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(1)

LA CAZA DE UNA ORQUIDEA

XVII

Abu-Amerno habíaperdido completamente el tiempo durante

su breve estancia entre los merekede. Suponiendo que algunos de los.queiban á pastorear al desierto podíantener noticia de la par¬

tida de Ben-Said, preguntó con empeño á todos,yde las relaciones

más ó menos contradictorias de unos y otros dedujo que Ben-Said,

ó no habíapasado por Mareb, como al principio se había dicho, ó

supaso poíla antigua Saba, residencia de la famosa Reina aliada de Salomón, había sido una añagazapara desorientará los que tu¬

vieron interés en averiguarsu paradero.

Ello es, que en vez de tomarla dirección del Hadramaut, hacia el Sur, había tomado la contraria, es decir, la del Norte, hacia el Nedjed, locualera indicio de que pensaba vagar precisamente por el centro del desierto rojo de Dhana, acercándose ó no i.El-Akhaf,

yá los terribles abismos de Bahr-el-Safi, según conviniera á sus

planes.

Marchando, pues, en dirección álcentro deldesierto, eraprobable

que se diera con el bandido, y cuando no con alguna tribu que su¬

pieradóndepodría hallarseal pérfido raptorde Sobeïha. Comoade¬

más los lugares que se proponía recorrerel árabe estaban comple¬

tamente inexplorado*, á Mr. Thompson le parecía excelentísimo el plan de Abu-Amer, y recordando de pronto las palabras de la adi¬

vina quele prometían el hallazgo de su orquídea en aquellos des¬

carriados territorios, diódos golpes al camellocon el cañón de su rifle, como si fueracosa deavanzar media docena depasospara lle¬

gar al punto deseado

Lapequeñacaravana parecíamásbienun.destacamentodete-opas que ungrupo de viajeros y exploradores. Abu-Amer, sus cuatro

(2)

446 GACETA AGRÍCOLA DEL MINISTERIO DE FOMENTO árabes yel negroiban montadosenágiles corceles del desierto,que

no necesitaban más que oír una voz de sus jinetes para lanzarse

como gacelaspor laarenosa llanura ycruzarlaentodasdirecciones,

desafiando todos los peligros. De las grupas de las sillas colgaban

excelentes rifles ingleses; pistolas antiguas, pero buenas, asomaban

sus culatas en los arzones, ylos indispensables cuchillos ó jambeas

del Hadramautpendían delcinto de cada uno de los compañeros de

Abu-Amer. Mr. Thompsony Guillermo no habían querido cambiar

de cabalgadura, é iban montados en sendos dromedarios, á reta¬

guardia de los árabes, llevando tras de loscamellos decarga con las tiendas, los equipajes, losvíveres, los odres de agua yde aceite, los tostadores y morteros para elcafé y toda la impedimenta, en

fin, que árabes y europeos combinadosnecesitan en un viaje deesta especie porlos desiertos de la Arabia. Los camelleros, que eran seis, iban también armados, porconsejo de Mr. Thompson, el cual compró en Sana media docena de revolverspara ellos conabundan¬

tes municiones. Sumaban,pues, catorce hombres armados queen'

casode apuro, y noperdiendo lasangrefría, podrían hacer frente k' más de doblenúmero de enemigos,por la calidad del armamento' que llevaban y la convicción de que defendían una causa honrada

yjusta.

Ya habíandejado á laespalda toda señal de habitación humanay de tierralaborable, ypisaban, por consiguiente, las arenas del de-- sierto, cuando el sol, que las lluviosasnubes habían ocultado desde' elamanecer, comenzóá iluminar el espacio, haciendo más visible la

inmensidad de arenaque nuestros viajerostenían delante de sí. ' - Mr. Thompsony Guillermo sintieron una impresión extraña al

pasearsu miradapor el horizonte sin límites que se extendíaante'

sus ojos. Ni montañas, ni vegetación, ni movimiento como en eL

mar, sino una inmóvil llanura de arena rojiza que ávecesproducía"

vivos destellos por el reflejo de los rayos solares; he aquí lo que' veían, yeste espectáculo, más notableparalos habitantes del Nort»^

que paralos que hemos nacido enel Mediodía de Europa, desper-'

tabaen ellos la ideade loinfinito, sintiendo un placer

inexplicable

'

que no tiene semejanza con ninguno de losque causa en el ánimo*

la contemplación de los demás espectáculos de la naturaleza. ' ' '

A medida queiban internándose en aquella sabana inmensa

de

arena, yperdían de vista los árboles, las montañas y las casas

de

(3)

LA CAZA DE UNA ORQUÍDEA 447 las Últimas poblaciones delYemen, y la soledad los rodeaba por todas partes, comprendían nuestros europeos elamor que los be¬

duinos tienen al desierto, yel encanto singular de la errante vida de tribu. Es una vida que goza más del cielo que de la tierra. Los

ojos se cansan pronto de mirar laarena, los escasos arbustos que produce ylos pedazos de roca que devez en cuandocortan lamo¬

notonía delllano,pero no se cansanjamás demiraraquel cieloesplén¬

didoy radiante, deunazul y una transparencia que embargan el es¬

pírituyle hacensoñarconloseternosdeleites de una existencia so¬

brehumana. Y cuando se camina largo tiempoporaquella soledad,y

se encuentraun oasis cubierto de césped,con agua pura ycristalina

para apagar la sed, con bosquecillos de palmeras ysicómoros que prestan sombra, frescura y alimento, parece que se ha trasladado á la tierraunpedazo del Paraíso, porque en ninguna parte se estiman

tanto las bellezas de lavegetación como enlas áridas soledades del desierto.

Largo rato estuvieron Mr. Thompson y Guillermo absortos enla contemplación de aquellos horizontes sin término cuya misma mo¬

notoníales dabaparticular encanto. Como era un cuadro sin deta¬

lles, como era una unidad sin variedadperceptibleá la simple vista,

los ojosde nuestros viajeros seperdían en elespacio infinito, donde el cielo yla tierra son una misma cosa y loscolores se confunden, produciendo maticesperegrinos de una delicadeza indescriptible. Y

nosolamenteloseuropeos, sino los mismosárabesparecíanentregar¬

se áeso que llaman los franceses reveriey que se siente sobre todo

cuando el alma sepone en contactoconla inmensidad. Todos calla¬

ban, demodo que sólose oían lassordas pisadasde lasbestias enla

arenaylos resoplidos quede vez en cuando daban los caballos que

conlacabeza erguidayelmorroextendido olfateabanaquellaatmós¬

fera frecuentementecaldeada por los rayos solares. Mr. Thompson

separó losojos un instante del espacio y los fijó en latierra, porque creía haber visto algo que le llamó la atención;y en efecto, señaló

al sueloconla mano, y dirigiéndose á Guillermo,le dijo:

—O el exceso deluz ha ofuscado misojos, ó eso que veo sonflo- recillas que acabande rompersuscapullos.

—No es ilusión, Mr. Thompson—contestó Guillermo;—yo las estaba tambiéncontemplando coa extrañeza, porque no creo que el desierto sealugar muy apnopósito para esasproducciones espon-

(4)

448 GACETA AGRICOLA DEL MINISTERIO DE FOMENTO

táneas. Preguntaré á Abu-Amar,y acaso nos

explique

este

inespera¬

do fenómeno.

Llamóal árabe, y después dehablar conél un buen

espacio de

tiempo, Guillermo dijo á Mr. Thompson;

.—Está explicado, Mr. Thompson. La arena

del desierto

no es

taninfecunda como se cree, y de todas maneras es tan

agradecida

al donbenéfico delagua como cualquierotro terreno.

Esto

que ve¬

mos sucede todos los años en cuanto empieza la época de

las llu¬

vias.El agua, ese poderosogenerador de

la

riqueza

agrícola,

pene¬

tra en las secas entrañas de estos arenales, ylos arenales, en mues¬

tra de agradecimiento, se visteny

engalanan

con una

multitud de

florecillas silvestres. Aquí ha debido lloverestos últimos

días

en

abundancia, yved cómo el desierto ha cambiado de

faz. En

cuanto

el sol recobre definitivamente suimperio, las florecillas se

marchi¬

tarán, la tierra volverá á desmenuzarse, yá semejanza

del

agua

del

mar, esta arena se moveráá impulso de los vientos,

ocasionando,

tambiénnaufragios no menos

terribles

que

los del estrecho de Bah-

el-Mandeb.

—No es poca fortmia, amigo Guillermo—repuso

Mr. Thomp¬

son—que nos haya tocado en este

tiempo el comienzo de

nuestra expediciónpor las

soledades de la Arabia.

;

—Esta fortuna—replicó Guillermo—no es duradera.

A medida

,

que nos alejemos

del

Yemen,

la influencia de las lluvias será

menor,: porque si en el Yemen

las lluvias comienzan ahora,

en

el interior-

del desierto no son constantesmás que en ciertos meses

del invier-¿

no y en algunosdías de la primavera. j

—¿De

modo

que

tendremos

que correr

todos los peligros del de-j

sierto más tarde ó más temprano?—preguntó elinglés. _

—Sin duda ninguna—respondió el españoliío\—y este esuno

de,

losmayores encantos que debe tenerpara nosotros

el viaje

que

he-,

mosemprendido.

—Justamente, amigo

Guillermo—afirmó Mr. Thompson

con en-,

tereza.—Si me hubierandicho que no había más que venir

aquí

y; coger la orquídea que

busco

y

llevármela á Londres,

nome

hubiera

movido de lanoble Inglaterra. El encanto del

viaje consiste

en

la

dificultad de encontrar la planta y en los riesgos que es

preciso

arrostrar para conseguir nuestro intento. -.

—¡Mirad!—dijo en esto Guillermo,

señalando

con

la

mano

áuna

(5)

LA CAZA DE UNA ORQUÍDEA 449 especie de montecillo de arena

que se veía comoá unos cien me¬

tros dedistancia.

—¡Quéhermoso animal!—exclamóMr. Thompsonfijándose enel punto señalado por Guillermo, donde levantaba gentilmente su ca¬

bezaYun cuadrúpedoqueparecía estaren observaciónde losviajeros.

ciertamente el animal era gallardo, esbeltoyágil hasta más no

poder. Parecía de lejos un corzo; pero su dorso pardo, su vientre blanco y la cinta de pelosnegros, morenos y rojos quese notaban

en susvacíos, dieronbien prontoá conocer á la perspicazvista de Guillermo la clase de animal que tenían enfrente.

—Esuna gacela, Sr.

Thompson—dijo;—uno

de los más simpáti¬

cos

habitantes

deldesierto. ¿Queréis quele disparemi carabinacuan¬

do nos acerquemos?

Antes de que Mr. Thompson contestara, ya uno de los árabes habíapicado espuelasá su caballo, y rápido como una exhalación,

sedirigía, con el rifle dispuesto, hacia lagacela, que al ver aproxi¬

marseal enemigo, desapareció de la colina y echó á correr por la

otra partedel llano bebiendolos vientos.

Mr. Thompson lanzó un grito de disgusto.

—Di que no le tire—dijo á Guillermo.

Guillermo se loadvirtió á Abu-Amer,yéste, dando unavoz,hizo que elárabe, cuando ya apuntába al inofensivo antílope, bajarael rifle y sevolviese á lacaravana sin dispararlo.

—Es una crueldad—observóMr. Thompson—matar por capri¬

choá esos pobres animales, que no nos hacen daño vivos nifal¬

ta muertos.

Además, necesitamos reservar las municiones para ca¬

sos de importancia, y no es cosa demalgastarlas enfruslerías.

Los árabes comprendieron lo fundadoy racional de la observa¬

ción delinglés, y acordaron seguir entodo sus instrucciones, por¬

quesuponíanquequien se interesabapor una gacela, además de te¬

nerbuen corazón, debía ser animoso y sereno en el peligro; que

no escobarde ordinariamente quien abriga sentimientos nobles y elevados.

El calor iba apretando cadavez más, yla arena rojiza del desier¬

tobrillaba conmás intensidad, produciendo á vecesen los ojosuna

molestia desagradable, compensada únicamente por la grandeza del espectáculo que nuestros europebs no se cansaban de admirar, pa¬

sando la vista por aquel inmenso océano de arena rojiza y cente-

Tercera época.—zb noviembreiSSj.—Tomo IV. 29

(6)

450 GACETA

AGRÍCOLA DEL MINISTERIO DE FOMENTO

lleante queá cada

momento cambiaba de matices conforme la he¬

ríanlos rayosdel sol.

Así fueron caminandouna gran parte

del día, excepto un par de

horas de descansoque

emplearon

en comer y en

discutir la direc¬

ción precisa que

debían tomar, porque hallándose en uno de los

puntos menos

frecuentados del desierto, corrían el albur de estar

caminandosemanas enterasá

la

ventura,

sin tropezar con ninguno

delos objetos que

buscaban Mr. Thompson y Abu-Amer.

Duranteaquella

especie de consejo, Abu-Amer creyó oportuno

consultarla opinión

del

negroque se

había escapado de la partida

deBen-Said, y elnegro,queera muy

sobrio

en

palabras, se conten¬

con indicarhaciael Sudeste como

punto donde sería fácil hallar

álosbeni-sokkkr.

Acordaron seguir la

dirección indicada

por

el negro, y nada les

ocurrió departicularhasta

media tarde,

en

que tropezaron con unos

pastoresde carneros y

camellos, para quienes fué gran novedad ver

enaquellos sitios

aquella singular caravana, compuesta de hombres

armados, sin ninguna

clase de mercancías.

Lospastores

pertenecían á la tribu llamada de los Kreysheh, de¬

dicados únicamente alpastoreo, y

encaminábanse, según dijeron,,

hacia el Norte deldesierto enbuscà

de

un

arbusto llamado Adr^

quealimentaá

los

carneros

durante un mes sin necesidad de beber,

noticia que

asombró

no poco

á Mr. Thompson y Guillermo, los

cuales debuena gana se hubieran

traído ejemplares de aquella plan¬

ta áEuropa, si el

buscarla

no

les hubiera desviado por el pronto de

su camino.

Abu-Amer, á quien esto

importaba

un

ardite, preguntó á los

Kreyshehpor

la partida de Ben-Said, y contestáronle que el día

anteriorhabíanvisto cerca de un

oasis,

y no

lejos de los abismos

de Barh-el-Safi^kMrsgtVi^o

de beduinos

que

no pertenecían á su

tribu, yqueal parecer

andaban fuera de la obediencia de sus natu¬

ralesjefes; perono

podían decir el nombre del que los capitaneaba,

ni siquierala tribu

á

que

pertenecían.

Con estas noticiasincompletas, aunqueno

indiferentes para Abu-

Amer, éste creyó quese

hallaría, cuando más, á una jornada de sus

enemigos; es decir,

á

una

jornada de su Sobeíha, de la luz de su

vida,queestaba

esperándole á todas horas como el cautivo espera a

su libertador.

(7)

LA CAZA DE UNA ORQUÍDEA 451 Elnegro, que no se separabaun .momento de

Abu-Amer,

clavó

en élunamirada indefinible cuando el generoso árabe, en el tras¬

porte desu regocijo, daba gracias á Alápor que le había puestoá

tan cortadistanciadesutesoro ydeltraidor que selo había robado.

El sol comenzabaá perderse en el inmenso horizonte, pintando

la atmósfera de celajes verdaderamente maravillosos, y árabes y europeos se sentíanbajo el influjo avasallador deaquel magnífico

ocasoiluminado conlos últimosreflejos de la luz de Oriente, y sin más detalles que alguna que otra palmera que selevantaba á lo

lejoscimbreando su copagallardamente en el espacio. Los árabes, postrándose en tierra y mirando hacia la Meca, rezaron suoración de latarde, acto que en aquella hora y en aquel sitio causó gran

impresión á los europeos. Terminada la oración,pensaron endónde habían de colocarse las tiendas para pasar la noche, y como Gui¬

llermo era tal vez el más previsor de los viajeros, díjole á Abu- Amer que fuera eligiendo sitio conveniente.

—El día—añadió—estáya al caer, y si es precisohacer un reco¬

nocimientoen los alrededorespara que no seamossorprendidos du¬

rante elsueño,paréceme oportuno que indiques dónde hemos

depernoctar, porque á pocoque nos descuidemos habrá llegado la

noche. ,

—^Dices bien—contestó

Abu-Amer.—Allí,

á mano izquierda, se levantaunapequeñacolinade rocayarena quepuede resguardamos

decualquier vendaval que se levante. Podemos reconocer el sitio y

ver si conviene clavar allí nuestras tiendas.

—Vamos allá—dijo Guillermo.

Ydando la ordenoportuna,volvióla caravanaá mano izquierda,

encaminándosehacia la colina.

Faltaban unos cuantos metros parallegar al pie del montecillq,

cuandoAbu-Amer mandó hacer alto.

—¿Quéocurre?—preguntó Mr. Thompson.

Guillermo,

antesde contestar, alargó el pescuezo para dirigirla vistaalpunto donde fijaban lasuya Abu-Amerylos que, como él, formabanlavanguardia de la caravana, y vió enel suelo tres enor¬

meshuevos de avestruz, y entre ellos unfusil con una larga mecha encendida, apuntando á labase de la colina.

—Alejémonos—dijo

Abu-Amer.—Nodebemos privarde la.caza ánuestros hermanos.

(8)

452 GACETA AGRICOLA DEL

MINISTERIO DE FOMENTO

—No entiendo—insistió Mr.Thompson, al ver que

todos

se

ale¬

jaban dela

colina

en

busca de otro sitio

en que

acampar.

Guillermo habíapedido la

explicación de aquello á Abu-Amer,

que seladió

amplia

y

completa,

y

luego, volviéndose á Mr. Thom¬

son, dijoá suvez:

—Somos muy considerados,Mr.

Thompson,

con

los habitantes

deldesierto que sededican

á la

caza.

—¿Cómo?—preguntó Mr. Thompson encogiéndose de hombros.

—Se tratadela caza del avestruz. Este ave pone sus huevos,

que nopasande21

ni bajan de

12,

al pie de colinas como esa, co¬

locándolos en semicírculo y casi enterrados en

la

arena,

á fin de

presérvarlos de la

lluvia. A

pocos metros

de distancia deposita dos

ótreshuevos al aire libre, que luego han deservir

de alimento á los

polluelos que nazcan.

Los

avestruces

apareados alternan

en

el nido,

ymientras uno

empolla, el

otro se pone en

acecho sobre la cima

delmontecillo. Cuando los árabes le divisan infieren que hay

nido,

y comolas aveshuyen

al

ver

al hombre, el cazador abre

un

aguje¬

ro cerca de loshuevosque están al aire

libre,

y

allí coloca

su

fusil

con una mecha encendida, apuntando á loshuevos

semi-enterrados.

El cazador,hecho esto, se va: losavestruces

vuelven al anochecer,

y no viendo á nadie, se ponen

sobre los huevos. Cuando la mecha

se concluye sale el tiro del fusil,yá

la

mañana

siguiente el cazador

encuentra, porlo menos, unade

las

avesmuertas,y

á

veces

las dos.

—]Yal Y lo quehabéis

visto...

—Era—le interrumpió Guillermo^—el fusil

preparado

con

la

me¬

cha encendidaylos huevos deayestrazen

la

arena; y como

esta

es

la hora de que vuelvan las aves, á

Abu-Amer le ha parecido que

debíamos alejarnospara no defraudar al

cazador

en sus

legítimas

esperanzas.

—No me parece

mal—observó Mr, Thompson,—siempre

que

no '

salgamosperjudicados

notablemente

en

el cambio de sitio.

—Noserá mucho,porque la diferencia

de

terreno en

estos luga¬

res es siempreescasa, cuando no se

tiene la fortuna de tropezar con

unoasis.

Abu-Amer, entretanto, seguido del negroydeotro

árabe, había

hecho unreconocimiento minucioso, del cual resultó la

determina¬

ciónde pernoctarjunto á un granpedazo de roca encuyas

grietas,

que conservaban la humedad y frescura de

la reciente lluvia, se

(9)

LA CAZA DE UNA ORQUÍDEA- 453

veían algunasflores yhierbecillas silvestres, y tal cual arbusto que

en aquel páramohacía plaza de corpulentaencina. " .

Durante el reconocimiento hecho por Abu-Amer, le llamó la atenciónun onagro ó asnosalvaje muerto,pero que conservaba se¬

ñales de haber sido utilizado por alguien recientemente, porque teníaen las patas pedazos de cuerda anudada, comola que se usa para trabar álos animales decarga y marcha, y una cabezada con ronzal. Abu-Amerexclamó:

^—¿Qué miserable beduino ha podido domesticar este animal

parasustituirloal dócil camelloyal noble caballo delNedjed?

—Tal vez—observó el otro árabe—la pobreza le obligó á cazar

unonagro, yla indocilidad del animal le haobligado á matarlo.

El negro tenía fija la mirada en el onagro sin pronunciar una pa¬

labra. pronto se dirigió á Abu-Amer pidiéndole permiso para

quitaralonagro muertola cabezadayel ronzal,yhabiéndoselecon¬

cedido, saltórápidamente delcaballo, y acercándose alonagro co- mehzóádéspojárléde la cabezada;pero, déspués de ver sile 'obser- vabáh los dos árabesque iban yá á incorporarse abresto de laca- rávahá, escudriñó el interiorde las orejas del animal muerto,ysacó de una ellas un pedazode hoja de palmera cuidadosamente arro¬

llada.' Ladesenvolvió con presteza, vio cuatro agujeros redondos iguales yhechos, alparecer, con una especie de taladro, y ensegui¬

da con sucuchillo hizootros dos debajo de los anteriores,procu¬

rando igualarlos en lo posible; volvió á colocar lahoja de la misma mánerá y en el mismositio;"quitó lacabezada yel ronzal alonagro, ymontando de nuevo á caballo, corrió á galope tendido á reunirse

con'su amoy los demás expedicionarios.

Silrostro, generalmenteimpasible,habíasufrido algunaalteración

al éxáminár la hoja depalmera; pero pasado el primer momento, nadie'hubiera podido adivinar en la oscura piel del esclavóni los propósitos de corazón,ni lasinquietudes de su espíritu.

Lo queacabábadehacereraindudablemente alguna señal conve¬

nida con otra persona, y las orejas del onagro muerto servían

como de buzónpara comunicarse noticias ó avisos. Pero ni los ára¬

bes ni los europeos podrían sospechar nada deesté al veral escla¬

vovenir conla cabezada y élronzal del asno y ponerse inmediata¬

mente átrabajar en

la

erección de las tiendas con una solicitud y una actividad más vivas que decostumbre.

(10)

454 GACETA AGRICOLA DEL MINISTERIO DE

FOMENTO

Él trabó lamayorparte de los

animales

para que

pudieran

pacer junto á larocay comer el

pienso sin peligro de

que se escapa¬

ran: él se apresuró áarrancar

algunos arbustos, á

recoger

el estiér¬

col de los camellosyá encendercon el eslabón

aquellos combusti¬

bles, quebienpronto formaron una

hoguera donde había de

cocerse

el miserable pan de duraque comen

los árabes,

y

donde sé tostaría

el delicioso café, quees paraellos el

colmo de los deleites gastronó¬

micos.

Abu-Amery los dos europeos se colocaron en una

tienda; éstos

consus lechos de campañay aquélcon su

alfombra,

como

los de¬

más árabes qué se acomodaron en

la

otra

tienda.

Mr.ThompsonyGuillermo,

sentados á la

puerta

de la

suya,saca¬

ron sus nutritivosvíveres, entre los cuales había unalata de ternera

ensalsa quearrojaron al fuego para

calentarla,

y que

luego

comie¬

ron con un apetito-que los árabes

calificarían

seguramente

de glo¬

tonería. Sinmiedo á escandalizar la fe mahometana de suscompa- ñéros de viaje, sebebieronmuy cerca de una

botella de Jerez, dé

cuyo exquisito néctar hicieron grande

acopio

en

Sana, donde

encon¬

traron un almacenistade vinos de Europa que proveíaá los

jefes

yfunci onariosturcos.

Y

mientras

cenaban opíparamente, entretenían¬

seen vercómo los árabes machacaban el dura entredospiedras, y deaquella harina hacían unatortaque cocían

al fuego de la hoguera,

yluego tostaban el café ylo molíanen

el

morteroy

lo cocían tam¬

bién en una olla, como si fueraun puré. Elnegro erael que se en¬

cargaba de hacer casi todas estas operaciones, con gran

asombro

delmismoAbu-Amer, que nunca le había visto tansolícitoy

eficaz.

Cocida la torta, los árabessacaron higos ydátilesen

abundancia

y

se pusieron á comerlos como él

manjar

más

exquisito del mundo.

Abu-Amer,sinembargo,aceptó las galletasqueMr.

Thompson

y

Gui¬

llermo leofrecían, yun poco de ternera que

sólo á fuerza de ínsían-

cias comió el árabe. Con másgustosaboreó las frutas secas y

bebió

delagua de los odres, lo mismo que sus

compañeros de

raza.

Al

llegar el café, todos formaronmesa

redonda,

y

todos,

europeos

y

orientales, hicieronidéntico honor al incomparable

fruto de los

ca¬

fetos'del Yemen.La luna brillabaya enlo alto de

aquel cielo limpio

y puro como unagasa, y

el desierto

que pocas

horas antes parecía

un ascua de oro, semejábase ahora á unblanco

cendal extendido

sobre la inmensa superficiede la tierra.

(11)

LA CAZA DE UNA ORQUÍDEA 455 La tranquilidadyel silencio que. reinaban portodas partes; las

tiendaslevantadas al pie del pedazo deroca; la hoguera que.con

susúltimas llamaradas iluminaba los rostros de aquellos catorce hombres que tomaban el café sentados en. el suelo á estilo oriental,

y la luna bañandoeon sus tibios reflejos los anchos horizontes de laarenosa planicie, formaban uncuadro apacibley suave, pero tan encantador, que al mismo Mr. Thompson le hubiera costadopoco

trabajo enaquel instante comprometerse á hacer la vida nómada durante dos ó tres años consecutivos.

Elcontraste entre la bulliciosa vida de las grandes ciudadesy la

soledad del desierto en una noche delunaera tanbruscoy tansin¬

gular, que nopodía menos decomplacer á cualquiereuropeo cansa¬

do de la agitación del mundo de la industria, de la políticayde los espectáculos. Mr. Thompson comprendió que allí se elevaban los

sentimientos y queel almase acercaba másfícilmenteá suCriador,

y no dejó de recordar á los primerosanacoretas del cristianismo,

que en las soledades de Asia y

África

iban á buscar las dulzuras de lacontemplación mística, huyendo dé las corrompidasycultaspo¬

blaciones del imperioromemo.

Habíantomado yael café los viajeros y se disponían á ocupar

sustiendas, cuando se oyó á lo lejosunaullido prolongado y tétri¬

co quehizoarrugar el entrecejo á Mr. Thompson ylevantar laca¬

beza áAbu-Amer como caballo de batalla quehuele lapólvora.

—¿Qiió es eso?—preguntó Mr. Thompson.

Elnegro, que había aguzado el oído con especial atención, se acercó áAbu-Amery le dijo:

. —Aullan los chacales, que sin duda van á devorar el onagro muerto. Si quieres, yo me acercaré á espantarlos con mi fusily

vigilaré durante lanoche para que no molesten á nuestrasbestias.

Guillermo tradujo estas palabras á Mr. Thompsonpara que enterase de lo que ocurría.

Abu-Amer accedió álos deseos delesclavo, el cual,cogiendo un

rifle, se alejóde las tiendas en direccióndel sitio dondepocashoras

anteshabían visto el onagromuerto.

Los demás árabes se acostaron, así como Mr. Thompsony Gui?

llermo,

y sólo Abu-Amerse quedó sentado ála puerta de la tienda esperando al negro ypensando en quepronto talvez seencontraría

cercade Sobéiha yfrenteáfrente de Ben-Said.

(12)

456 GACETA AGRICOLA DEL

MINISTERIO DE FOMENTO

El negro salió con pasd

acelerado del aduar, encaminándose al

punto de

donde procedían los aullidos,

que

cada vez eran más

agudos. Al

principio iba

con

el rifle al hombro, y sin tomar pre¬

caución de ninguna especie como

si estuviese

seguro

de

no

correr

peligro con

aquellas fieras. Pero á medida

que

se acercaba y que los

aullidos se oían más distintamente, el negro tuvo un

momento de

Vacilación, y acortando

el

paso y

preparando el fusil, comenzó á

andarcon mucho cuidado yal parecer con

algo de

temor.

A la luz de la luna veía elnegro á bastante

distancia el

cuerpo

delonagromuerto, y cerca

de él

un

bulto

que se

movía, pero no

como fiera que devora su presa,

sino

como persona

que aguarda

impacientemente.

Elnegro lanzó otro

aullido semejante á los

que

salían de las

inmediaciones del onagro; le contestaron coa

otro más

suave,

y

entonces, echando resueltamente

el fusil al hombro apretó á correr,

yálos pocos

segundos

se

encontró al lado del animal muerto y del

bultoquesemovía.

La luna dió de lleno en lafiguradel bulto,y

el

negro

podía haber

reconocido á la adivina, si ya los

aullidos, imitando al chacal, no

lehubierandicho queera ella

la

que

le esperaba.

—Ereshija de los

espíritus—dijo el

negro,—porque

marchas con

tanta rapidez comoios

mejores caballos del desierto.

—Me engañasteis al

principio de vuestra expedición—contestó la

adivina,—y corrí á avisar á

Beh-Said;

pero

desde que llegasteis á la

tribu delos merekedesupe quevendríais á

El-Akhaf

por

el camino

más próximo á los

abismos de Barh-ei-Safi.

—Yo nopude avisarte—repuso

el

negro,—porque

sé que descon¬

fíande tí Abu-Amer y los europeos, y.

si llegan á sospechar que

nos entendemos, estamos perdidos. Peropor

el desierto he ido arro¬

jando de

trecho

en

trecho cartuchos de fusil para que supieras la

dirección que llevábamos,

si

acaso

sabías

que

habíamos estado: entre

los merekede.

—Los hevisto, ycalculandola

marcha de los camellos, adiviné

elpunto que poco

más ó

menos

elegiríais para pasar la noche, y

matémi onagro, y coloqué dentro

de

sus

orejas la hoja de palmera

conlas señales convenidas. Al oscurecersalí

del fuld (i) qne me

'

( i) Los f»ulds 6fuldssoií enormes agujeros

.abiertos

en

el desierto, principal-

(13)

LA CAZA DE UNA ORQUÍDEA 457 sirve de guarida, yvi el resplandor de la hoguera que encendisteis

en el aduar. Entonces me dirigí alonagro,y saquéla hojadepalme¬

ra donde habías hecho las señales contestando á las mías. Comencé

luego á imitar los aullidos del chacal, y hascontestado viniendo á la cita. Ben-Said recompensarálargamente tus servicios.i,

—¿Qué me importa á mí deBen-Saidy de sus recompensas?—

replicó el negro, arrojando por susojos más luz que lade lahogue¬

ra del aduar que aún chisporroteaba á lo lejos.—Para Ben-Said

y Abu-Amer son iguales. Ambos amaná Sobeíha, y á ambos los aborrezcoporigual. PeroBen-Saidestambién aborrecido deSobeíha,

tanto como es amado Abu-Amer. Por eso Ben-Said puede contar conmigo contra Abu-Amer.

—¡Desdichadode ti!—repuso la adivina.—-Eres víctima de una

pasión insensata, y ya no esposibleque hagasnada de provecho en el mundo. La inmensidad del desierto es pequeña en comparación

de la distancia que te separa de Sobeíha. Aunque desapareciesen

Abu-Amer yBen-Said, ¿qué podías esperartú, pobre esclavo, hijo

de la Abisinia, deesa mujerencantadora como las hurís.de vues¬

troprofeta?

■—La negra piel qué cubre mis carnespodrá poner distancia in¬

mensaentre Sobeíhayyo—contestó elabisinio,—no la calidad de la sangre. General erami padre del ejército del Rey Teodoros, y mercader era el padre de Sobeíha, á cuyas manosfui áparar como

esclavo, después de amargas vicisitudes, que aniquilaron á mi fami¬

lia.Pero, ¿qué amormide distancias? Me sentí subyugado por ella

desde casa desu padre; laseguí alwadi de Abu-Amer, y me presté

álas maquinaciones de Ben-Said yá las tuyas pararobarlaásu due<

fio, porque hartosabía yo queBen-Said no lograría ni una mirada

que no fuese de odio, de losojos de Sobeíha. ¿Qué espero? No sé.

Que mueran todos los quelaaman, y quenadie más que yo tenga elprivilegio de contemplarla comoá reina de mivoluntad yde adó¬

rnenteen elNefud, algunos de los cuales tienen70,80yhasta 200 metros dealtura por otro tantodeperímetro. Sebajaalfondo de aquellos agujeros por elèscaíona- miêntonaturaldel terreno. Lo másextrafioenellos esque.arenadel desierto no losciega,yqueademáselpiso del fondo,en vezdeser arenoso, secomponede arci¬

lla,roca yávecesde tierra vegetál.Algún pueblecillo del Nefud está situadoen uno

deestosagujeros,quesin duda debióser unlago.

(14)

458 GACETA AGRICOLA DEL MINISTERIO DE FOMENTO

rarla como á miDios. Arrojado ásus pies, velaré su sueño, espiaré

sus deseospara cumplirlos, la

rodearé de todas las riquezas

que yo

arrebate á las caravanas en el desierto ymoriré bajola luz de sus ojos, pero sinque nadie más que yo

haya gozado de

sus

miradas,

nihayasentido losencantosde su voz.

—¡Pobrelocol—dijo la adivina

poniendo

una mano

compasiva

sobre la cabeza del negro.—Llevas camino de perdición. Vinieras

áexplotar,como yo, las debilidades de estas gentes, y no te

agita¬

rían el almaesas tempestades en que has de perecer.

—Lacodicia¿qué sabede los secretos del

corazón?

—Y¿qué sabe elamorciego

lo

que

puede la serenidad del espíri¬

tu? Pero hablemos de lo que importa...

—De lo queimportaá los demás—añadió

el

negro con una

mi¬

rada entreamarga ydespreciativa.

—Ben-Saidme esperaal otro ladodel fuld...

¿Puede

contar con¬

tigo para el momento en que asalte

á la

caravana

de Abu-Amer?

—Sí... ó antesquizá.

—Ben-Said quiere llevar á

Sobeíha la cabeza de Abu-Amer-—

dijo la adivina marcando mucho las palabras.

—Se lallevará—repuso elnegro.—Y añadióparasí:—yyo

le lle¬

varé luego lacabeza deBen-Said. , : a

Levantóse la adivina, ydespidiéndose delnegro, no

tardó

en

des¬

aparecer entrelas ondulaciones del terreno, por

donde

se

bajaba al

fuld. . ^

El negro cogió sufusil,y con el pensamiento

lleno de sombras

y agitadoportempestades

horribles,

se

volvió al aduar, donde Abu-

Amerleesperaba con alguna impaciencia. :

El árabe estabajunto al rescoldodela hoguera, recostado en

el

suelo ymedioenvuelto en su

jaique, velando

por

si los chacales

se

atrevíanáacercarse. Los demás dormían tranquilamente dentro

de

lastiendas, ysobretodo, Mr.Thompson,cuyos

ronquidos habían

oca¬

sionado más de unmovimiento de asombro entrelos camellosyca¬

ballos echados al rededor del aduar.

Cuandollegó elnegro, dió cuenta á

Abu-Amer de

que

los chaca¬

les habían huido al sentirlospasos del hombre, yde que

todo

esta¬

baperfectamente tranquilo.

Abu-Amer lemandó acostar, y aunqueel negro se negaba

á ello,

fué talel imperio con que el árabe le repitió el mandato, que

el abi-

(15)

la caza de una orquídea 459 sinio notuvo más remedio queobedecer la orden, entrando en la tienda dondereposabansobre alfombrasy esteras los árabes y ca¬

melleros.

Abu-Amer, quedespués de la conversación celebrada con Gui¬

llermo yMr. Thompson, acercade laadivina, desconfiabadela leal¬

tad de todos susservidores, sehabíapropuestonodejar que nadie

más que él velasepor las noches durante su permanencia en el de¬

sierto. Por eso continuó en elmismo sitio, recostadocerca del res¬

coldoy con el fusil entrelas piernas,puestos los ojos en el espacio iluminado porla luna ylas estrellas, que en número infinito vibra¬

ban comogranos de oro, yeloído atentoá cuantos rumores alte¬

rasen la silenciosaysolemne tranquilidad que reinaba por todas

partes.

Valentín Gómez.

{Secontinuará}^

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