben ser preservadas y ana-lizadas críticamente por los historiadores. No obstante, corremos el riesgo de convertir la historia de la ciencia en un magnífico álbum de fotos fijas, de momentos emblemáticos e irrepetibles, y enmascarar así aspectos fundamentales de la compleja circulación de esos para-digmas y sus variadas versiones impresas en una determinada socie-dad. El historiador Robert Darnton describió ya hace años el circuito de comunicación del conocimiento impreso: los mensajes pasan de autores a editores, impresores, distribuidores, librerías o vendedores, hasta llegar a los lectores, y ante sus reacciones, de nuevo a autores y editores, para iniciar de nuevo el ciclo en un proceso de realimenta-ción continua. Los propios autores han llegado a escribir un deter-minado texto después de múltiples interacciones con otras personas, desde su etapa de formación hasta su pleno desarrollo como expertos en su contexto social. Es decir, los autores han sido lectores, y su pro-ducción intelectual sólo puede ser comprendida en ese complejo cir-cuito. En consecuencia, los textos impresos, y los libros en par ticular, se convierten en objetos culturales con vida propia más que en pro-ductos fijos e inmóviles 6.

Hasta hace poco habíamos considerado que el libro impreso, y el libro de ciencia en particular, actuó como elemento de estabilización del conocimiento clásico, y permitió empezar a dudar sobre la auto-ridad de los textos antiguos, una vez éstos habían sido recuperados, traducidos a lenguas vernáculas y, de hecho, fijados en la nueva cul-tura impresa 7. La reciente historiografía de la lectura nos invita, sin embargo, a distanciarnos de esa aparente estabilidad, y nos aproxima a una historia en la que los libros se transforman en vehículos de ne-gociación permanente del conocimiento, en la que autores, editores y lectores se convierten en públicos activos de la ciencia. Debemos, por tanto, empezar por analizar la ciencia impresa de la época de Me-nocchio, para adentrarnos más adelante en el dinamismo cultural de los siglos posteriores 8.

Los libros de la revolución científica

Superando las limitaciones de la cultura del manuscrito, la im-prenta contribuyó, ya a finales del siglo xv, de manera decisiva a la transformación del saber en conocimiento público, reproducido en miles de copias que aceleraban la circulación de las antiguas filosofías naturales, pero también de las nuevas emergentes 9. Sabemos que Ve-salio publicó su De Humani Corporis Fabrica en 1543, el mismo año de la aparición del De Revolutionibus de Copérnico. Hablamos de dos grandes obras que refuerzan ese «annus mirabilis» como el ini-cio de la llamada revolución científica de los siglos xvi y xvii, en la que se había de consolidar progresivamente el heliocentrismo, junto con una nueva filosofía natural mecánica y corpuscular, un nuevo len-guaje físico matemático y una nueva cultura experimental, cuya cul-minación se atribuye a la figura de Isaac Newton (1643-1727), con sus Principia (1687) y su Opticks (1704). La revolución científica es probablemente uno de los temas sobre el que se ha vertido más tinta en las últimas décadas 10. Mientras algunos la consideraban, a media-dos del siglo xx, como un hito fundamental de la cultura occidental, sólo comparable con el cristianismo 11, a finales de siglo han apare-cido interpretaciones más críticas que discuten la propia existencia de ese período histórico 12. Más allá de los eternos debates sobre cam-bio y continuidad, una aproximación renovada a la cultura científica de esa época enriquece y matiza algunas de las interpretaciones hasta hace poco dominantes.

Las grandes obras de la época tuvieron obviamente sus lectores, pero otros textos menos conocidos contribuyeron de manera nota-ble a la difusión del saber fuera de los reducidos círculos de expertos.

También en 1543, Vesalio publicó su Epítome, una especie de apén-dice que resumía el contenido de los capítulos de su obra principal.

Estaba destinado a hacer más accesible a sus estudiantes y lectores su fascinante proyecto anatómico y la práctica de la disección como parte sustancial de la nueva medicina, cuyas observaciones y experi-mentos permitían discutir importantes aspectos de la herencia hipo-crático-galénica 13. En la misma dirección, en 1551, Erasmus Reinhold (1511-1553), profesor de astronomía en la Universidad de Wittenberg y discípulo de Copérnico, elaboró unas tablas que, aunque estaban basadas en la obra del padre del heliocentrismo, ajustaban algunos da-tos y permitían un acercamiento de la nueva astronomía a un número

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más amplio de lectores 14. Sólo unas décadas más tarde, el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) pudo analizar todos los datos de la as-tronomía antigua gracias a las versiones impresas que ya circulaban, y que condicionaron sus futuras observaciones 15.

Otras publicaciones escapaban de los círculos académicos. Los lla-mados libros de secretos representaron un importante proceso de tran-sición desde una tradición «esotérica» medieval hasta una nueva filo-sofía natural más «popular», de orientación utilitarista, próxima a las tradiciones artesanales, a la llamada magia naturalis. Contribuyeron además al desarrollo del nuevo carácter público del experimento mo-derno al estilo baconiano. Sus autores, Alessio Piemontese, Giovanni Ventura Rosetti, Girolamo Ruscelli, Isabella Cortere, Leonardo Fio-ravanti o Giambattista della Porta (1535-1615), entre otros, pronto se convirtieron en «profesores de secretos», con plena dedicación a este nuevo oficio. Produjeron una nueva ciencia pública, impresa, escrita en lenguas vernáculas, que circulaba en boticas, talleres artesanos, academias, cortes o plazas, y que proporcionaba a los lectores conoci-mientos sobre metalurgia, alquimia práctica, medicamentos, coloran-tes, recetas médicas, consejos domésticos, etc. Con relación a las cien-cias más «oficiales» de mayor contenido teórico como la astronomía, la óptica, la mecánica o la medicina, sus textos eran más asequibles para los artesanos, profanos o no académicos en general 16.

En el caso de Piemontese, sus Secreti, publicados inicialmente en 1555, llegaron a tener más de cien ediciones en diferentes idiomas hasta finales del siglo xvii 17. Aunque estaba basada en presupues-tos alquímicos y astrológicos de difícil comprensión desde nuestro presente, la Magia naturalis (1558) de Della Porta proporcionó en la práctica numerosos consejos prácticos para comerciantes: informaba sobre el cuidado de plantas y animales, sobre belleza femenina, rece-tas de cocina, transmutación de metales, destilación y piedras precio-sas 18. Tal como ha estudiado con detalle el historiador William Ea-mon, los profesores de secretos tenían en general poca fe en la teoría.

No obstante, heredaron una visión coherente del mundo natural y llevaron a cabo sus investigaciones en un marco intelectual que com-partían con la mayoría de sus lectores. Sólo así se explican sus éxitos de ventas. Desde los lugares comunes de la receta empírica y la expe-riencia cotidiana, la base filosófica de su discurso intentaba propor-cionar explicaciones racionales de las fuerzas ocultas de la naturaleza que podían ser imitadas, mejoradas y explotadas 19.

Este tipo de literatura se completaba con tratados dedicados a la minería, la metalurgia o la destilación, en los que se integraba el

co-nocimiento académico universitario con la experiencia práctica en las minas y la relación directa con los artesanos y su conocimiento tá-cito de un determinado proceso. A veces con posiciones ambiguas respecto a la alquimia, pero en otros casos con una crítica abierta a la misma, esos libros disfrutaron de un notable prestigio y de un buen número de lectores, no sólo por la filosofía natural que lleva-ban asociada, sino también, de nuevo, por la utilidad de sus numero-sas recetas. En la Centroeuropa germánica encontramos, al inicio del siglo xvi, los pequeños libros de recetas minero-metalúrgicas, los Pro-bierenbüchlein y, unas décadas más adelante, libros con autores defi-nidos y prestigiosos, como De la Pirotechnia (1520) del inspector de minas Vannoccio Biringuccio (1480-c. 1539), el famoso De Re Meta-llica (1556) del médico y humanista George Bauer (1494-1555) —co-nocido como Agrícola— o el Beschreibung (1574) 20 del ensayista de metales Lazarus Ercker (1530-1594) —antiguo estudiante de Witten-berg, como en el caso de Reinhold—. Cada uno de estos autores di-rigía su obra a un público diferente. Agrícola escribía para humanis-tas y élites culhumanis-tas, aunque sus magníficos grabados se hicieron pronto famosos. No descuidaba las recetas prácticas pero se interesaba tam-bién por las explicaciones teóricas de la naturaleza de los metales y su evolución en el interior de la tierra. Biringuccio y Ercker se dirigían fundamentalmente a los patrones mineros y comerciantes con intere-ses económicos en la minería y la metalurgia. En sus libros, las recetas prácticas primaban sobre la especulación teórica 21.

Si añadimos este tipo de obras, a los libros de secretos antes co-mentados, e incluso a los numerosos tratados de alquimia, que tam-bién contenían recetas prácticas de purificación de metales y ope-raciones de destilación, encontramos un amplio conjunto de sutiles intersecciones entre la cultura de las recetas y los nuevos experimen-tos. Esos libros muestran evidentes alianzas entre académicos y ar-tesanos hasta hace poco desconocidas 22. Sugieren que cualquier discusión sobre los fundamentos de la revolución científica de los si-glos xvi y xvii debe tener en cuenta un ámbito de análisis mucho más amplio que el estudio de la vida y obra de las grandes figuras 23.

Sabemos además que, en el siglo xvi, los libros circulaban a través de comunidades de lectores, reseñas en publicaciones periódicas, ser-mones, conferencias, tertulias y cartas. No existía una distinción siem-pre nítida entre lo popular y lo culto, lo oral y lo escrito, lo lego y lo experto, Menocchio y Copérnico. La ausencia de una definición es-tricta de propiedad permitía diferentes niveles de apropiación a

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vés de diversas prácticas de lectura 24. Las frecuentes lecturas en voz alta contribuían a superar la barrera aparentemente infranqueable del analfabetismo. Obviamente, la oralidad no había desaparecido a pesar de los libros, como no lo había de hacer en los siglos siguientes 25.

Era habitual encontrar en los mercados de pueblos y ciudades eu-ropeas del siglo xv y xvi una literatura de amplia difusión entre la po-blación: calendarios, almanaques y libros de pronósticos, astrología, construcción, medicina y salud, metalurgia, tintura, alquimia, etc.

Destacaban también los llamados «pliegos», que contenían un reper-torio de textos en un folio grande del que se formaban ocho páginas con novelas de caballerías o textos religiosos, pero también con al-manaques y textos prácticos con contenidos similares a los de los li-bros de secretos. Los llamados occasionnels, publicaciones al servicio de la propaganda religiosa de la Contrarreforma, pero con abundan-tes descripciones de catástrofes naturales, constituían otra fuente de contenidos científicos al alcance de un público amplio 26. Como ya intuíamos a partir del caso de Menocchio, éste era un mundo de lec-turas activas más complejo de lo esperado. Se han conservado libros con anotaciones a mano en los márgenes del texto impreso que nos informan de las opiniones no siempre favorables de los lectores; lec-turas en voz alta, reseñas, panfletos y traducciones permitían nuevos niveles de apropiación del conocimiento.

En sociedades en las que la enfermedad aparecía por doquier y donde la medicina tenía pocos instrumentos para combatirla, así como una profesionalización débil y desigual, no es extraño que los textos de medicina y salud florecieran con la intención de explicar al lector ordi-nario cómo podía cuidar de su propio cuerpo en ausencia o como su-plemento de la actuación médica profesional 27. Desde el inicio de la imprenta se publicaron libros que proporcionaban consejos médicos, con secretos y recetas dirigidos al público en general 28. Entre 1490 y 1520, el Fascículo de Medicina (1493), una especie de antología de los textos universitarios, tuvo un éxito notable con numerosas reediciones y traducciones. Incluía la circulación de folletos y hojas volanderas con anatomías masculinas y femeninas, a disposición no sólo de los estu-diantes universitarios, sino también de aprendices de cirujanos, barbe-ros, sanadores y de un público amplio 29. También los libros de secretos contenían mucha información sobre materia médica y recetas curativas a menudo adornadas con componentes mágicos y alquímicos. En el si-glo xvii, en el contexto de la caridad cristiana de la Contrarreforma, aparecieron manuales de autoayuda, los charitable handbooks 30.

La fuerza de las imágenes en forma de grabados se convirtió ade-más en un poderoso medio de transmisión de conocimiento: pense-mos de nuevo en el De Humani Corporis Fabrica (1543) de Vesalio, con sus magníficas láminas anatómicas (figura 1.1), seguramente dise-ñadas por discípulos del pintor Ticiano, y grabadas y publicadas por el editor suizo Johann Oporinus (1507-1568). Vesalio presentaba en sus grabados el cuerpo humano desde el exterior y el interior. En pri-mer lugar, la piel era arrancada para dejar paso al edificio muscular.

Más adelante, a través de diversas capas de músculos, el lector podía incluso penetrar hasta los huesos y los diferentes órganos 31.

De igual modo, la famosa Micrographia (1665) de Robert Hooke (1635-1703) contenía una representación espectacular de criatu-ras minúsculas observadas al microscopio y antes nunca vistas 32. Si miles de imágenes impresas sobre papel se habían convertido en un importante instrumento de propaganda religiosa, del mismo modo, los detalles de un ala de mosca vista al microscopio, di-bujada pacientemente, grabada y finalmente impresa, transmitía una imagen de la nueva ciencia experimental, de legitimación de un nuevo instrumento como el microscopio, que podía ser com-prendida y aceptada por un gran número de personas. Circulaban las palabras impresas, pero también las imágenes con una fuerza nunca antes vista. Se imprimieron mil copias de Micrographia, que se convirtieron en una referencia sobre las observaciones micros-cópicas a lo largo de los siglos xvii y xviii, y extendieron el conoci-miento de esa importante práctica científica más allá de las reduci-das audiencias de la prestigiosa Royal Society de Londres. A través del libro y sus ilustraciones un experimento privado se convertía en conocimiento público 33.

Los grabados de Vesalio o de Hooke son sólo una pequeña mues-tra de la revolución visual que representó la ciencia impresa a lo largo de los siglos xvi y xvii. Tal como hemos visto en la introducción, la divulgación científica tradicional concede una gran primacía al texto como depositario de las «verdades», mientras que la imagen, la

Los grabados de Vesalio o de Hooke son sólo una pequeña mues-tra de la revolución visual que representó la ciencia impresa a lo largo de los siglos xvi y xvii. Tal como hemos visto en la introducción, la divulgación científica tradicional concede una gran primacía al texto como depositario de las «verdades», mientras que la imagen, la

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