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La construcción del ejército sublevado

– Amanecía y habíamos llegado a una ciudad – ¿Qué ciudad?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Sidón, me parece. Por puro miedo y ansiedad empezamos a disparar como posesos. ¿A quién? Qué sé yo. Entonces apareció un Mercedes antiguo.

Disparamos contra él histéricos. Dos años de adiestra-miento y tuvimos miedo, un miedo incontrolable.

Cami Cna’an, Vals con Bashir

El golpe de Estado del 17 de julio de 1936 no terminó como había previsto su principal organizador, el general Emilio Mola Vidal, a la sazón apodado “El Director”. El fracaso en plazas tan fundamentales como las del litoral mediterráneo y la propia capital del país abocaron a los golpistas y al gobierno de la República a un progresivo escenario de guerra abierta, toda vez que ninguno de los dos tenía la capacidad de asestar un golpe rápido y definitivo a su oponente. Esto trajo aparejada la necesidad de iniciar un proceso de movi-lización bélica masiva para afrontar una contienda como la que se avecinaba, ya que como veíamos en el apartado introductorio las nuevas formas de guerra surgidas en el continente europeo aspiraban a la totalidad en cuanto a esfuerzo colectivo, objetivos a alcanzar, uso de la violencia y empleo de materiales de guerra de amplio poder destructivo, no genera-lizados hasta la fecha en tales cantidades. Sin embargo, ni el gobierno ni los rebeldes estaban preparados para acometer un proceso de semejantes dimensiones con la efectivi-dad requerida; algo que, por otro lado, sufre todo ejército que se ve enfrentado a una movilización de masas partiendo de un escenario de paz, sin experiencias inmediatas o recientes a través de las cuales pueda haber adquirido los mecanismos adecuados para realizarla eficientemente y, además, en un contexto de relativa pobreza como el espa-ñol.128 En el año 1936, el ejército español contaba con unos 130.000 efectivos aproxima-damente, de los cuales 30.000 eran tropas coloniales experimentadas en unas campañas del Rif marcadas por la clara diferencia entre una metrópoli con medios y material de guerra a su disposición y unas tribus rebeldes que actuaban como una guerrilla y contaban fundamentalmente con armas ligeras.129 Por el contrario, el resto de las fuerzas las for-maban unidades estacionadas en la Península, que nunca habían entrado en combate y que desconocían los procedimientos operacionales más allá de la instrucción teórica y de las maniobras. Las cuales, por otro lado, no se orientaban a la utilización extensiva de

      

128 Esta idea de la pobreza como factor relevante en la particular morfología que adoptan las guerras civiles en Javier RODRIGO y David ALEGRE: op. cit., pp. 19-54.

129 Gabriel CARDONA: El poder militar…, p. 280. Respecto a las fuerzas coloniales, Sebastian BAL-FOUR: op. cit., p. 499, las cifra en 34.000 efectivos.

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medios de guerra mecánicos, esencialmente por la falta de ellos dentro del ejército espa-ñol.130 La combinación entre la inexperiencia de la mayoría de las tropas, la experiencia de las fuerzas coloniales en un tipo muy concreto de guerra alejado de lo que sería la posterior Guerra Civil a partir del asalto a Madrid, y la falta de incorporación de medios tecnológicos al ejército –artillería utilizada masivamente, tanques, aviones, etc.–, dio como resultado la inadecuación de unidades y personal a la guerra moderna. Una cuestión que se vio agravada por los enormes problemas asociados a la construcción del ejército de masas que ambos contendientes necesitaban para imponerse.

La Guerra Civil Española, por tanto, fue un largo y costoso proceso de aprendizaje en el que los dos bandos pagaron un alto precio en vidas humanas, en tiempo y en des-trucción del territorio. Las dificultades inherentes a operar con medios tecnológicos ape-nas disponibles anteriormente, mucho menos utilizados de forma habitual, y de encuadrar y poner en funcionamiento una masa combatiente de unas dimensiones que alcanzaron el millón de hombres con las prisas impuestas por las necesidades de la contienda, implica-ron un proceso de comprensión e interiorización de las lógicas de la guerra moderna que se tornó brutal y cuyas consecuencias recayeron mayoritariamente en los soldados de a pie.131 En el caso de estudio que nos ocupa, el ejército rebelde, hubo varias cuestiones que contribuyeron a incrementar notablemente los índices de bajas y a hacer que una experiencia ya de por sí traumática como es hacer la guerra lo fuera aún mucho más. La incapacidad de las diferentes armas y unidades sobre el terreno para coordinarse entre sí, las malas prácticas recurrentes en el establecimiento de posiciones en los frentes, el defi-ciente empleo de los medios tecnológicos como artillería o carros de combate, una estruc-tura de servicios que no podía atender a las necesidades de un contingente tan grande o la galopante falta de instrucción de las fuerzas –que afectaba tanto a soldados rasos como fundamentalmente a suboficiales y mandos intermedios, espina dorsal de todo ejército–

agravaron de un modo exponencial la ya de por sí traumática –y costosa en términos de heridos, muertos y mutilados– experiencia bélica de unos combatientes que, no olvide-mos, no eran soldados profesionales a pesar de poder haber pasado por el servicio militar obligatorio, incrementando notablemente los índices de bajas. Esta problemática, no obs-tante, fue un arma de doble filo para las fuerzas sublevadas.

Por una parte, la falta de capacidades tácticas y técnicas sobre el terreno debía suplirse con una mayor implicación y esfuerzo de los soldados, lo que encajaba con el ethos combatiente que el bando sublevado, cuyos principales dirigentes militares perte-necían a la cultura de guerra africanista, quería implantar en sus fuerzas como ya habían buscado instaurar, a través de la dirección de Franco en la Academia General Militar (en adelante, AGM) de Zaragoza, en el ejército español de época primorriverista.132 De he-cho, esto conectaba perfectamente con el modelo de masculinidad combatiente que el fascismo buscaba construir, una en la que las virtudes militares, el carácter viril y una       

130 Sobre la dotación de medios del ejército español en época republicana véase Gabriel CARDONA: El poder militar…, pp. 166-171.

131 La cifra concreta que ofrece Gabriel Cardona es de 1.020.500 efectivos al final de la guerra, entre sol-dados de las unidades regulares y los pertenecientes a las milicias. Véase Gabriel CARDONA: El gigante descalzo..., p. 51.

132 José Vicente HERRERO PÉREZ: op. cit., pp. 163 y ss. Eduardo GONZÁLEZ CALLEJA: La España de Primo de Rivera. La modernización autoritaria, 1923-1930, Madrid, Alianza, 2005

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moral agresiva y sacrificial se impusieran sobre el refinamiento táctico o la racionaliza-ción calmada de la situaracionaliza-ción.133 Por ende, la necesidad de compensar la incapacidad del ejército para adaptarse rápida y eficientemente a las lógicas y necesidades de la guerra moderna con un empleo más masivo del material humano confluyó con el proceso de remasculinización en clave fascista, que fue codificada y adaptada como parte del ser soldado construido en las trincheras rebeldes de la Guerra Civil. No en vano, en este proceso fueron clave figuras referenciales como los alféreces provisionales, esculpidos bajo ese mismo patrón. Sin embargo, como decía, el arma tenía otro filo, y este era el miedo. La imposición de un ethos combatiente viril y ultramasculinizado en el que la retirada, la derrota o la duda ante una situación de riesgo podían suponer una pérdida de credibilidad y autoridad y un señalamiento público, unido a la inexperiencia endémica de buena parte de los cuadros intermedios del ejército rebelde, redundó en el enquistamiento de prácticas contraproducentes para el esfuerzo de guerra pero que minimizaban, a ojos de quienes las utilizaban, los riesgos de sufrir un revés. El acaparamiento de municiones o alimentos; la constante búsqueda del dominio de las alturas aun constituyendo estas en ocasiones posiciones más vulnerables; o la renuencia a explotar las retiradas enemigas fueron comportamientos habituales entre la oficialidad, que buscaba antes su propia se-guridad que la eficiencia militar. Y, de igual modo, el exponerse de forma peligrosa o el situarse en primera línea, aun a riesgo de perder la vida y dejar así a la unidad carente de dirección, eran también conductas reproducidas frecuentemente como parte de una parti-cular cultura bélica construida en el seno de las fuerzas rebeldes. En definitiva, los pro-blemas que comportó la construcción de un ejército de masas en el marco de una guerra moderna, la cual lógicamente debía librarse lejos de los esquemas coloniales o de los provenientes de la Gran Guerra, agudizaron el sufrimiento de los combatientes, que tu-vieron que recurrir a la camaradería y al refugio en los grupos primarios, tal y como ve-remos en la segunda parte, para poder mantener la moral y soportar la experiencia en el frente, creándose así diversas vías para su socialización ideológica.

      

133 David ALEGRE LORENZ: “The New Fascist Man in 1930s Spain”, en Jorge DAGNINO, Matthew FELDMAN y Paul STOCKER (eds.), The “New Man” in Radical Right Ideology and Practice, 1919-45, Londres, Bloomsbury, 2018, 215-229.

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Capítulo 1

Del Estrecho a Madrid. El impacto de la guerra moderna

La Guerra Civil Española no empezó, en lo que a contienda formal y total se refiere, hasta por lo menos el fracasado asalto a Madrid de las fuerzas sublevadas durante el mes de noviembre de 1936. Hasta ese momento, el conflicto se había asemejado más a una guerra irregular, de movimientos, decisiones y consecuencias improvisadas y casi todas supedi-tadas a la batalla por el control de la capital. Desde luego, había posiciones fijas en no pocos lugares, como la sierra de Guadarrama o las inmediaciones de la ciudad de Huesca;

y se produjeron batallas ajenas a lo que era la toma de Madrid, como el levantamiento del asedio del Alcázar de Toledo, con el que Franco pretendía obtener capital político que le ayudase a sustentar su recién estrenado cargo como Generalísimo.134 Sin embargo, el gran objetivo en el que ambos bandos tenían puestas sus miras y esfuerzos era Madrid, unos para hacerse con ella en la creencia de que eso precipitaría el derrumbe de la resistencia republicana a la sublevación. Y los otros para defenderla y, así, retener una pieza clave en el panorama no solo ya militar, sino también político, dado el simbolismo de la capital y el poder legitimador que su control confería a la causa gubernamental. Para asaltar y conquistar Madrid lo antes posible, las fuerzas rebeldes llevaron a cabo una acelerada a la par que triunfante marcha desde el Estrecho de Gibraltar, conquistando amplias áreas del Sur y el Suroeste peninsulares, que no obstante se vio frenada en seco a las puertas de la capital. El esquema bélico que tantos éxitos había dado a los sublevados en los primeros cuatro meses de conflicto –principalmente en el frente sur por la presencia de unidades profesionales curtidas en el escenario rifeño– se tornó ineficiente a la hora de afrontar un combate urbano de la dimensión del que se libró en torno a Madrid, una ecuación a la que hay que sumar la transformación en la naturaleza de la guerra. De esta forma, por un lado la estructura del terreno a conquistar no se articulaba a modo de pequeñas poblaciones semi-aisladas e incapaces de presentar un frente uniforme, lo cual impedía que se asistie-ran y ayudaasistie-ran unas a otras; y, por otro, el enemigo al que enfrentaban ya no easistie-ran indivi-duos no profesionales e inexperimentados carentes de medios defensivos más allá de un puñado de armas ligeras o algún elemento de artillería, también ligera. Por el contrario, Madrid constituía una gran urbe bien defendida y que había que tomar calle por calle y casa por casa, lo que complejizaba en extremo la dificultad de la operación; y, del mismo modo, el bando republicano oponía ahora más y mejores fuerzas, entre las que se contaban las Brigadas Internacionales, al tiempo que múltiples medios bélicos tecnológicamente avanzados –blindados, artillería en mayores cantidades, aviación, etc. Dos elementos que, combinados, propiciaron el fracaso de las exhaustas columnas sublevadas y dieron paso a una nueva forma de concebir y librar la contienda, la guerra moderna, para la cual nin-guno de los dos bandos estaba preparado.

Las primeras semanas de la guerra, en las que las columnas insurgentes avanzaron sin apenas oposición hasta las inmediaciones de Madrid, estuvieron dominadas por el caos y por una significativa desorganización en no pocos puntos y regiones del país. El fracaso del golpe puso a los rebeldes en una situación adversa desde el primer momento,       

134 Paul PRESTON: Franco…, pp. 206-215.

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ante la cual tuvieron que reaccionar rápida e improvisadamente debido al potencial riesgo de la completa derrota de la insurrección. Por su parte, la desconfianza existente hacia el estamento militar y una fracción de los cuerpos de seguridad por parte de las autoridades gubernamentales generó una oportunidad para el triunfo de la rebelión en determinadas ciudades, al tiempo que detrajo a la República una serie de activos importantes para el control de enclaves que, por este motivo, pasaron a manos sublevadas.135 Sin ir más lejos, parte del éxito de la insurrección se debió a la capacidad de los conspiradores, no pocos de ellos integrantes de los EM de las diferentes divisiones orgánicas, de tomar el control de estos centros de poder, ante la actitud dubitativa de los generales al cargo, o directa-mente ante su oposición. Por ejemplo, en Burgos, Valladolid y La Coruña los responsa-bles de las divisiones orgánicas, Domingo Batet, Nicolás Molero y Enrique Salcedo, fue-ron depuestos, encarcelados, y en el caso de Batet y Salcedo fusilados. En Zaragoza, Mi-guel Cabanellas se unió a la sublevación, mientras que en Sevilla las dudas del general José Fernández propiciaron el triunfo de los insurrectos. Donde la rebelión no triunfó, es decir, en Madrid, Valencia y Barcelona, se debió a la actitud diletante de los generales, caso de Virgilio Cabanellas en la primera; a la lealtad a la República de Fernando Martí-nez, en Valencia; o a la resistencia opuesta por parte de milicianos y fuerzas de seguridad, que le costaron la vida a Manuel Goded, encargado de la sublevación en Baleares y en Barcelona, tras haber depuesto en esta última al general Francisco Llano.136

Sea como fuere, el mapa de ambas zonas en esas primeras semanas posteriores al 17 de julio distaba mucho de ofrecer unos contornos definidos. El dominio efectivo era una quimera en amplias regiones del país, como el Suroeste peninsular, trufadas de múl-tiples pueblos y localidades donde aún no estaba claro quién ejercía el control y en los que este dependía de que el enemigo no apareciese antes que los refuerzos.137 Ante esta situación surgieron innumerables iniciativas locales, de un signo y otro, destinadas a co-laborar activamente en la rebelión o en su derrota, formándose partidas integradas por civiles, milicianos de distintos partidos y organizaciones políticas y miembros de los cuer-pos de seguridad o el Ejército. Estas recorrían los pueblos en torno a su base de operacio-nes para, con su presencia física, reafirmar el control que ejercían sobre esas localidades o, por el contrario, tomarlas, si bien esto solo era seguro por unas horas o en caso de que se dejase un retén. El actor Fernando Fernández de Córdoba, que a lo largo de la contienda se encargó de la lectura de los partes de guerra emitidos por Radio Nacional, describía de forma elocuente estos primeros momentos. La sublevación le sorprendió grabando una

      

135 Carlos NAVAJAS ZUBELDIA: Leales y rebeldes. La tragedia de los militares republicanos, Madrid, Síntesis, 2011, pp. 131 y ss. Arturo GARCÍA ALVÁREZ-COQUE: La fractura del ejército ante el 18 de julio, Granada, Comares, 2018, pp. 115-116.

136 Véase Arturo GARCÍA ALVÁREZ-COQUE: op. cit., pp. 58-99.

137 Una situación similar presentaba toda la Península, tal y como se evidencia en el testimonio del falangista José Antonio Martínez Barrado, organizador de diversas centurias en torno a la localidad turolense de Ca-lamocha. La fragilidad del dominio de uno y otro bando era significativa, y el control de una población solo dependía de quién se encontrase en ella en ese momento, quedando en el aire una vez que las fuerzas se marchaban: «Los pueblos, abandonados e indefensos, no podían confiar sino en sus propias fuerzas y me-dios. Íbamos a un pueblo cualquiera y era nuestro; marchábamos, y era de los rojos». Véase José Antonio MARTÍNEZ BARRADO: Cómo se creó una bandera de Falange, Tip. La Académica, Zaragoza, 1939, p.

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película en Córdoba, donde presenció los combates en torno al Gobierno Civil de la ciu-dad, en el que se habían atrincherado varios leales al gobierno de Madrid, incluyendo al propio gobernador civil, Antonio Rodríguez de León. Tras la caída de la ciudad en manos rebeldes, formó parte de las columnas que en los días sucesivos fueron ocupando los pue-blos colindantes:

«Por nuestra parte, en Córdoba comenzamos a luchar para librarnos de la tenaza que nos aprisionaba por la parte Norte y por los flancos. Cada dos o tres días se organizaba una pequeña columna, que acudía a liberar un pueblo. La organización de dichas columnas era pintoresca. En los primeros días no contábamos más que con el regimiento de Artillería, mandado por el coronel Cascajo, de guarnición en Córdoba; los guardias de Asalto y Seguridad, la Guardia Civil y un reducido núcleo de voluntarios y falangistas. Los voluntarios se agruparon en un batallón, que tras una breve instrucción comenzó a funcionar. El aviso de la concentración de la co-lumna nos lo comunicábamos unos a otros. Por las noches nos reuníamos en diver-sos grupos en el paseo del Gran Capitán […] esperábamos las órdenes. […]

Como digo, la noticia de la formación de la columna corría de boca en boca y de mesa en mesa. No preguntábamos detalles. Sólo se nos decía: “A tal hora (que siem-pre solía ser de madrugada) en el cuartel de la Victoria”, y a tal hora corríamos a ocupar nuestros puestos. Cada cual llevaba el armamento que poseía. Yo recuerdo que se me había facilitado en el Gobierno Civil un mosquetón y una cartuchera, que llevaba cruzada en bandolera. Entonces empezábamos a usar los “monos” […]

El camino marcado era generalmente corto. Los pueblos no distaban nunca más de 15 o 20 kilómetros. Así que en las primeras horas de la mañana llegábamos a él, entablábamos combate y al anochecer estábamos ya de regreso en Córdoba, no hay que decir que victoriosos.»138

Como se puede colegir del relato de Fernández de Córdoba, la improvisación y la provisionalidad tenían mucho que ver en la creación de estas primeras formaciones de combatientes. Si se daba el caso, como en la ciudad de Córdoba, de poder contar con una amplia representación de miembros de los cuerpos de seguridad o del ejército, el compo-nente civil o miliciano de las columnas se veía reducido. Ahora bien, en poblaciones más pequeñas donde apenas sí había un puesto de la Guardia Civil, la mayoría de las fuerzas estaban formadas por civiles pertenecientes a diversas milicias o que simplemente sim-patizaban con la causa, ya fuese esta sublevada o republicana.

En este marco, la ventaja de los sublevados, y el germen de su éxito en los prime-ros cuatro meses de conflicto, fue la presencia de las experimentadas tropas coloniales, legionarios y Regulares. El apoyo brindado por las potencias fascistas, que permitió el paso de estos contingentes a la península, fue clave para poder tomar ventaja en unos

En este marco, la ventaja de los sublevados, y el germen de su éxito en los prime-ros cuatro meses de conflicto, fue la presencia de las experimentadas tropas coloniales, legionarios y Regulares. El apoyo brindado por las potencias fascistas, que permitió el paso de estos contingentes a la península, fue clave para poder tomar ventaja en unos

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