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Razón y sin razón : el juego de espejos de "El fin de la locura" de Jorge Volpi

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Academic year: 2021

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Submitted on 23 Mar 2017

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Razón y sin razón : el juego de espejos de ”El fin de la

locura” de Jorge Volpi

Sara Calderon

To cite this version:

Sara Calderon. Razón y sin razón : el juego de espejos de ”El fin de la locura” de Jorge Volpi. La diferencia en cuestión. La cuestión de la diferencia, Mira Editores, 2016, 978-84-8465-498-8. �halshs-01494446�

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Para citar : « Razón y sinrazón : el juego de espejos de El fin de la locura, de Jorge Volpi », Aragües, J.M. ; Capmartin, Th. ; Mékouar-Hertzberg, N. ; Saldaña. A. La

diferencia en cuestión. La cuestión de la diferencia, Zaragoza, Mira Editores, 2016, pp.

169-182.

Razón y sinrazón : el juego de espejos de El fin de la locura, de Jorge Volpi

Tras una larga historia occidental en que tantas veces la percepción de la diferencia ha desembocado en el establecimiento de jerarquías o de dinámicas de poder, una de las preguntas que surgen rápidamente a propósito de la diferencia es en qué medida ésta nos es perceptible dentro de una perspectiva de horizontalidad ; en qué medida la diferencia puede darse, o más bien percibirse, sin jerarquización o exclusión.

Si la locura es sin duda alguna una de las nociones que mejor ha encarnado la alteridad absoluta en civilizaciones construidas desde hace varios siglos sobre el concepto de Razón, hasta el punto de generar mecanismos de radical separación, cabe preguntarse cómo y con qué efecto la novela del mexicano Jorge Volpi El fin de la locura1, publicada en 2003, inicia en

sus páginas un vaivén con la Norma que vuelve porosos los límites de esta frontera milenaria y llega a hacer oscilar, con la vena lúdica que caracteriza a la novela, Razón y Locura.

Locura y mirada normativa

La novela El fin de la locura de Volpi narra las peripecias de un psicoanalista mexicano, Aníbal Quevedo, en el París de mayo de 1968 y el México de los años 80. A través de sus vivencias, la obra esboza un panorama intelectual de mayo del 68, con alusiones a las obras de Michel Foucault, Louis Althusser, Roland Barthes y, en especial, de Jacques Lacan. Por otra parte, gracias al personaje de Aníbal Quevedo, emprende también una reflexión sobre el ya tradicional tema mexicano de la relación entre la clase intelectual y el poder político.

La “locura” es por tanto abordada en la novela de Volpi tanto en su sentido médico como en su sentido crítico. Por una parte esta obra alude a la enfermedad mental, con la exploración de las teorías del psicoanálisis lacaniano, y por otra a la actitud o pensamientos de                                                                                                                

1 VOLPI, Jorge, El fin de la locura, Barcelona, Seix Barral, 2003. Todas las citas provienen de esta

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ruptura, que son aquí las ideologías que recorrieron mayo del 68, y a su posterior instrumentalización por parte de una clase dirigente acomodaticia. Tanto una como otra son abordadas bajo el prisma humorístico de la sátira y de la parodia.

Dejaremos a un lado la acepción crítica del término, para estudiar el tratamiento que la locura en tanto que patología recibe en la novela. Sin incurrir en la explicitación de un postulado, la trama aborda esta noción a contrario de toda una tradición trágica y estigmatizante, gracias a un complejo juego de focalizaciones que es casi en sí un postulado.

El tratamiento que El fin de la locura le da a la locura en tanto que patología está abiertamente influenciado por la lectura de la Historia de la locura en la edad clásica, de Michel Foucault2.

Este ensayo de Foucault aborda el estudio de la locura a partir de la práctica médica, del discurso teórico y de la proyección de la sinrazón, que Foucualt distingue de la locura, en algunas obras literarias y pictóricas emblemáticas. En su ensayo, Foucault desarrolla el postulado de que lo que las ciencias de psiquiatría y psicología analizan no es tanto una realidad preexistente que se haya descubierto como algo que se ha ido gestando en el tiempo y que cristaliza de forma relativamente reciente, a principios del siglo XIX.

Para Michel Foucault presumir la objetividad es ya un postulado, y en ese sentido emprende una historia de la locura examinando cómo ésta se semantiza desde tiempos lejanos asumiendo la carga simbólica de estigmas y tabúes de la lepra y de las enfermedades venéreas. En este sentido evoluciona en la percepción en un largo proceso, que Foucault asimila a la domesticación, de potencia irracional y fuerza cósmica al estatus de objeto de observación que le conocemos ahora.

                                                                                                               

2 « Sin embargo, leí con entusiasmo algunos de sus libros, en especial su Historia de la locura en la

época clásica. En mi opinión, ni siquiera Lacan había comprendido la demencia como él ; más allá de

la distancia casi literaria con que aborda su tema, Foucualt hablaba desde el centro mismo de la anormalidad : « Por el juego del espejo y por el silencio, la locura está llamada sin descanso a juzgarse a sí misma. Además, es juzgada a cada instante desde el exterior ; juzgada no por una conciencia moral o científica, sino por una especie de tribunal que constantemente está en audiencia ».

¿Qué es exactamente la locura ?, se preguntaba Foucault. Y respondía : una calidad infamante otorgada por los sanos o los poderosos a quienes no son como ellos, a quienes no piensan como ellos, a quienes no se someten a sus reglas y castigos. Expulsado de la sociedad y condenado a ocupar un rango inferior al delincuente, el loco –ese supremo rebelde- está obligado a purgar una condena inmerecida para servir de ejemplo a quienes se atreven a desafíar a los cuerdos. « El asilo es una instancia judicial que no reconoce otra », añadía. « Juzga inmediatamente. Posee sus propios instrumentos de castigo, y los emplea según su propio criterio. Todo está organizado para que el loco se reconozca en un mundo judicial que lo rodea por todas partes ; se sabe vigilado, juzgado y condenado ; de la falta al castigo, la unión debe ser evidente, como una culpabilidad reconocida por todos » (pp. 143-144). VOLPI, Jorge, El fin de la locura, Barcelona, Seix Barral, 2003.    

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Este proceso, necesario a la constitución de toda ciencia, es problemático ya que la locura no acaba constituida en objeto puro, sino en objeto que a su vez permite constituir en objeto de estudio la naturaleza humana, en forma “à la fois objectivée et objectivante, offerte et en retrait, contenu et condition”3. Además, si bien toda ciencia debe partir de la asignación al estatus de objeto de su materia de estudio, en el caso de lo humano, esto produce la inserción de lo observado en el marco de una relación de poder, más o menos desarrollada, que Foucault señala abiertamente y de la cual trasunta el especial relieve que cobra el médico para el desequilibrado.

Trataremos de centrarnos aquí en el trato que la novela da a la mirada que emerge de ese largo proceso, en el contexto del asilo del siglo XIX. Una mirada normativa que lleva la impronta a la vez de la autoridad paterna y de la instancia judicial, una mirada sancionadora que la sociedad arroja sobre la extrema diferencia que es la locura.

Como lo explica Foucault, la mirada mantienen ese doble vínculo con la locura. Por una parte la identificación de la categoría de loco es en primer lugar el producto de la asignación inmediata de una comunidad homogénea a un elemento heterogéneo. Por otra parte, toda una serie de mecanismos represivos vinculados a la mirada se ponen en marcha en el asilo psiquiátrico de principios del siglo XIX.

En concordancia con su vena satírica y paródica, El fin de la locura le otorga a menudo la palabra al alienado, esto es, convierte al objeto en sujeto. Si la posibilidad de la locura reposa en la mirada sancionadora de quien produce la Norma, y la asignación al estatuto de objeto de quien se sustrae a ella, este primer paso perturba ya las fronteras.

Las variantes desarrolladas en la novela en torno al elemento de la mirada normativa van de provocar una simple sonrisa a introducir un grado de subversión que puede llegar a revertir el estigma.

Aunque el mismo recurso de focalización es en parte aplicado a las teorías lacanianas sobre el psiquismo humano, que son referidas desde el punto de vista de un bebé que las cumple a regañadientes, las obviaremos aquí por quedar fuera de la temática y por haberlas tratado anteriormente en el marco del estudio de la parodia del discurso del psicoanálisis lacaniano4.

                                                                                                               

3 FOUCAULT, Michel, Histoire de la folie à l’âge classique, Paris, Gallimard, 1972. p. 575. 4 CALDERÓN, Sara, Jorge Volpi ou l’esthétique de l’ambiguïté, Paris, L’Harmattan, 2010.  

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Voces de la periferia

El fin de la locura presenta algunos personajes con referente real que han sufrido

desequilibrios más o menos grandes : Marguerite Pantaine, Louis Althusser y las hermanas Papin. Aquellos a quienes la narración concede la palabra, Marguerite Pantaine y Louis Althusser tienen un mayor interés por el discurso que se les atribuye.

No obstante, nos detendremos brevemente antes de analizarlos sobre la manera en que la novela introduce a los personajes de las hermanas Papin. Como se recordará, Christine y Lea Papin protagonizaron en 1933 un crimen espeluznante, al asesinar y torturar a sangre fría a su patrona y a la hija de su patrona, eviscerando y disponiendo sus cuerpos como se hace con un plato de conejos. El hecho de que ambas hermanas hubieran sido empleadas modelo durante varios años al servicio de esta familia aumentó aún más el carácter terrible e inexplicable de su gesto.

El episodio es referido en la novela, que también refleja el seísmo que el crimen produjo en la opinión pública. Si una parte mayoritaria pedía venganza, una parte minoritaria, dentro de la cual algunos medios de izquierda y los surrealistas, interpretaron el hecho como una manifestación de la represión burguesa.

Por su parte, el joven Jacques Lacan, aún dedicado al estudio de la paciente que lo volvería célebre, Aimée, también emitió una hipótesis sobre el caso, que sin embargo no tuvo gran repercusión. Dado que esa noche hubo un apagón, como consecuencia de un cortocircuito provocado por la plancha, y que ese acontecimiento pudo haber tenido un papel como desencadenante del paso al acto de las dos hermanas, Lacan postula que, de manera simbólica, el corte de corriente se convirtió en un significante que expresaba la falta de comunicación entre las damas y sus sirvientas.

El gesto espeluznante de las hermanas Papin desata en la realidad como en la ficción un flujo de palabras contradictorias que no hace sino poner de realce lo evidente : el inexplicable silencio tranquilo de las dos hermanas. En la realidad como en la ficción, todo pasa como si ese flujo de palabras tratase de “domesticar”, en palabras de Foucault, lo inaprensible, el horror, y como si ese silencio simplemente desafiara al entendimiento en su rotundidad.

Así, entre el escándalo, la explicación psicoanalítica y la actitud de los surrealistas como justificados en su crítica por la brutalidad del hecho, lo que domina y emerge es sobre todo el carácter irreductible, inasequible, de un hecho tan salvaje.

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Parece tanto más interesante este silencio, que deja intacto el sobrecogimiento de la razón, por cuanto que los otros dos desequilibrados ilustres de referente real sí tienen acceso a la palabra. Curiosamente, es la menos reconocida en tanto que sujeto, Aimée, la que más desestabiliza en la ficción el discurso normativo del psicoanálisis.

En efecto, la novela de Jorge Volpi adopta las voces narrativas de Marguerite Pantaine, alias Aimée, la paciente que permitió a Lacan hacer su doctorado De la psicosis

paranoica en sus relaciones con la personalidad, y de Louis Althusser, el célebre filósofo

marxista que estranguló en 1980 a su mujer en un ataque de locura.

Aimée, pseudónimo empleado por Lacan para designar a su paciente Marguerite Anzieu, fue tratada por Lacan por haber intentado asesinar con un cuchillo a la actriz de teatro, Huguette ex-Duflos. Tras tratarla durante varios meses en el manicomio de Sainte-Anne, Lacan acaba diagnosticando una paranoia de autocastigo : con su gesto Marguerite habría pretendido en realidad castigarse a si misma. Sin embargo, la agresión no conlleva ningún alivio para Marguerite y no es hasta varias semanas después de ser hospitalizada cuando reconoce que en efecto quería autocastigarse y recobra la razón. Este caso le permitió a Lacan desarrollar una teoría novedosa, que resultó polémica, situando el diagnóstico a escala de la personalidad.

En la novela de Jorge Volpi, la inserción del relato de la locura de Aimée se hace a través de dos fragmentos en los cuales es posible observar un cambio narrativo : mientras que el fragmento que refiere el encuentro entre Lacan y Aimée es asumido por un narrador heterodiegético, el fragmento que refiere la historia de Aimée es asumido por la voz del personaje.

Este recurso narrativo permite introducir un discurso de oposición. Al revés de lo que ocurría con el bebé que enunciaba las teorías lacanianas, Aimée se indigna abiertamente de la visión que el psicoanalista ha dado de su historia y da otra versión, vinculando sus acciones a la lucha por la independencia de la mujer, lo cual vuelve el episodio interesante desde una perspectiva de género. La problemática de Aimée es ilustrativa porque su condición de mujer y de loca la sitúa doblemente como objeto dentro de dos campos de poder ; también porque, por desgracia, la historia es plausible.

A pesar del cambio en la voz narrativa, es posible observar entre los dos fragmentos que refieren la terapia de Aimée, una continuidad en el posicionamiento del punto de vista con relación a la mirada normativa. En ambos fragmentos, siguiendo las perspectivas sobre la locura presentadas por Michel Foucault, la normalización es contemplada como violencia.

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La primera aparición de Lacan deja ya sentado su cariz voraz : “Desde joven, Lacan constató que no existe mejor manera de conocer a los otros (de controlarlos) que desentrañando sus temores.” (p. 38). La tesis del control aparece en filigrana en estos fragmentos en torno a la explicitación, exacerbación y desviación del papel de objeto que es el del desequilibrado para el psicoanálisis.

La necesidad que de ella tiene Lacan es el primer elemento que sitúa a Aimée como objeto, pero más que como objeto de observación, como objeto de uso, ya que la necesita para alcanzar la fama. Así cuando el médico por fin consigue ver por primera vez a Aimée la novela precisa que él “(…) supo que había encontrado a la única persona capaz de ayudarlo” (p. 40). Esta lógica es llevada hasta el extremo con la deshumanización de Marguerite, ya que el final del fragmento precisa que al verla Lacan “(…) no descubre un rostro humano, sino el rostro de la psicosis, el rostro que demostrará sus teorías, el rostro que le otorgará el poder que necesita” (p. 40)

El hecho de que la lógica de uso se doble de una lógica de posesión y apropiación dentro de un contexto de metáfora hilada de enamoramiento incluso inserta más la historia de Aimée dentro de una perspectiva de género :

Jacques se asume como un salvador dispuesto a rescatar a una princesa del dragón de los delirios. No le cabe duda de que en esta aventura él es el héroe y ella, la víctima ; de que él posee la verdad y la virtud, y ella, en cambio, sólo la maldición y el infortunio. (p.40)

El recurso al motivo de los cuentos de hadas (“dragón” ; “princesa”) y de los mitos (“héroe”) dobla la situación de dominación del analista sobre el paciente con la jerarquización de roles de género. Así, cuando tras una prolongada y angustiosa espera Lacan es presentado al fin a “(…) quien habrá de convertirse más que en su paciente en su mujer” (p. 40), la frase puede recibir una doble lectura. Si bien el posesivo es introducido a raíz del símil de la relación amorosa, éste puede ser leído literalmente, si se tiene en cuenta la historia de dominación y destrucción que luego relatará Marguerite.

En efecto, es precisamente en este fenómeno de reducción al estatus de objeto donde se cifra la violencia que denuncia Marguerite. Él es el que produce la reversión del estigma, pintando a Marguerite a caballo entre la mujer maltratada y la activista víctima de tortura blanca :

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Cómo no guardarle rencor y cómo no repudiarlo de por vida : si me visitaba a diario no era para curarme o reanimarme, sino para convertirme en un caso clínico que le concediese la fama (su Dora particular), indiferente a mi suplicio. (p. 42-43) (…) pretendía seducirme para volverme más lábil a sus teorías. Yo tenía que ser lo

que él quería que yo fuera. Si por alguna razón cuestionaba sus conclusiones –

quién sabe qué maniática obsesión guardaba por el sexo-, él se enfurecía y me mortificaba con su silencio y su maltrato. Nuestra convivencia se volvió imposible ; yo no quería verlo más, pero nadie prestó atención a mis quejas (…) Nunca he podido comprender cómo el doctorcito se transformó en un adalid de la liberación de los instintos cuando, al menos en lo que me concierne, se comportó como el dictador más represivo : me saqueó, me vejó, me anuló y luego me inventó una historia. (45)

Si en otro momento Marguerite usa la palabra “demiurgo” para referirse a Lacan, aquí la tipografía en cursiva explicita la violencia que entraña el proceso y la indignación de Marguerite. El humor que es el telón de fondo de la novela, hace que Marguerite salpique su discurso de comentarios irónicos, como aquí el guiño al pansexualismo freudiano, convertido en “maniática obsesión”. La supuesta terapia en efecto se asemeja a la violencia psicológica en sus manifestaciones clásicas : silencio, maltrato y menosprecio que llevan a la usurpación final que denuncia Marguerite.

En base a esta usurpación, Marguerite emprende la tarea de narrar su historia, articulando un discurso coherente en el que retoma los elementos de diagnóstico en los que se apoya Lacan para darles otra lectura. Recorre así su vida deteniéndose en hechos traumáticos como el que ella llevase el nombre de su hermana muerta, sus desengaños amorosos, la muerte de su hija o su paso por un manicomio. Sin negar que fueron traumáticos, muestra que tampoco la volvieron loca :

Resulta muy sencillo acusarme de paranoica si uno olvida lo que sucedió después. Mi niña -¡ay de mí!- nació muerta, muera como su tía, la verdadera Marguerite, estrangulada por su propio cordón umbilical. ¡Claro que enloquecí en ese momento! ¿Y quién no lo haría? Para probar su diagnóstico, el doctorcito aduce que yo me encerré en mi misma y me aparté de mis convicciones religiosas. ¿Y qué esperaba? ¿Que me comportase como siempre tas acunar el cadáver de mi niña? Incluso tuve fuerzas para recuperarme (p. 49)

Sin negar el malestar posterior a la pérdida de su bebé, el fragmento aduce que lo anormal habría sido no sentirse mal después de vivir algo así. Esta misma técnica se repite con su paso por un manicomio, donde su hermana y su marido la encerraron para tratar de doblegar su voluntad. Emprende así un proceso de desestigmatización del que emerge el retrato de una mujer independiente cuya “libertad de espíritu” (p. 48) acaba generando envidias y sobre todo la intolerancia de su entorno inmediato, rural y de escasos horizontes.

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Al salir del manicomio, de donde finalmente su marido y su hermana la hacen salir por arrepentimiento, Marguerite se marcha a París donde emprende un nuevo tipo de vida :

Según la odiosa tesis, entonces mi personalidad se escindió en dos porciones antagónicas : por un lado yo trabajaba correctamente, mientras por el otro me comportaba como una intelectual, leyendo y escribiendo, estudiando por mi cuenta, frecuentando los cafés y esmerándome por estar al tanto de la actualidad literaria. ¿Cuál era mi pecado? ¿La escritura me volvía psicótica? (p. 50)

El extracto hace pues de Marguerite una mujer que no desea conformarse a la vida de ama de casa, que desea cultivar sus aficiones, una mujer un poco adelantada a su tiempo y que choca frontalmente con su medio. El uso de la cursiva subraya su indignación y, sobre todo, su rechazo a percibir un antagonismo entre las dos facetas de su personalidad (“¿Cuál era mi pecado?”).

Si Marguerite no niega su tentativa de asesinar a la actriz Huguette Ex-Duflos, niega las motivaciones que se le atribuyeron :

Sólo más tarde comprendí que tenía en mis manos la posibilidad de contribuir con la sociedad de mi tiempo : no era justo que una hembra como ella se convirtiera en un modelo cuando no hacía sino lloriquear a todas horas, degradando el esfuerzo que tantas otras mujeres realizábamos para emanciparnos del desdén masculino. (p. 50)

Negando algunos hechos, asumiendo el principal y burlándose por el camino de algunas de las explicaciones de Jacques Lacan, Marguerite hace un retrato de sí misma como el de una persona cuerda a quien desde luego se le puede imputar el haber tentado recurrir a la violencia para defender una causa.

Al margen de los comentarios irónicos dedicados a Lacan de que va salpicado, el relato sorprende en parte por ser una hipótesis plausible ya que, en efecto, a lo largo de los tiempos mujeres independientes que no eran forzosamente desequilibradas han pasado por asilos psiquiátricos. La escultora francesa Camille Claudel o la actriz americana Frances Farmer son dos ejemplos emblemáticos.

Con respecto a Marguerite Pantaine, podemos decir que el hecho de darle la palabra, más que introducir uno de aquellos discursos delirantes de los que hablaba Foucault, entronca con una figura estereotipada de la edad contemporánea, la mujer independiente salvajemente reprimida.

En ese sentido su relato revierte el estigma, haciendo de Lacan una suerte de perverso narcisista y de ella su víctima a la vez que la víctima de una violencia social de género. El

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acceso a la palabra del objeto de estudio, definitivamente, permeabiliza la frontera y hace oscilar la ubicación de los dos campos, el de la razón y el de la locura.

Además de a Marguerite Pantaine, la novela de Volpi presenta a otro personaje con desequilibrios de referente real, Louis Althusser. Con ser el personaje un hombre cuyo valor intelectual disminuye el estigma de la locura, Althusser subvierte menos en la ficción la dicotomía razón-locura que Marguerite. Como se sabe, Louis Althusser es un filósofo marxista y estructuralista francés. Sujeto a repetidos accesos melancólicos y diagnosticado con psicosis maniaco-depresiva, tuvo que ser internado repetidamente en centros psiquiátricos a partir de 1947 y estranguló a su mujer, Hélène, en 1980 en un acceso de locura. Declarado admirador de Lacan, mantuvo con él una correspondencia.

La relación entre Norma y Alteridad que Althusser introduce es a la vez más simple, porque no cuestiona tanto los límites, y más compleja que la introducida por Marguerite. En efecto, la figura del filósofo se define por su interacción en el seno de un sistema relacional con otros tres personajes : Hélène, su mujer ; Josefa, la asistente de Aníbal Quevedo y Jacques Lacan.

El personaje de Althusser se caracteriza por introducir en la novela otra dimensión del desequilibrio psicológico, el dolor :

Se levanta del asiento y llora sin consuelo. Esta vez nadie le ha hablado con rudeza, las enfermeras lo han tratado con cortesía y apenas han transcurrido unas horas desde la última visita de Hélène. Louis Althusser se enjuga las lágrimas con una mezcla de cólera e impotencia, luego se yergue y emprende un paseo por los jardines. ¿Cuántos abismos como ése ha habitado a lo largo de su vida? Aunque detesta las prisiones, a veces la existencia le resulta tan intolerable que prefiere adoptar la cómoda rutina de los enfermos en vez de recibir la incomprensión de los sensatos. (p. 124)

Además de plasmar el aspecto del sufrimiento, la primera aparición de Althusser establece claramente la existencia de una inconciliable demarcación entre dos mundos (“la incomprensión”) y también la representación del hospital psiquiátrico como encierro (“prisiones”).

Si Marguerite rechaza abiertamente la asignación a la condición de locura, Althusser la acepta como rasgo definitorio. En efecto, además de sus accesos de melancolía, la novela hace alusión a los problemas del filósofo para trabar vínculos con las mujeres a causa de una especie de fobia o de profunda repulsa hacia lo sensual. En medio de ese universo que lo

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asusta, es precisamente el desequilibrio psicológico, percibido como elemento conocido, lo que le acerca a Hélène :

Antes de conocerla, un amigo le advirtió : Está un poco loca, pero vale la pena. Tal vez ese inoportuno comentario lo hizo sentirse inmediatamente atraído hacia esa joven (….) Su desequilibrio, tan similar al suyo, le hizo perder miedo y no dudó en flirtear con ella. (p. 125)

Su locura la hacía diferente. (…) Por primera vez no se sentía expuesto ni observado : Hélène no lo escudriñaba. (p. 125)

Tanto para él como para ella, la locura es pues presentada como parte de los rasgos definitorios del individuo y es situada allí precisamente donde lo decía Michel Foucault, bajo la mirada normativa que juzga y condena (“no se sentía expuesto ni observado” ; “no lo escudriñaba”). Es el reconocimiento de esa diferencia que los separa de todos pero los acerca inconfundiblemente lo que une Althusser a Hélène.

No obstante, es la relación a Jacques Lacan la que más va evidencia ese juego de miradas. En efecto, ambos hombres operan un poco a modo de sinécdoque de las dos esferas que representan. La novela deja esto bastante claro cuando precisa que “(…) Althusser y Lacan sostenían una ambigua relación marcada tanto por el respeto como por la desconfianza” (p. 148).

Si la mirada que Althusser arroja sobre su locura no implica un cuestionamiento de su diferencia sino una transposición sobre el terreno de lo sensible, lo que sí es sometido a una doble perspectiva, es la relación entre el filósofo y el psicoanalista. Dicha relación atraviesa, además, varias fases.

Por una parte, el narrador heterodiegético que narra la historia de Anibal Quevedo enuncia en un primer momento un tipo de relación poco menos que unilateral :

Decidió escribirle, dando lugar a un complejo intercambio epistolario, dominado por la admiración que sentía Althusser por Lacan y la indiferencia que éste experimentaba por aquél. (p. 150)

Entusiasmado por lo que creía no sólo un encuentro azaroso sino un momento fundacional, a partir de esa noche Althusser dedicó gran parte de su energía a promover las ideas de Lacan. Organizó un ciclo de conferencias en el cual leyó un texto sobre su cómplice, publicado luego con el título “Freud y Lacan”, y, aun cuando en algunos pasajes se atrevía a criticarlo (…) lo hacía con la esperanza de proporcionarle a Lacan nuevos estudiantes (p. 151)

La trama insiste sobre la indiferencia de Lacan hacia Althusser. Sin embargo, es el propio Lacan el instigador de que, bajo pretexto de verificar que Althusser se haya

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sobrepuesto a su crisis de melancolía, Aníbal Quevedo empiece a informarse sobre él, de manera a dar con la correspondencia amorosa que éste mantenía con Josefa.

En efecto, aunque Quevedo había intentado hacerse amigo de Althusser a petición de Lacan, es en su asistente en quien el filósofo se fija. A medio camino entre el despecho y la incomprensión, Quevedo concluiría más tarde que “(…) a veces hay que aceptar que los extremos se tocan : acaso la fealdad y la locura sean dos maneras similares de oponerse al mundo (…)” (p. 170).

La correspondencia de Althusser a Josefa es reveladora. Por una parte arroja sobre la locura del filósofo una mirada onírica, transpuesta en una escritura casi automática ; por otra plantea la relación entre Lacan y Althusser de una manera directamente heredada de la relación médico-desequilibrado que describía Foucault.

Antes de abordar esta relación propiamente dicha, nos centraremos en la manera en que Althusser habla a Josefa de su locura, como del lugar en que ella no está :

Josefa, jirafa mexicana, dónde te encuentro, en la locura, o en su reflejo, la diabólica duna en que me fundo o

en la soberbia claridad de la dialéctica, vano rumor que escapa entre mis dedos mientras contemplo la razón como el público de un teatro o quizás como el niño que se asoma por el hoyo de una

carpa y, más que ver, intuye el

volumen de los osos, su vibrante desaliño, dónde

te hallo, Josefa, rodeada por los necios, afuera, en el sucio territorio de

los vivos, o aquí, detrás de mis pupilas, incrustada en mi cerebro (esa jaula poblada por chacales y por

lobos, criaturas de uñas y colmillos impolutos que nunca lograron amaestrarse) (p. 180)

Josefa, se puede amar a quien no sabe y se consuela con mirar las

alambradas, las vallas, los cristales (….) dónde

será nuestra cita, en los sótanos o en las azoteas, al margen de mí mismo y de mis restos o en las tierras de ese otro que me invade cada invierno (p. 180)

La topografía que describe Althusser se basa en las antinomias luz / oscuridad (“diabólica duna” ; “soberbia claridad”) y altura / profundidad (“sótanos” ; “azoteas), enlazando con representaciones tradicionales de la oposición locura-razón. Además, se multiplican los motivos que figuran la separación (“vallas” ; “cristales” ; “alambradas”). Por otra parte, prácticamente todo el fragmento está en efecto basado en la idea de mirar y ser mirado.

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Aunque una de las constantes de la locura es el ser objeto de la mirada de la Norma, aquí el desequilibrado, Althusser, se describe como observador del mundo : espectador del teatro, niño espiando la función del circo, testigo al otro lado del cristal.

Finalmente, si lo que caracterizaba a Hélène y había atraído inmediatamente a Althusser era que ella era una igual, aquí Josefa es para él “otra” (“se puede amar a quien no sabe”). Si la locura son “las tierras de ese otro que me invade cada invierno”, la razón no deja de ser “al margen de mí mismo”, lo cual le posiciona un poco como un expatriado en propia tierra.

Añadamos que la representación de su cerebro como “jaula” de animales feroces, agresivos y salvajes también enlaza con la representación de la locura como fuerza desatada, esa “sinrazón” tan grata a Foucault que desapareció de las expresiones artísticas por varios siglos durante la edad clásica.

Si la mirada de Marguerite producía otra historia, lo que produce la mirada de Althusser es la misma historia en otro mundo, sensorial, fantaseado.

La correspondencia a Josefa arroja una nueva luz sobre la relación de Althusser a Lacan. Aunque el psicoanalista no es nombrado, las perífrasis que aluden a él son elocuentes : alguien que “ [lo] salva y [lo] condena al mismo tiempo” (p. 185) ; el hombre que le “obsesiona como ningún otro” (p. 185) ; el hombre que “es una copia invertida de mí mismo, de ese hombre que me resulta tan cercano como inaprensible” (p.185).

Todas tienden a evocar esa instancia temible que Foucault describía : dotado de un poder punitivo (“salva” y “condena”), poderoso (“obsesiona”), parecido, pero opuesto.

Las perífrasis prefiguran la emergencia de esa suerte de guardián de la verdad íntima del individuo ; de figura paterna mezclada de instancia judicial y castigadora : “No sólo fue un maestro, sino alguien capaz de sancionarme, de indicar si mi padecimiento era real o imaginario y, lo que es peor, de juzgar si mi vida tenía sentido” (185)

Lacan y Althusser son, en el planteamiento que hace el personaje de Althusser, herederos directos del médico y del alienado tal y como los esbozaba Foucault :

(…) ni siquiera entonces tuve el valor de estrecharle la mano, temeroso de que ese mínimo contacto le permitiese desnudarme o mirar en mi interior (…) ¿qué hice yo en ese momento?, lo más sencillo, Josefa : en vez de permitir que él me analizara, decidí estudiarlo yo a él, ¿te imaginas?, cuando al fin encontré a alguien facultado para escudriñar mi demencia, yo preferí no escucharlo, o escucharlo a medias, decidido a no entregarle mis secretos…

lo que sí hice a partir de ese día fue leerlo sin tregua, Josefa, me puse a estudiar sus textos, a memorizar sus teorías, colocándolo bajo la lente del microscopio como si fuese una bacteria, obsesionado con hurgar en sus conflictos (no en los míos), con exponer su cadáver en un anfiteatro (…) pero, ¿sabes por qué lo alabé tanto,

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Josefa? para demostrarle que yo comprendía mejor sus teorías que él mismo, para demostrarle que, pese a mi enfermedad, yo era más astuto, más fuerte, más sabio que él… (p. 186)

Un duelo por el control se pone en marcha en el relato de Althusser o, más bien, una tentativa por parte de Althusser de escapar a esa posibilidad de control que pasa por la mirada, una mirada especial, que mide y juzga y que destruye. En ese sentido, frente al peligro, el personaje revierte la mirada y no son anodinas sin duda las metáforas escogidas. Tanto “bacteria” como “cadáver” se vinculan a la ciencia y a una suerte de omnipotencia del observador. Además la imagen del cadáver evoca la destrucción que denuncia Marguerite y que teme Althusser.

Finalmente, el fragmento da otra lectura del entusiasmo de Althusser por Lacan descrito más arriba como tentativa de revertir una posible situación de dominación. Sin embargo, la tentativa acaba resultando irrisoria y, un poco a modo de guiño irónico, en un libro que a menudo se burla sin maldad del hermetismo del estilo de Lacan, Althusser acaba dándose cuenta de que en realidad “nunca entendía” (187) a Lacan y de que él no le corrigió, como castigo, por juzgarlo incapaz de aprender. Así al acabar la tercera misiva, la alienación es total :

(…) la historia de esta pobre marioneta (yo mismo) que se creyó capaz de superar a su creador y al final debió resignarse a ser un simple trozo de madera ; la historia de este Prometeo de pacotilla (yo mismo) empeñado en robarle el fuego a ese dios indiferente. (p. 187)

Como en el caso del bebé, como en el caso de Aimée, Lacan acaba siendo “el creador”. Plasmando la violencia de la lucha, Althuser no revierte, como Marguerite el estigma, pero sí posiciona el aspecto salvaje en el lado de la razón.

Los polos y los papeles se invierten una última vez al final de sus vidas, cuando Lacan se ha ido volviendo cada vez más hermético, y polémico, y decide cancelar la Escuela Freudiana de París, que había fundado. A pesar del escepticismo generalizado, nadie osa objetar y sólo Althusser, durante el transcurso de una charla de Lacan frente a cientos de analistas de su escuela, se atreve a oponerse frontalmente al maestro.

La intervención de Althusser, que desafía abiertamente al “Padre”, acaba en realidad subrayando lo absurdo del comportamiento general :

Ridiculizados, los presentes no osaron replicar. El loco –porque al menos hasta ese momento, Althusser era el loco- había recuperado la razón. Y, peor aún, se burlaba de ellos. Como en la leyenda, el tonto del pueblo les advertía, envalentonado, con una sabiduría casi demoníaca : el rey está desnudo. (237)

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La escena enlaza casi con la imagen estereotipada de la Edad Media y el Renacimiento en que la locura mostraba lo vano de la Razón. La cursiva y la apelación totalizadora “el loco”, que se inserta en la novela en el marco de designación generalizada de comportamientos de ruptura, marcan bien la diferencia y hasta la estigmatización de Althusser. A pesar de ello, lo que produce este episodio es una nivelación de la diferencia y una nueva y última inversión de los polos :

Esa tarde, durante ese encuentro en el hotel PLM Saint-Jacques, Lacan representó por última vez su papel de cuerdo que opta por la insania ; Althusser por su parte, el de demente que se aproxima a la lucidez, al fin los extremos se tocaban. (pp. 237-238)

Así, la relación entre Althusser y Lacan, caracterizada por el constante vaivén de los límites y por la mutua fascinación, cuestiona en su movimiento la demarcación.

Como último elemento de reflexión sobre la cuestión de la mirada, quizá sea posible señalar que la novela muestra también dos casos de curas psicoanalíticas ficticias en que el paciente rechaza esa relación de poder, negándose a constituirse en objeto.

Por una parte, a pesar de haber solicitado su análisis, Aníbal Quevedo se niega a ser dominado por Lacan y se obstina en ese sentido en tratar de poner él un punto final a las sesiones antes de que lo haga el analista en un cómico “juego del final” (p. 97). Por otra parte, Fidel Castro, que había solicitado los servicios de Aníbal Quevedo como tentativa desesperada de encontrar una solución a su insomnio, declara a la pregunta de Quevedo para saber si ya se había sometido anteriormente a terapia “Yo no me someto a nada” (p. 210).

Mientras que Quevedo acaba, efectivamente, revirtiendo la situación y psicoanalizando a Lacan, Fidel Castro acaba autoanalizándose y obligando a su psicoanalista a confirmar sus conclusiones.

Como estos casos ya entran, obviamente, en el marco de una crítica política, no nos detendremos en ellos, pero sí conviene mencionarlos como ejemplo de personaje que rechaza el rol de objeto, el poder del analista y, también, el proceso de normalización.

El trato que El fin de la locura le da a la locura es casi una proyección ficcional de la teoría desarrollada por Michel Foucault, en una asimilación del contenido estudiado

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característica de Jorge Volpi. Si la inquietud por esa mirada normalizadora se inserta dentro de la problemática personal de cuestionamiento del poder que ha ocupado muchas de las primeras obras de Jorge Volpi5, también hay que vincularlas a una dinámica que excede lo individual.

En efecto, se pueden vincular estos discursos de oposición, y en particular el discurso del personaje de Marguerite, a la dinámica de explosión de puntos de vista que ha caracterizado a la producción postmoderna6.

Por otra parte, una simple mirada a la historia no puede sino llevar a constatar tanto el uso de la locura como vector de estigmatización que permite perpetuar una moral dominante, como la existencia de casos notorios de defensa mayoritaria de un postulado más allá de lo que puedan justificarlo las operaciones de racionalización de la realidad. Quizá una de las claves de esto la daba ya en el siglo XVIII Poullain de la Barre al afirmar que “es incomparablemente más difícil cambiar en los hombres los puntos de vista basados en prejuicios que los adquiridos por razones más convincentes o sólidas”.

Bibliografía :

CALDERÓN, Sara, Jorge Volpi ou l’esthétique de l’ambiguïté, Paris, L’Harmattan, 2010

FOUCAULT, Michel, Histoire de la folie à l’âge classique, Paris, Gallimard, 1972

JAMESON, Fredric, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona, Paidós, 1995.

LACAN, Jacques, Ecrits, Paris, Seuil, 1999, deux tomes.

LYOTARD, François, Le Postmoderne expliqué aux enfants, Paris, Galilée, 1988.

VOLPI, Jorge, El fin de la locura, Barcelona, Seix Barral, 2003.

                                                                                                               

5 CALDERÓN, Sara, Jorge Volpi ou l’esthétique de l’ambiguïté, Paris, L’Harmattan, 2010. El estudio

comprende un análisis pormenorizado de la sátira y la parodia del discurso lacaniano en El fin de la

locura.

6 JAMESON, Fredric, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona,

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