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LA CIENCIA EN LAS AULAS

Dans le document EL MALESTAR DE LA CULTURA CIENTÍFICA (Page 165-200)

«Sus aulas se llenaron de alumnos, mezclados todos sin distinción de clases y profesiones. Fabricantes de pintados, bachilleres y licenciados en cirugía, practicantes de farmacia; [...] grabadores, [...] arquitectos, [...] militares [...] Después de un discurso del director, algunos alumnos distinguidos mostraron al público algunos experimentos de laboratorio.

Cada examen constaba de tres partes: exposición teórica, demostración experimental práctica y una ronda de preguntas. Cada presentación se relacionaba además con su aplicación a problemas en sintonía con las inquietudes de la audiencia» (Ángel Ruiz y Pablo, 1919) 1.

En la ciudad de Barcelona, desde finales del siglo xviii hasta me-diados del siglo xix, se celebraban con regularidad exámenes públicos en el gran salón de la Lonja de Mar, palacio neoclásico que albergaba buena parte de un conjunto de escuelas de enseñanza científica. Los mejores alumnos de cada materia exponían los elementos fundamen-tales del curso, hacían demostraciones experimenfundamen-tales y contestaban las preguntas no sólo de los profesores examinadores, sino cualquier requerimiento del público. Los exámenes duraban casi un mes entero, y contribuyeron a divulgar las ciencias experimentales, en especial, a una nutrida audiencia 2. El contenido de esos exámenes se solía publi-car y distribuir a todos los asistentes al acto, a todas las autoridades de la ciudad y a personas de conocido interés por la ciencia 3.

Esa proyección pública con tintes propagandísticos respondía al interés por la promoción de las artes y las manufacturas (las técni-cas de la época en un sentido amplio), que se conseguía a través de una red de escuelas de navegación, dibujo, mecánica, física, química, agricultura, botánica, matemáticas, etc., dirigidas principalmente a un alumnado de artesanos, trabajadores industriales y personas vinculadas a las artes sanitarias (médicos, cirujanos, farmacéuti-cos, etc.) 4. Al igual que había ocurrido con el discurso público del newtonianismo, ahora se presentaba una visión utilitaria de la

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cia a través de esos ejercicios o exámenes abiertos al público en ge-neral, que investían a sus estudiantes con las habilidades necesarias para conectar la ciencia con las manufacturas locales, con la agricul-tura y con las artes sanitarias.

Quizás algunas de las nuevas disciplinas emergentes a lo largo del siglo xix ganaron terreno en buena medida precisamente porque fue-ron enseñadas, y su enseñanza no fue simplemente una consecuencia lógica de su existencia previa. Se trata de un buen argumento para re-pensar la historia de la ciencia desde una perspectiva docente, desde los profesores y estudiantes como públicos activos, en continua nego-ciación. Éste es en buena medida el objetivo de este capítulo.

Educación y cultura científica

En la discusión sobre el malestar de nuestra cultura científica, en los lamentos de los expertos ante la supuesta ignorancia del público, solemos olvidar un hecho incontrovertible: los propios científicos no nacen de la nada, sino que se hacen a través de un largo proceso de aprendizaje en el que durante años han sido estudiantes, profanos, públicos de la ciencia, actores activos en la cultura del aula, en el in-tercambio de pareceres entre profesores y alumnos. Conviene tam-bién recordar que, más allá de los planes de estudio oficiales y de los programas de las correspondientes materias, los mecanismos de aprendizaje están llenos de intenciones ocultas, conocimiento tácito, valores no explicitados, de rituales y mecanismos de disciplina y de aceptación más o menos crítica de la misma. Formas diversas de edu-cación científica se han desarrollado en espacios y tiempos específi-cos, y seguramente han influido más de lo que pensamos en el conte-nido de la propia ciencia 5.

De hecho, la historia del conocimiento occidental es en buena medida la historia de su enseñanza. Los estudiantes de filosofía y de otras disciplinas están familiarizados con la descripción de los gran-des presupuestos intelectuales de las antiguas civilizaciones, en par-ticular de los grandes filósofos griegos. El objetivo de este libro no es sumergirse en los vericuetos de la historia antigua y medieval, pero no está de más explorar de vez en cuando algunas de las raíces históricas más lejanas de los problemas aquí planteados. Sabemos, por ejem-plo, de la Escuela Hipocrática del siglo v a.C. y de su contribución a la definición de los límites de la medicina profesional a lo largo de la

historia. Hemos oído hablar también de la Escuela Pitagórica, aun-que conocemos pocos detalles sobre su composición sociológica. En la época dorada de filosofía ateniense, es difícil obviar nombres como Platón (427-347 a.C.) y Aristóteles (384-322 a.C.), junto con Zenón de Citio (333-264 a.C.) y Epicuro (341-270 a.C.), pero pocos se han planteado qué ocurría realmente en cada uno de los espacios de en-señaza que esos cuatro sabios tenían en la ciudad, conocidos respec-tivamente como: la Academia, el Liceo, la Estoa y el Jardín. Los mis-mos diálogos de Platón serían difíciles de entender separados de un ambiente intelectual de democracia ateniense y de discusión fructí-fera entre iguales, pero también entre maestros y discípulos; pense-mos, por ejemplo, en las discusiones peripatéticas de Aristóteles con sus alumnos. La notable autonomía financiera de los grandes filóso-fos de la Antigüedad, a través de la gestión de sus propias escuelas, sería una de las explicaciones de su independencia y creatividad inte-lectual 6. Tampoco es posible pensar en la contribución intelectual helenística de la Biblioteca y el Museo de Alejandría sin considerar su actividad docente 7. Desde épocas remotas, la frontera nítida entre la creación y la difusión del conocimiento parece problemática.

De igual modo, una historia intelectual de la Edad Media no podría entenderse sin el contexto de la creciente urbanización de las ciuda-des y la emergencia de las universidaciuda-des a partir del siglo xiii, en buena parte recogiendo la antigua tradición docente romana del trivium y el quadrivium 8. La lectio y la disputatio, las famosas condenaciones de París en el siglo xiii y otros episodios relevantes sin los que no es po-sible comprender aspectos fundamentales de la filosofía medieval, se habrían gestado y desarrollado también en contextos docentes 9. ¿Y si Alberto, Buridán, Ockham, Bacon, entre otros, hubieran dependido intelectualmente de sus estudiantes más de lo que a primera vista po-dríamos pensar? En un intento de explicar la progresiva hegemonía científica de Occidente a partir del Renacimiento, en detrimento de China y el Islam, el sociólogo Toby Huff ha sugerido que sólo en las universidades cristianas medievales se habría desarrollado una especie de «zona neutral», un espacio en el que la actividad docente se dotó de suficiente libertad como para discutir abiertamente filosofías naturales divergentes, que habían de estimular a largo plazo la emergencia de la ciencia moderna en los siglos xvi y xvii 10.

Esos atisbos de libertad no eran, sin embargo, incompatibles con un proceso de homogeneización de los estudiantes. De las viejas tra-diciones gremiales, en las que se mezclaba la rutina cotidiana con la

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formación progresiva del joven aprendiz, habríamos pasado progresi-vamente a una práctica profesional, estandarizada a través de determi-nadas especialidades o disciplinas, en las que el alumno se somete a un conjunto de procesos estrictos de control de sus valores y actitudes 11. Cada especialidad disciplinaría al individuo a través de un conjunto de objetos y rituales concretos: material de laboratorio, instrumentos científicos, maquinaria, procedimientos experimentales, todo ello con la finalidad de adoctrinar al joven estudiante en un conjunto de pro-tocolos y de conocimientos tácitamente asumidos en la vida cotidiana del científico, y estrechamente ligados a su cultura material 12. A lo largo de la historia, los profesores, como expertos, habrían inculcado a sus estudiantes normas, valores, disciplina y unos determinados ro-les y pautas de comportamiento para su futuro profesional 13.

Como señalaba hace unos años Jerôme Ravetz, quizás la ciencia no es más que un proceso «artesanal», entre muchos otros, en el que los científicos no trabajan directamente con la naturaleza —si es que podemos llegar a un acuerdo sobre su definición—, sino con cons-trucciones intelectuales de certeza indeterminada, ávidas de acepta-ción pública de su veracidad. De este modo, enseñar a los estudiantes consistiría fundamentalmente en encontrar soluciones convincentes y creíbles a determinados problemas, más que inculcar determinadas

«verdades» abstractas establecidas a priori desde el reducido círculo de los profesores expertos 14.

Más allá de una historia institucional, de una aproximación acrí-tica a programas y planes de estudios, a veces de infructuosa erudi-ción y acumulaerudi-ción de datos cuantitativos, debemos analizar inten-ciones y valores de los docentes, pero también de las reacinten-ciones de los estudiantes. De este modo, los apuntes, los exámenes, o los cuader-nos de laboratorio cobran tanta importancia como los libros de texto o los programas oficiales 15. Si aceptamos que una determinada teo-ría o corpus de conocimiento científico puede ser asimilada de forma algo diferente en función del contexto docente en la que se ha desa-rrollado, entonces la enseñaza de la ciencia debe ser analizada de ma-nera contingente, en espacios y tiempos históricos determinados.

Se alude frecuentemente a la filantropía, al valor de la educación, a la necesidad de tender puentes entre los propios expertos de dis-tintos campos para superar el aislamiento de las especialidades, al es-tímulo de nuevas vocaciones científicas entre los jóvenes, a la con-tribución a la sociedad para que ésta pueda comprender mejor los acelerados cambios científicos de nuestros días, o incluso a la

necesi-dad de una solidez intelectual, que pasa ineludiblemente por una mí-nima inmersión en la cultura científica contemporánea. No obstante, detrás de esa retórica, a menudo anclada en los presupuestos del mo-delo del déficit, se esconden las intenciones ocultas del proceso edu-cativo en tensión dialéctica constante por la legitimación pública de la autoridad y de la profesionalización, la defensa corporativa, el con-trol y la estabilidad social, los intereses económicos y el combate polí-tico e ideológico 16. Como en otros procesos de divulgación, el hecho docente lleva asociado inevitablemente una determinada estrategia de definición de disciplinas, especialidades, de consolidación y legiti-mación de determinadas prácticas. Enseñar ciencia es, por tanto, en buena medida construir autoridad en tensión constante con audien-cias más o menos cautivas. Intentaremos analizar con detalle estos presupuestos en las próximas páginas, y para ello, podemos recurrir a algunos autores clásicos como fuente de inspiración.

Thomas Kuhn consideraba, por ejemplo, que la formación del estu-diante de ciencia era fundamentalmente un procedimiento estable en el que se reflejaba el consenso de la comunidad científica a través de un conjunto de textos canónicos o libros de texto, una expresión más de la «ciencia normal», de los períodos de la historia en los que un deter-minado paradigma era aceptado mayoritariamente y en consecuencia transmitido a las nuevas generaciones 17. Michel Foucault (1926-1984) se aproximaba, sin embargo, a la enseñanza de la ciencia y a la ense-ñanza en general, como un instrumento de poder y de control social.

Mientras Kuhn estaba más interesado por el producto final de la edu-cación, «destilado» en los textos de la ciencia normal, Foucault se acer-caba mucho más al proceso del aprendizaje: a los gestos, las rutinas, las prácticas, los exámenes, los castigos, los espacios, etc. Así, desde el si-glo xviii en adelante, la educación habría sido una forma más de coer-ción —recordemos aquí las analogías entre la escuela, la factoría, la cár-cel o el hospital— en la que la supervisión de los procesos disciplinarios tendría incluso más importancia que el propio producto final 18.

El énfasis de Foucault en los mecanismos de aprendizaje más que en el resultado final del proceso nos invita, sin embargo, a dignifi-car al estudiante como un agente activo, como un actor también re-levante del patrimonio intelectual del conocimiento. ¿Es posible que las reacciones de los estudiantes en determinados momentos históri-cos hayan condicionado el contenido del propio conocimiento cien-tífico? ¿Se replantean los profesores algunas de sus convicciones profundas —también aprendidas unos años antes en el aula y en

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boratorio— después de tener que contestar algunas preguntas ines-peradas formuladas por algunos de sus estudiantes? O, dicho de otra forma, ¿el estatus del estudiante, del alumno, es homogéneo y ahistó-rico, o fruto contingente de un determinado contexto que marca sus relaciones con el experto en el aula? ¿Hasta qué punto existen dife-rencias claras entre los procesos de enseñanza y los de divulgación, entre un libro de texto y un libro de ciencia popular? La respuesta a estas preguntas no es sencilla, pero la apropiación crítica de Kuhn y Foucault ha contribuido en los últimos años a abrir el debate, a re-plantear el hecho educativo desde la perspectiva de sus públicos ac-tivos y cauac-tivos. Veamos a continuación en qué consiste esta nueva propuesta a través de un conjunto de ejemplos históricos.

Profesores y alumnos

En la discusión sobre los orígenes de la química como ciencia mo-derna, algunos historiadores han considerado la Alchemia (1597) de Andreas Libavius (1550-1616) o el Course de chymie (1675) de Nico-las Lémery (1645-1715) como dos libros emblemáticos, resultado de unas determinadas prácticas de enseñanza. Ahí residirían, en conse-cuencia, a lo largo del siglo xvii, los llamados orígenes «didácticos»

de la química, que justificarían la emergencia de una determinada dis-ciplina científica en la medida en que ésta fue enseñada y gozó de una audiencia más o menos fija de estudiantes 19. A esos cursos pioneros, le siguieron además en el siglo xviii nuevos cursos públicos en los que la explicación oral se combinaba con la demostración experimental.

A ellos acudía una audiencia muy variada de médicos, industriales, artesanos, aristócratas, mujeres y jóvenes, viajeros, hijos de importan-tes familias manufactureras enviados a esos nuevos templos del saber donde podían atender cursos y conferencias variadas con una notable libertad de movimientos. La definición de estudiante era, por tanto, bastante vaga o imprecisa. Los profesores de esos cursos, autores de los correspondientes textos, no solían estar ligados a una institución determinada. La organización de los contenidos docentes era más bien abierta y ponía el acento en las estrategias retóricas para atraer determinados públicos potenciales 20.

En el París ilustrado, se ofrecían con regularidad cursos públicos de química para boticarios en el Jardin des apothicaires. Los cursos se anunciaban en pósters que se distribuían por las calles de la ciudad. Se

mencionaba el nombre del profesor y el de los encargados de las de-mostraciones o experimentos que se realizaban. En el Jardin se había construido un anfiteatro con finalidades docentes que incluía también un laboratorio; un espacio abierto a público, visitado con frecuencia por estudiantes y curiosos, incluso durante el proceso de preparación de los experimentos. El otro gran jardín de la enseñanza era el Jardin du roi, cuyos cursos de botánica se añadieron a los de química. En su anfiteatro con capacidad para seiscientos estudiantes, enseñaron per-sonalidades como Guillaume-François Rouelle (1703-1770), y entre sus alumnos se encontraba, entre otros, el mismo Lavoisier 21. En las Islas Británicas, y en particular en las universidades escocesas, la ense-ñanza de la química tuvo un papel importante en pleno siglo xviii, con nombres ilustres como los de William Cullen (1710-1790) y Joseph Black (1728-1799) entre otros (figura 4.1) 22.

En ese contexto, como en otras manifestaciones de la cultura científica de la Ilustración antes mencionadas, las fronteras entre lo público y lo privado eran sutiles. La espectacularidad de la demos-tración se usaba a menudo como estrategia docente de una ciencia que permitía una aproximación plural a la sensibilidad de una am-plia gama de expertos y profanos. Además, en las últimas décadas del siglo xviii, e incluso más adelante, tenemos numerosas eviden-cias de exámenes públicos que llevaban a cabo los mismos estudian-tes, en una especie de ceremonia abierta, de festival de fin de curso, que trascendía la audiencia tradicional de una determinada comuni-dad educativa 23.

Tutor de jóvenes, profesor de conferencias públicas, invitado fre-cuente en los salones aristocráticos y protagonista habitual de los es-pectáculos de entretenimiento en la Corte, Jean-Antoine Nollet se convirtió en experto en física experimental y desarrolló cientos de apa-ratos para sus cursos y demostraciones. Su audiencia era selecta pero variada; sus publicaciones ponían el acento en los aspectos docentes de su física 24. En el caso de la química, los métodos de enseñanza habían empezado a cambiar en las primeras décadas del siglo xix para otor-gar progresivamente mayor protagonismo a los estudiantes. Gracias al estudio de los cuadernos de notas y apuntes de los estudiantes, una fuente histórica de grandes posibilidades y todavía poco explorada, hoy sabemos, por ejemplo, que en los cursos de química que impar-tió el químico francés Louis-Jacques Thénard (1777-1857) en el Co-llège de France, en París, al inicio del Ochocientos, los experimentos descritos no encajaban con la tradición de demostración pública

pro-Fig. 4.1.Joseph Black en una lección sobre el calor en la Universidad de Glasgow hacia 1760.

veniente de la Ilustración. Los jóvenes estudiantes de medicina y de farmacia que acudían a los cursos de Thénard parecían discutir expe-rimentos y problemas abiertos, que no tenían una única solución im-puesta por el profesor 25.

En Alemania, las reformas universitarias iniciadas por Wilhelm von Humboldt (1767-1835) en 1810, con la creación de la Universi-dad de Berlín, incorporaron progresivamente la investigación como parte intrínseca de la formación del alumno, y primaron la libertad de enseñanza. Éste era un contexto favorable para el desarrollo de una nueva docencia de las ciencias experimentales, próxima al modelo de Thénard en París, y más centrada en el laboratorio y en los experi-mentos 26. En la década de 1830, Justus von Liebig (1803-1873), un hasta entonces desconocido profesor de química, empezó a tener un cierto éxito con un nuevo método de enseñanza que implicaba direc-tamente a los estudiantes en las líneas investigación del grupo como parte intrínseca de su propia formación. Liebig desarrolló un nuevo método de análisis elemental —proporción de hidrógeno, oxígeno, carbono y nitrógeno— de sustancias de origen vegetal y animal, y di-señó y aplicó con éxito un nuevo aparato en el laboratorio, conocido con el nombre de Kaliapparat, por su utilización de soluciones alcali-nas con finalidades analíticas 27.

Ese hasta entonces desconocido profesor trabajaba además en una universidad también desconocida, ubicada en una ciudad ale-mana: Giessen, de localización no evidente en un mapa de Centroeu-ropa. En ese contexto relativamente provinciano, Liebig ganó poco a poco la universalidad, gracias a su nuevo método docente. Los es-tudiantes de Liebig recibían al inicio del curso una muestra desco-nocida de origen animal o vegetal, que habían de analizar con preci-sión a lo largo del año. Se integraban en un laboratorio en el que eran protagonistas y no tan sólo espectadores de los experimentos ex cáte-dra. En discusión cotidiana con el propio Liebig y con sus ayudantes de más experiencia, el estudiante aprendía la teoría y la práctica de la

Ese hasta entonces desconocido profesor trabajaba además en una universidad también desconocida, ubicada en una ciudad ale-mana: Giessen, de localización no evidente en un mapa de Centroeu-ropa. En ese contexto relativamente provinciano, Liebig ganó poco a poco la universalidad, gracias a su nuevo método docente. Los es-tudiantes de Liebig recibían al inicio del curso una muestra desco-nocida de origen animal o vegetal, que habían de analizar con preci-sión a lo largo del año. Se integraban en un laboratorio en el que eran protagonistas y no tan sólo espectadores de los experimentos ex cáte-dra. En discusión cotidiana con el propio Liebig y con sus ayudantes de más experiencia, el estudiante aprendía la teoría y la práctica de la

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