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Magia, creencias y lo sobrenatural en las cuevas decoradas. Una historia de las interpretaciones

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Marc Groenen

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Marc Groenen. Magia, creencias y lo sobrenatural en las cuevas decoradas. Una historia de las interpretaciones. VV.AA. Arte sin artistas. Una mirada al Paleolítico [Catálogo exposición], Museo Arqueológico de la Comunidad de Madrid, pp.354-371, 2012. �hal-02616129�

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Marc Gröenen

Université Libre de Bruxelles

Magia, creencias y lo sobrenatural en las cuevas decoradas.

Una historia de las interpretaciones

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En la página anterior:

Reconstrucción de una ceremonia chámanica en la cueva de Trois Frères por Zdenek Burian

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Toda producción simbólica apela inevitablemente a la cuestión de saber si es impulsada por una intención metafísica, es decir, dentro de una esfera fuera de la realidad material tal como la conocemos. En las investigaciones prehistóricas, y en el arte rupestre en particular, los hallazgos están irremediablemente aislados de su contexto. En ausencia de tradiciones orales o de textos, las ceremonias y otros ritos que hayan podido acompañar los trazos eje- cutados sobre la pared o las incursiones en las redes subterráneas obviamente no han deja- do ninguna huella susceptible de registrarse en el registro arqueológico. Esta es la razón por la que los prehistoriadores se han visto obligados a “vestir” los restos arqueológicos y esté- ticos que descubrían proyectando ciertos supuestos acordes con la imagen que se hacían de antiguas humanidades. Se entiende que, en estas condiciones, numerosos prehistoriadores hayan intentado identificar las características propiamente humanas para ayudarse en la lectura de unos documentos difícilmente interpretables en el marco estricto de las necesida- des de la vida cotidiana. No existe dificultad alguna en utilizar lo que se explica por los mis- mos “salvajes” según Salomon Reinach (1903: 260), a condición de que sus respuestas sean coherentes con ciertas ideas de orden general que son comunes a todo el conjunto de la huma- nidad. A pesar del ateísmo radical de Gabriel de Mortillet, el hecho mágico-religioso apare- ció, en este sentido, como un hecho universal ineludible. Desde Edward Burnett Tylor (1876) a Lucien Lévy-Bruhl (1922, 1931), en todos los casos los etnólogos, sociólogos y otros histo- riadores de la religión no han cesado de mostrar la existencia de prácticas animistas entre los “Primitivos” actuales. Por lo tanto, los hombres de Cro-Magnon debían tener las mismas inclinaciones, puesto que se encontraban en el mismo estado de “salvajismo”, siguiendo la división tripartita de Morgan (1877): salvajismo, barbarie, civilización.

l contexto

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Universalidad de un estadio de civilización que justifica la comparación etnológica, los patrones universales en los comportamientos o en las maneras de pensar el mundo que validan la comparación psicológica; al final esta noción es la que ha condicionado –y sigue condicionando– los trabajos en Prehistoria, más allá de los desacuerdos, a veces intensos, entre los propios prehistoriadores. Nuestro objetivo no es retransmitir el contenido de los debates han enfrentado a muchos científicos a lo largo del tiempo, sino más bien, identifi- car las líneas de pensamiento sobre el hecho religioso en el arte parietal y ver lo que –más allá de estas diferencias– caracteriza los grandes periodos de la historia de la prehistoria.

Descubrimiento del Arte Paleolítico

En 1859, con la ayuda de científicos británicos, Jacques Boucher de Perthes impuso el reco- nocimiento de la antigüedad antediluviana del ser humano. Rápidamente, se llevarán a cabo excavaciones sistemáticas en cuevas con el objetivo de encontrar los restos de humanos del Paleolítico. Edouard Lartet y Henry Christy estuvieron entre los que exploraron los yaci- mientos del suroeste francés. El descubrimiento de un fragmento de asta de cérvido grabado con una cabeza de oso y con una cabeza de pájaro en la cueva inferior de Massat (Ariège) en 1861 (Lartet, 1861), y el descubrimiento después de una placa de marfil grabada con un mamut en La Madeleine (Dordoña) en 1864 (Lartet, 1865) obligó a este científico a aceptar que los seres humanos de la antigüedad tuvieron preocupaciones estéticas, a pesar de el estado de barbarie inculta en la que nos imaginamos estas tribus aborígenes (Lartet y Christy, 1864: 264). Estos restos han sido revisados y asociados a los niveles in situque con- tenían industrias magdalenienses. Por ello no es posible poner en duda la autenticidad del arte paleolítico, como hicieron entonces algunos eruditos alemanes (Lindenschmit, 1876;

Schaaffhausen, 1877).

Sin embargo, es importante determinar por qué estos seres humanos realizan tales obras. La razón para Lartet es simple: si la necesidad es la madre de la industria, se puede decir también que el ocio de una vida fácil engendra las artes(Lartet y Christy, 1864: 264).

Esta interpretación se terminará imponiendo. Se encuentra, por ejemplo, en los escritos de Edouard Piette, para quien este arte esel fruto de la imaginación, de la meditación y el ocio (Piette, 1873: 413), y cuya fuente de inspiración es la naturaleza. No se necesita, pues, encontrar ninguna otra razón que no sea la reproducción fiel de los animales que allí se

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encuentran y a los que estos “buenos salvajes” dedican mucho tiempo de cuidadosa obser- vación Algunos de ellos representaron animales que les eran familiares, otros, con buriles afilados, trazaron sobre placas de hueso o de marfil el contorno de los seres que vivían a su alrededor, fijando el recuerdo de sus cazas más famosas (Girod y Massénat, 1900: 90). Por otra parte, Gabriel de Mortillet insistió sobre el hecho de que durante el Paleolítico las ideas religiosas estaban completamente ausentes (de Mortillet, 1888: 44), y eso a pesar de la evidencia de entierros (Grimaldi en Liguria, Italia) o de prácticas entonces interpretadas como antropofágicas (Le Placard en Charente o Gourdan en Alta Garona, ambas en Francia). Esta interpretación, impropiamente llamada “el arte por el arte” –todos los auto- res de la época estuvieron de acuerdo en apreciar en ello la expresión de una producción ins- tintiva estimulada por la inactividad y una naturaleza agradable– fue pronto revisada con el descubrimiento del arte parietal.

Como ya sabemos, el descubrimiento por Maria de Sautuola en 1879 de animales pin- tados en el Gran Techo de la cueva de Altamira en Cantabria, dio lugar a una obra publi- cada por su padre el año siguiente. Marcelino de Sautuola atribuyó de manera explícita estas pinturas al Paleolítico (de Sautuola, 1880). A pesar del apoyo del geólogo Juan Vilanova y Piera a las tesis de M. de Sautuola, los científicos de entonces consideraron estas obras como recientes. Tras unas intensas discusiones, la cueva de Altamira dejará de interesar hasta el descubrimiento de las pinturas y grabados parietales de la cueva de La Mouthe (Dordoña, Francia) por Émile Rivière en 1895 (Rivière, 1897). Las criticas también arreciaron, de Albert Gaudry entre otros, pero Rivière acumuló argumentos decisivos y con- venció a la comisión de expertos a los que invitó al yacimiento. Lo demás es historia. En 1902, Émile Cartailhac publicó su famoso Mea Culpa de un escéptico (Mea culpa d’un scep- tique) en el que reconocerá públicamente su error y admitirá la antigüedad de la decoración parietal de Altamira (Gröenen, 1994: 317-325). Los descubrimientos se sucedieron, tanto en Francia como en España, y desembocarán rápidamente en varias conclusiones. Estos “dibu- jos” se encuentran en las zonas profundas de las cuevas, a menudo en lugares de difícil acceso. En ellos figuran los animales que se encuentran en los niveles arqueológicos. Sin embargo, los antropólogos insistieron en el hecho de que ningún hombre primitivo está des- provisto de ideas religiosas. En 1871 (traducciones al francés en 1876 y 1878), Edward Burnett Tylor argumentó que los salvajes reconocen por los sueños, las visiones o el trance

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la existencia de un alma separada de su cuerpo, que es la causa de la vida y del pensamien- to en el individuo que anima (Tylor, 1876: 497). Por analogía, los primitivos admitirían igualmente la existencia de un alma entre los animales, las plantas o ciertos elementos del mundo natural. Este animismo, que constituye según él la primera fase de la religión, habría llevado a los seres humanos a creer en la existencia de almas autónomas –separa- das del cuerpo en el momento de la muerte, por ejemplo–,susceptible de poseerlos.

El arte parietal: ¿magia o religión?

S. Reinach tomó del animismo algunos hechos susceptibles de explicar el arte parietal, a través de ejemplos prestados de los Aruntas de Australia, entre otros (Spencer y Gillen, 1899). Según él, para el salvaje la imagen de un ser o de un objeto ofrece un control sobre ese objeto o sobre el ser(Reinach, 1903: 260). En ese contexto, las pinturas realizadas debie- ron ser el objeto de un culto que afectaba a las especies representadas para asegurar su multiplicación, con el fin de conservar una abundancia de alimento. Estas ceremonias, rea- lizadas en lugares tabúes, prohibidos a las mujeres, a los niños y a los no iniciados, debie- ron igualmente atraer a estos animales a la proximidad de las cuevas ocupadas, de acuerdo a ese principio de física salvaje en el que un espíritu o un animal puede ser obligado a elegir para quedarse el lugar donde su cuerpo ha sido representado (Reinach, 1903: 263). ¿Cómo justificar, sin embargo, la comparación entre los hechos antiguos y los de las poblaciones primitivas actuales?. La respuesta ofrecida por H. Breuil es simple: existe una manera de considerar la naturaleza y de simplificar la expresión de una manera dada que responda al mismo estado de civilización (Cartailhac y Breuil, 1906: 142). Así, el presente nos instruirá sobre el pasado (op cit., 1906: 143). Esta manera de ver la naturaleza y de representarla, común a todos los humanos confinados al estado salvaje, ofrece una comprensión inmediata de ciertas prácticas realizadas por los grupos, independientemente de su separación espa- cial o temporal. De esa manera se justifica la de esta comparativa.

Esta vía tendrá un éxito bien conocido: durante más de medio siglo, la mayoría de los prehistoriadores construirán una “metafísica” paleolítica basada en métodos etnográficos muy diversos. Por supuesto, variará el contenido de las interpretaciones. Reinach conside- raba que los animales representados estaban relacionados con un culto diseñado a asegu- rar la multiplicación del animal totémico, basándose en el hecho de quelos animales repre-

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sentados son, de manera exclusiva, los que alimentan a un pueblo de cazadores y pescadores (Reinach, 1903: 258). Henri Bégouën considera, por su parte, que mientras ciertos animales representados eran realmente consumidos, otros, como la hiena o el oso, son sin duda ani- males dañinos. Las estatuas de félido y de oso modeladas en arcilla de la cueva de Mon - tespan, horadadas por golpes de proyectil, por ejemplo, demuestran que las prácticas de hechicería destinadas a destruir a los animales peligrosos se practicaban además de las que las que tenían por objetivo una fructífera caza (Bégouën y Casteret, 1923; Bégouën, 1924). A su entender, esta magia no sólo debía estar destinada a la destrucción, sino que debía utilizarse igualmente en ceremonias que permitieran asegurar la fertilidad de las manadas, como demuestran los bisontes de arcilla de Tuc d’Audoubert, donde el macho se prepara para montar a la hembra receptiva que le precede (Bégouën, 1924; 1929). De esta manera se justifica la utilización de unas formas naturalmente evocadoras, las superposi- ciones y las acumulaciones de grabados, o la reutilización de esculturas: la representación del animal era un acto válido en sí mismo. Una vez que este acto se llevaba a cabo (…), el dibujo dejaba de tener importancia (Bégouën, 1939: 211). El arte parietal es, por lo tanto, un arte utilitario, y su más profunda vocación es la de responder a imperativos espirituales.

Curiosamente, la mayor parte de los trabajos de síntesis dedicados a este tema hasta 1960 presentan una interesante contradicción. Desde Las religiones de la prehistoria (Les reli- gions de la préhistoire) de Thomas Mainage (1921) a Religiones de los prehistóricos y de los primitivos (Religions des Préhistoriques et des Primitifs) de Frédéric-Marie Bergo unioux y Joseph Goetz (1958), pasando por La mentalidad espiritual de los primeros hombres (La mentalité spiritualiste des premiers hommes) del Conde Bégouën (1945), los autores no han cesado de anunciar una religión o una espiritualidad prehistórica que se encuentra rebaja- da a un conjunto de prácticas rituales salvajes. A pesar del título de su anunciada confe- rencia, H. Bégouën (1945: 73) lo deja claro: la magia no es una religión; estoy tentado de decir incluso que es todo lo contrario. En la mente de los prehistoriadores, existen un culto y unos oficiantes, pero para Bergounioux y Goëtz (1958: 28) se trata de una liturgia bárba- ra dirigida por hechiceros y hechiceras, posiblemente considerados como intermediarios, especie de semidioses cuyo poder oculto era casi ilimitado. Y cuando la imaginación se aban- dona, las reconstrucciones están llenas de brutalidad: cantan, gritan, profieren amenazas, y a continuación, a una señal dada, los cazadores agujerean con sus flechas y lanzas la

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cabeza, el pecho, los flancos de la bestia, cruel enemiga de su raza (Bégouën, 1923: 430).

Semejante desfase se halla también claramente entre la calidad estética de las grandes producciones parietales como las de Altamira, Font-de-Gaume o Lascaux y la imagen que se tenía de los grupos paleolíticos en esa época (atrasados, primitivos, salvajes...). Se trata de fabricar una prehistoria de las religiones mediante la lectura de los restos a través del marco teórico del evolucionismo, lo que los investigadores realizan sometiendo los “hechos”

a categorías de su propiacultura (el arte, la espiritualidad, la religión...) dándoles la forma más básica, la que corresponde a los comienzos.

Variaciones sobre un mismo tema

La estatua de oso de Montespan resulta particularmente instructiva sobre cómo un resto arqueológico puede ser interpretado. Poco después del descubrimiento de la cueva, Norbert Casteret y Henri Bégouën publicaron esta estatua de arcilla, señalando un agujero trian- gular como el que haría en el barro una clavija de madera (Bégouën y Casteret, 1923: 538).

Relacionaron este elemento con un cráneo de osezno encontrado entre las patas del animal modelado, de acuerdo a la observación realizada por Breuil cuando fue a visitar el yaci- miento (carta a Bégouën del 27/08/1923, según Bégouën y Clottes, 1988: 23). Por último, anotaron unos desgaste superficiales que pudieron deberse a la fricción de algún objeto resistente y flexibles al mismo tiempo, como una piel desollada (Casteret & Bégouën, 1923:

538). De entrada el resto arqueológico se incluye en una desgarradora escena: un hechicero acude a la cueva con objeto de realizar unos ritos transmitidos por los antepasados para favorecer la caza del reno pero oh terror, la cueva está ocupada; unos osos monstruosos allí se han refugiado (Bégouën, 1923: 429). Manda, pues, llevar a cabo una ceremonia sobre un muñeco de arcilla recubierto de piel sobre el que fija la cabeza de un oso recién matado.

Trás algunos bailes y hechizos (…), los cazadores acribillaron al animal a golpes de azaga- ya (Bégouën, 1939: 211).

En 1927, Georges Goury relaciona esta pieza con una silueta que recuerda también a un oso acéfalo de la cueva de Pech-Merle (llamada entonces cueva David y descubierta por aquel entonces), lo que crea entre todos esos santuarios una especie de universalidad de dogmas mágicos (Goury, 1927: 342). La cueva se convierte en un lugar especial de peregri- naje(op.cit..). Por el contrario, para Hans-Georg Bandi y Johannes Maringer (1952: 112), el

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mismo oso modelado se convierte en el ejemplo de una masacre con anticipación que se rodeaba de ceremonias secretas y se cometía antes de la salida de los cazadores hacia una expedición peligrosa. Por último, la misma estatua de arcilla fue considerada por Jean Charet, como el testimonio de una magia de apaciguamiento en base, en este caso, a ejem- plos africanos extraídos de Leo Frobenius. Según él, esa treintena de agujeros se hicieron antes de colocar la piel y el simulacro se utilizó después de cada ejecución de oso para apa- ciguar al animal al que acababan de matar (Charet, 1950: 267).

No debe pensarse que sólo se han propuesto interpretaciones que implican un ritual.

Inmediatamente después del descubrimiento, Marcel Baudouin (1923) propuso, en efecto, ver en el oso de Montespan la zoomorfización clásica (zodiacal se podría decir) de la Osa Mayor(énfasis añadido por el autor), lo que convierte a los agujeros en cúpulas que corres- ponden a las estrellas más visibles. Debemos admitirlo: todo en el arte parietal era suscep- tible de una interpretación mágica, incluyendo los motivos no figurativos como los tectifor- mes que se convierten, en la pluma de Hugo Obermaier (1918), en trampas para espíritus malignos. Desde Thomas-Lucien Mainage (1921) a Johannes Maringer (1958) han florecido las explicaciones que tienen más de exégesis o de glosa que de lectura científica. Así, Maringer (1958: 118-120) ve, después de Breuil (1941: 369-370), en la célebre escena del Pozo de la cueva de Lascaux (Dordoña, Francia), el homenaje a un cazador, cuya tumba se encontraría al pie de la pared. Él mismo informa del descubrimiento de diversos utensilios (agujas, lanzas...) y de lámparas que interpreta como ofrendas rotas ritualmente y linter- nas de los muertos, a pesar de la ausencia de restos humanos durante la excavación emprendida en septiembre de 1949 por Breuil, Blanc y Bourgon (Blanc, 1948: 397-398).

Este autor también señaló que el personaje de la escena, situado delante de un bisonte, pre- senta una cabeza terminada con un pico, y considera que el pintor ha querido representar al muerto en su forma muerta, es decir el “cadáver viviente” (op. cit..: 119), lo que haría extensivo al propulsor con ave, en el que vio una especie de emblema que se debía utilizar durante las ceremonias de enterramiento o de culto a los muertos (…) un “ave de los muer- tos” (op. cit..: 120). Evidentemente ni un solo elemento viene a confirmar tan audaz inter- pretación, y se puede entender que tras el análisis crítico que hizo de la documentación, Leroi-Gourhan (1964 [1990]: 156) concluyese su trabajo de síntesis sobre las religiones de la prehistoria diciendo que no quedaba más que un esqueleto o incluso un fantasma.

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Es inútil multiplicar los ejemplos: a poco que presente cualquier peculiaridad, todo docu- mento es susceptible de recibir una interpretación de orden “metafísico”. A decir verdad, se mantuvo mucho tiempo en segundo plano, ya que numerosos investigadores han trabajado exclusivamente sobre fotografías o calcos, sin preocuparse del contexto real o sin intentar avalar mediante análisis las opiniones emitidas. En cuanto al oso de Montespan, habrá que esperar a 1988 –65 años después del descubrimiento– para que fuese presentado un estudio crítico sobre la actitud de los descubridores del sitio y establecer la existencia de un cráneo de osezno –pieza capital de las interpretaciones– (Bégouën & Clottes, 1988)! Es más, habrá que esperar a 1991 para que se realizase una evaluación tafonómica de la superficie de la estatua (Garcia, 1991). En cuanto a las representaciones del Pozo de Lascaux, habrá que esperar a 1995 para que Françoise Soubeyran analice la figura del rinoceronte y a 2002 para analizar la composición de los pigmentos y la técnica de las distintas figuras (Aujoulat et alii, 2002). Es verdad que mientras tanto otra prehistoria había ocupado su lugar.

En efecto, entre estos dos periodos, André Leroi-Gourhan realizó una seria revisión sobre la manera de construir una interpretación del arte parietal con un almacén de prác- ticas recogidas al azar de relatos de viajeros a la antípodas, insultantes para los mismos Pigmeos o los Fueguinos (Leroi-Gourhan, 1964 [1990]: 81). Su interés era explotar el propio hallazgo ar queológico y relacionarlo con los elementos del contexto en el que se encuentra.

Sin embargo, el desfase entre las interpretaciones propuestas y el material arqueológico es enorme: la impresión que se extrae de los ensayos sobre las religiones prehistóricas consiste constantemente en el empleo forzado de documentos que no tienen nada positivo que decir sobre cualquier punto de la religión(op. cit.: 22). Todo se encuentra en la palabra “positivo”, que impone limitar el análisis a los documentos directamente relacionados con campo que se estudia. Sin embargo, los productos del pensamiento -metafísica, lenguaje, sentimientos- no dejan ninguna evidencia física: el respeto no fosiliza(l.c.). Así pues, estos elementos esca- pan completamente de la mirada vista del arqueólogo, el único capaz de manejar los hechos de un pasado lejano. Aquí radica el profundo cambio que tuvo lugar: a partir de ahora la Prehistoria debe de construirse solamente a partir únicamente del método arqueológico ayudado de las ciencias anejas, sin colorear el pasado con elementos extraños al contexto estudiado. El sentido de esta aproximación, desde entonces ha sido bien comprendido: no hay más que ver la importancia concedida hoy en día a los análisis de laboratorio. La fuer-

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za de la crítica será igualmente percibida: se necesitará casi medio siglo para que ciertos espíritus aventureros osen de nuevo aventurarse en los caminos del estudio de la “metafí- sica” paleolítica, aunque utilizando otras vías.

El eterno retorno de lo mismo

Contrariamente a lo que podría pensarse, los marcos teóricos y las ideas desarrolladas son poco numerosas en la historia de una disciplina, y nos encontramos muy a menudo en la obra los mismos principios, incluso en interpretaciones antagónicas. Igualmente, ciertas ideas emitidas hace tiempo, reaparecen sin que sus propios autores tengan conocimiento de ello. Aunque la interpretación de “el arte por el arte” está hoy ya poco presente en las publi- caciones (Halverson, 1987), se observa en ocasiones interés por el totemismo (Seuntjens, 1955; Raphaël, 1986 [textos escritos entre 1943 y 1952]) o el animismo (Raux, 2004), por ejemplo. En cuanto a la interpretación chamánica, no es necesario señalar su relevancia. Ya sea para defenderla (Clottes y Lewis-Williams,  2001) o rechazarla (Lorblanchet et alii., 2006), no hay publicación en la que no se deslice la palabra “chamán”. Propuesta por David Lewis-Williams y Thomas A. Dowson en 1988, seguido por Jean Clottes y David Lewis- Williams en 1996 y firmemente defendida por Jean Clottes desde entonces (por ejemplo:

2003, 2004, 2007, 2011), esta interpretación ha sido propuesta por numerosos autores (por ejemplo: Kirschner, 1952; Lommel, 1965; Smith, 1992; Braem, 1994). Sorprende constatar hasta qué punto esta interpretación suscita el debate cuando, al contrario que anteriores autores, J. Clottes se centra en asentar su método de trabajo y a desarrollar su base concep- tual. Ahí precisamente reside el fondo del problema. Desde los trabajos de Leroi- Gourhan, –aunque él no renunció a realizarlos– los trabajos de carácter teórico son sospe- chosos. El hecho arqueológico se supone debe constituir una especie de a priori kantiano. Es como si fuese necesario y posible situar el objeto que se estudia dentro de una objetividad absoluta, cosa que niega toda la epistemología contemporánea.

Pensar que es posible abstraerse de un marco teórico (la forma) que estructura los hechos del conocimiento (el contenido), es evidentemente ilusorio y, sin reconocerlo, los investigadores que hacen un trabajo de fondo lo saben o lo presienten. Desde principios del siglo XX, llama la atención la voluntad de los prehistoriadores en postular la existencia de universales para el ser humano. Las posturas actuales no son diferentes. Michel

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Lorblanchet (1989:62) sostiene que la búsqueda de universales en las creaciones artísticas del mundo entero (…) es una orientación fascinante en la investigación sobre el arte rupes- tre. Por supuesto, no es cuestión de de limitarse a superponer ciertos comportamientos o prácticas sobre el mero hecho de su analogía formal. Se trata más bien de encontrar las similitudes en las maneras de pensar, de concebir el mundo y actuar en él –los universales–

que pueden dar las posibles claves para la interpretación de los hechos paleolíticos(Clottes, 2003: 5).

De La Préhistoire de Denis Vialou (1991) al Musée des Roches de J. Clottes (2000), las síntesis dedicadas a los artes rupestres del mundo solo pueden encontrar su sentido sobre la base de la idea de un común denominador en los grupos humanos –sólo se asocia aquello que es potencialmente comparable–. Los prehistoriadores, por lo tanto, están de acuerdo en admitir un hecho “puro”, el de la universalidad. Y, a decir verdad, no puede ser de otra manera porque, como dijo J. Clottes (2011: 143): nosotros, los arqueólogos de un pasado leja- no, no disponemos del menor testimonio sobre el significado de un hecho (…) nos basamos [por tanto] en la unidad intrínseca de la humanidad que implica la existencia de universa- les. En el campo del arte, por ejemplo, por todas partes vemos las mismas categorías de motivos. La razón es que estas identidades no son más que similitudes que expresan la uni- dad de las estructuras mentales de la especie humana (Lorblanchet, 1999: 218). Es particu- larmente interesante observar hasta qué punto, más allá de las diferencias de contenido, la forma del marco teórico es la misma. ¡Está claro que siempre investigamos desde nuestra propia época!.

En este sentido es interesante constatar que esta búsqueda de universales se plantea para otros hechos ajenos a la espiritualidad, y que ésta se ha convertido en un criterio defi- nitorio de la humanidad. Al hacerlo, los autores articulan también en un sistema la idea de una permanencia en los modos de pensar (el universal) con la de la ausencia de permanen- cia propia de la evolución. Al destacar la frecuencia de las calotas craneales de homínidos antiguos, Marcel Otte (1993: 37) señala, por ejemplo, que en todas las civilizaciones y en todos los tiempos, el cráneo o la cabeza ha adquirido esta función de evocación o de recuerdo de un ser muerto. Por lo que puede lógicamente concluir: si existiese un universal en la prác- tica de objetos-reliquias, ese sería uno de ellos y, precisamente, el primero en aparecer. El mismo principio aparece de nuevo cuando el autor aborda la cuestión del origen del fuego:

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se trata de un fenómeno que da lugar a una multitud de mitos, presente en todas las leyen- das, parte de cualquier ritual, universalmente extendido, presente en todo momento. Y, sin embargo, es exactamente el primero documentado arqueológicamente (Otte, 1993: 39). El mismo A. Leroi-Gourhan, tampoco fue una excepción. Abordando los hechos religiosos en el Paleolítico antiguo y medio, el autor cree que sería excesivo no imaginar un comienzo de lo que es universal en los tiempos más recientes(Leroi-Gourhan, 1964 [1990]: 146).

Se ve que es inútil pensar que podríamos trabajar al margen de un marco teórico deter- minado. En realidad es el que da forma a los “hechos” a través de un método que, como hemos visto, está arraigado históricamente. Esta es sin duda la razón por la que los prehis- toriadores continúan examinando los comportamientos no utilitarios, aunque se apoyen mayoritariamente en el estudio arqueológico. Es evidente que los trabajos realizados sobre los depósitos de objetos en las paredes de las cuevas pintadas (Bégouën y Clottes, 1981;

Clottes, 2007; Peyroux, 2012; Gröenen, en prensa) o los que se dedican a temas mitográficos (Otte, 1993: 63-74; Sauvet y Tosello, 1998; Gröenen, 2004) van en esta dirección. Por tanto, sería un error pensar que en la actualidad ha desaparecido la investigación de una “meta- física” prehistórica y tampoco es cierto que los prehistoriadores puedan hacerlo sin aban- donar la investigación sobre la idea de humanidad.

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