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« Poder de Dios y poder de la Iglesia en las representaciones medievales (siglos XIII-XV) »

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“ Poder de Dios y poder de la Iglesia en las

representaciones medievales (siglos XIII-XV) ”

Jérôme Baschet

To cite this version:

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Paru dans Oscar Mazín (dir.), Las representaciones del poder en las sociedades hispánicas, Mexico, El Colegio de México, 2012, p. 175-208.

Jérôme BASCHET

Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales Universidad Autónoma de Chiapas

PODER DE DIOS Y PODER DE LA IGLESIA EN LAS REPRESENTACIONES MEDIEVALES

(siglos XIII-XV)

La Iglesia puede considerarse como la institución dominante en el Occidente medieval, no solamente porque existe una clara jerarquía que ubica a los clérigos por encima de los láicos sino también porque la institución eclesiástica asume un papel rector en casi todos los aspectos de la vida social, de su organización y su reproducción. Si bien los siglos medievales se caracterizan – a contrapelo de las ideas más convencionales – por una poderosa dinámica de transformación, que incluye entre otras cosas las metamórfosis de la propia institución eclesial así como el fortalecimiento de los poderes monárquicos (y láicos en general), la afirmación sigue válida a lo largo de toda la época medieval. Incluso parece serlo durante esta prolongación de la Edad Media occidental que son la Nueva España y las demás colonias de la corona española, así como lo subrayó con particular énfasis Felipe Castro, quien identificó a la Iglesia como “el verdadero pilar del régimen colonial”1. Hablar de la

Iglesia no supone de ninguna manera que se trate de una entitad homogénea dotata de una voluntad unificada. Al contrario, es innegable que la Iglesia medieval fue atravesada por considerables diferencias de estatutos y prácticas encontradas, por poderosos conflictos de intereses y por divergencias de posturas a menudo muy violentas2. Sin embargo, constituyó

como institución una fuerte unidad, por lo menos a partir de su refundación bajo la autoridad centralizadora del obispo de Roma a partir de los siglos XI y XII. De hecho, la fuerza de la Iglesia romana es una de las razones por las cuales es preciso considerar al Occidente

1 Felipe Castro Gutiérrez, Nueva Ley y nuevo rey. Reformas borbónicas y rebelión popular en Nueva España,

México-Zamora, UNAM-Colegio de Michoacán, 1996.

2 Para una presentación más completa de la Iglesia y su papel en la sociedad medieval, me permito remitir a

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medieval en su globalidad como una civilización, sin negar por eso las especificidades de los diferentes reinos o regiones que lo conforman3.

Incluir a Dios en el temario de un encuentro dedicado a “las representaciones del poder” fue una sugerencia acertada. De hecho, al Deus omnipotens del cristianismo medieval se le atribuye un poder absoluto y se lo considera la fuente de todos los demás poderes existentes en el universo. Sin embargo, por la premisa ya planteada, quisiera centrarme en la

relación entre el poder de Dios y el poder de la Iglesia. Se trata más bien de un nudo de

relaciones – de procedencia, correspondencia y representación – del cual trataré de esbozar la complejidad. Por otra parte, es importante aclarar que diversas limitaciones impiden analizar conjuntamente otras relaciones como hubiera sido preferible, en particular la que une al poder divino con los poderes láicos (sobre todo imperial y real) así como la tensión que resulta de la confrontación entre esta relación y la anterior (el conflicto entre sacerdotium de un lado,

imperium y regnum del otro).

Considero aquí un tipo particular de representaciones : las imágenes. Más bien dicho, trataré de analizar un problema de representación (del poder divino por el poder eclesial), utilizando documentos que, por su propia naturaleza, son a su vez representaciones. Podría subrayar una vez más que las imágenes medievales no son solamente representaciones sino también, de alguna manera, presencia (o presentificación) de Dios (o de los santos). En esto radica el “poder de las imágenes” – para retomar la expresión de D. Freedberg -, del cual su eventual eficacia milagrosa es tan sólo la forma más radical. Sin embargo, más que a las dialécticas de una ausencia hecha presencia y del invisible vuelto visible, podría resultar útil referirse – en este caso – a la lógica figural que E. Auerbach identificó como uno de los rasgos más peculiares de las estructuras del pensamiento medieval4. Según este, las realidades

terrestres no son más que una sombras, unas figurae imperfectas de las auténticas verdades que únicamente existen en el más allá y en el ojo de Dios (y eso es la razón por la cual, cuando quiere describir la condición humana, Dante tiene que visitar los lugares del más allá, en donde sus verdades se deshacen de las engañosas aparencias que caracterizan al mundo de los vivos). En este sentido, habría que considerar a los clérigos – es decir los hombres reales que asumen aquí abajo el oficio y el poder que les corresponden – como las figuras, las sombras imperfectas de Dios, en el cual se concentra el único verdadero poder. Al revés de nuestra concepción moderna plasmada por un platonicismo que asimila imagen, ficción e

3 Por lo tanto, no es del todo ilegítimo presentar en este trabajo algunas obras producidas fuera del mundo

hispánico, aunque reconozco que, al privilegiar una visión macrohistórica a escala del Occidente, me toca cargar con la culpa de no poder tomar en cuenta importantes diferencias y particularidades.

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ilusión, ¿no será entonces una imagen del poder divino más verdadera que la potestas en acto del clero?

Para analizar esto, quisiera presentar una concatenación de varios temas figurativos, con la intención de tomar en cuenta diferentes aspectos del problema, y en particular la doble referencia del poder eclesial, masculino por un lado y femenino por el otro. El inconveniente de este recorrido – extensivo más que intensivo – es que no podré detenerme lo suficiente en cada tema ni considerar sus evoluciones y variaciones con la atención necesaria (pues las imágenes medievales de ninguna manera se caracterizan por tipos iconográficos fijos, sino más bien por un inventiva permanente y una considerable diversificación)5.

1 – El clero como representación de Dios

Siendo absoluto, el poder divino no necesita manifestarse en un acto particular para ser (absoluto) y así parecen evidenciarlo las teofanías intemporales y hieráticas de la Maiestas

Domini. Sin embargo, se manifiesta con especial claridad en su poder de Creación del

universo (el acto de creatio es una prerogativa divina, definida por los teólogos como la capacidad de hacer a partir de nada, ex nihilo, mientras el hacer humano sólo puede consistir en fabricatio - hacer a partir de una materia preexistente y exterior - y generatio - hacer a partir de su propia sustancia)6. Se manifiesta también en sus intervenciones permanentes en la

historia humana, mediante la infusión de la gracia y la inspiración que guía a los seres elegidos, a través de los milagros que concede y más aún en su poder de juzgar, es decir de evidenciar el bien y el mal, de distribuir recompensas y castigos. Los juicios de Dios se realizan en el presente de la sociedad cristiana : aquí abajo, las ordalías constituyen una práctica judiciaria frecuente hasta el siglo XIII y se llaman precisamente iudicia Dei, mientras en el más allá, un iudicium espera a las almas después de la muerte. Pero el poder divino de juzgar se ubica superlativamente en el horizonte del Juicio Final anunciado por la Escritura (Mt 25, Ap 20). Dicho evento de amplitud cósmica es como la síntesis, la recapitulación de todos los juicios divinos emitidos a lo largo de la historia, tanto en el mundo de los vivos como en el más allá de las almas separadas.

5 Remito a Jérôme Baschet, « Inventiva y serialidad de las imágenes medievales. Por una aproximación

iconográfica ampliada », en Relaciones, XX, 1999, 77, p. 51-103.

6 Analizé este punto en « Eve n’est jamais née. Les représentations médiévales et l’origine du genre humain », en

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Es imposible recordar aquí las concepciones doctrinales del Juicio final y la evolución de sus representaciones. Sin embargo, puede resultar útil mencionar que el papel de Cristo como Iudex viene analizado explícitamente por los teólogos medievales como potestas

iudiciaria, es decir conforme a una de las categorías fundamentales del poder medieval, que

también define el de los clérigos y de los gobernantes láicos7. Por otra parte, a diferencia de

casi todas las manifestaciones del poder de Dios, que involucran conjuntamente a las tres personas de la Trinidad, la potestas iudiciaria recae especifícamente en el Hijo, pues en palabras del Evangelio de Juan, el Padre “le ha dado el poder de ejercer el juicio” (Jn 5, 26-27). Tanto la doctrina como las representaciones visuales identifican con claridad el juez del último día con la segunda persona de la Trinidad. En la iconografía, el Juicio final es un tema de aparición relativamente tardía. Los primeros ejemplos conocidos no anteceden a los años 800 y los siglos IX a XI son una época de lenta génesis del tema, todavía poco frecuente. El auge figurativo del Juicio final inicia a principios del siglo XII y se manifiesta sobre todo durante los tres últimos siglos de la Edad Media. Es el arte gótico que hace del Juicio final un tema central, en particular en casi todas las portadas de las catedrales que se erigen en ese tiempo. Sin postular ni un paralelismo absoluto ni una causalidad directa, podemos observar similitudes entre esta cronología y la del fortalecimiento de la institución eclesial.

La imagen del Juicio Final puede considerarse una representación privilegiada del poder absoluto de Dios. Por lo tanto, funciona como una referencia importante para el ejercicio del poder terrestre y en especial del poder de juzgar. Es sabido que la justicia episcopal solía rendirse frente a la puerta de la catedral, ahí donde las esculturas daban una forma visible, ya presente, al Juicio futuro de Dios8. Lo mismo podía ocurrir en el caso del

papa, pues Matteo Giovannetti pintó, en 1352, un Juicio final en la pared de la Sala de la Gran Audiencia del palacio de los papas en Aviñon, es decir en el lugar donde se reunía el tribunal de la Ruota. Si bien no corresponde a las instituciones analizadas aquí, es preciso recordar que este fenómeno fue también muy frecuente en las salas de los edificios municipales, a partir del siglo XIV y sobre todo entre los siglos XV y XVIII, para los cuales se conocen más de 120 ejemplos en Italia, Francia, Flandes y también en la península ibérica (por ejemplo en

7 Por ejemplo en el tratado De iudiciaria potestate in finali et universali judicio de Ricardo de San-Victor (ca.

1150). Por todo lo relativo a las concepciones del juicio final, remito a J. Baschet, Les justices de l’au-delà. Les

représentations de l’enfer en France et en Italie (XIIè-XVè siècles), Rome, Ecole française de Rome, 1993 y

« Jugement de l’âme, Jugement dernier : contradiction, complémentarité, chevauchement? », en Revue Mabillon, n.s., 6, 1995, p. 159-203.

8 Por ejemplo, en San Lázaro de Autun, uno de los más famosos Juicios finales románicos, realizado en Borgoña,

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Valencia, con un mural del Juicio final realizado en la Sala del Consejo del Ayuntamiento en 1392)9.

Resulta indispensable considerar a la imagen en relación con el lugar por el cual fue creada y con la situación práctica que ocurre en este sitio y en la cual llega a asumir la plenitud de su significado (en este caso, se trata de la impartición de la justicia, mientras la gran mayoría de las imagenes medievales hacen eco a una situación ritual, litúrgica o paralitúrgica). El dispositivo producido por esta situación práctica consiste en una superposición entre el obispo o el papa impartiendo la justicia y el Cristo-Juez representado (es decir doblemente representado, tanto por la imagen como por el clérigo realmente presente). Una obra poco común puede ayudarnos a analizar este dispositivo (aunque se trate no del dispositivo mismo sino de su representación). En el registro superior de la miniatura, atribuida a Nicoló da Boloña, aparece el Juicio final, con el Cristo Juez, asistido por la Virgen y los apóstoles, la resurrección general de los muertos y la montaña con los castigos infernales (fig. 1)10. Abajo, en medio de los cardenales, el papa juzga a un obispo herético y a dos láicos;

a la derecha, los tres condenados son encarcelados, mientras un personaje - ¿el obispo? – se encuentra en medio de las llamas con su sentencia colgada en el pecho y una mitra de papel con la “A” de archihaereticus, conforme a la usanza del tiempo.

El miniaturista procuró no establecer una exacta superposición entre el trono de Cristo y la cátedra pontifical – por cierto, más adornada – ni tampoco un paralelismo muy marcado entre los gestos de los dos jueces – algo que hubiera sido facil realizar. También podríamos argumentar que la representación parece organizada desde el punto de vista de la justicia terrestre (por su escala de representación ligeramente superior y por la transformación del esquema del Juicio final que, aquí, tiene que adecuarse a la imagen del juicio terrestre). Sin embargo, lo más impresionante es el paralelismo que la miniatura establece entre las dos justicias, la del papa y la de Cristo, no solamente en el eco entre un juez y el otro sino también en la superposición, aún más exacta, de los castigos. Esta obra – como de manera más general las concepciones medievales del Juicio final y el infierno – invita a analizar una relación circular, o de doble sentido, entre la justicia terrestre y la justicia del más allá11. Si bien esta

doble relación permite por ejemplo aprovechar el espectáculo de los castigos de la justicia

9 Véase Robert Jacob, Images de la Justice. Essai sur l’iconographie judiciaire du Moyen Age à l’âge classique,

París, Le Léopard d’Or, 1994, p. 59-64 (en donde comenta también obras del siglo XV que sobreponen el Cristo del Juicio final al juez urbano, utilizando un esquema muy parecido al que analizaremos enseguido). Para los casos aragoneses, véase la tesis citada más adelante de Paulino Rodríguez Barral (p. 303-304).

10 Berlin, Kupferstichkab. 4215 (proviene posiblemente de un manuscrito del Decreto de Graciano, pero se

encuentra ahora aislada, la datación es de finales del siglo XIV); cf. Les justices, op. cit., p. 527-529.

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terrestre para dar fuerza a los suplicios infernales, es pertinente insistir aquí en la conformidad del juicio pontifical con el juicio divino. La evidencia visual de esta conformidad es la manifestación del ejercicio legítimo de la justicia en la tierra, pues se adecua al modelo divino del cual es la figura. Esta observación bien podría extenderse al dispositivo práctico que superpone la imagen del Juicio final al lugar en donde el juez de carne y hueso cumple con su oficio. Podríamos entonces definirlo como un dispositivo de legitimación condicional, pues también obliga al juez a actuar bajo la mirada de Dios, le recuerda que tiene que respetar los mandamientos divinos y manifiesta esta regla fundamental del poder en la Edad Media según la cual no hay autoridad legítima en la tierra si no manda obedeciendo a una autoridad superior. La conformidad al referente divino es una legitimación por medio de una subordinación. Nada sorprendente, pues la lógica figural consiste en establecer una

equivalencia desigual entre lo terrestre y el más allá.

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el clero (de los sacramentos). Esta fuerte continuidad entre el aquí abajo y el más allá nos da una medida del poder que reivindica la institución eclesial.

Hay todavía más, pues el eje vertical del vitral articula el Juicio futuro y el presente eclesial. Mediante su superposición, quedan asociados el Cristo juez, la balanza del arcangel Miguel y el altar de la celebración eucarística. El altar, en donde se acoge al justo y se rechaza al pecador prefigura la balanza que dividirá a los elegidos y los condenados en el último día. Una equivalencia se establece entre la actuación presente del clero y el Cristo regresando al final de los tiempos para juzgar a la humanidad. Más precisamente, el cáliz, símbolo visual de la presencia real del cuerpo de Cristo en la misa (conforme a la doctrina asumida por la Iglesia a partir del siglo XI)12, corresponde a la figura del Juez divino, mientras las dos imágenes del

sacerdote desdoblan en el presente de los vivos la potestas iudiciaria de Cristo, es decir su poder de salvar y condenar, de premiar y castigar. Esta correspondencia entre el oficio sacerdotal y el poder del Cristo Juez pone de manifiesto un aspecto a menudo olvidado : la mediación clerical tiene dos caras; excluye tanto como agrega. Más bien dicho, la capacidad agregativa gracias a la cual los sacramentos aseguran la cohesión de la Iglesia supone una capacidad no menos poderosa de exclusión. La relación establecida visualmente entre la eucaristía y el Juicio final no debe de sorprendernos en el contexto de la época considerada. Muchos comentarios teológicos hacen de la misa, y sobre todo de la comunión, una anticipación de la comparecencia ante el Cristo Juez13. Explican que el sacramento opera un

especie de juicio al identificar a los inocentes y los culpables, pues si bien salva a quienes se purificaron mediante la confesión, constituye un peligroso sacrilegio para quienes comulgan en situación de pecado mortal. Finalmente, el clero, que detiene el monopolio de los sacramentos indispensables para conseguir la salvación, aparece aquí y ahora como el operador de la justicia divina. Su poder sacramental – un poder a la vez de vida y de muerte14

– es la manifestación anticipada del poder supremo de Dios Juez. Por cierto, no es sino la

figura imperfecta del único verdadero poder que todavía no se ha manifestado en toda su

plenitud; pero no por eso deja de aparecer exorbitante.

Esta obra, realizada durante el pontificado de Inocenzio III y quizás durante el concilio de Letrán IV (que constituyen un momento culminante en el proceso de afirmación de la Iglesia romana), propone una representación particularmente impresionante del poder

12 Sobre las transformaciones de la doctrina eucarística en la Edad Media, véanse Henri de Lubac, Corpus

Mysticum. L’Eucharistie et l’Eglise au Moyen Age, 2 ed., París, Aubier, 1949 y Miri Rubin, Corpus Christi. The Eucharist in Late Medieval Culture, Cambridge U.P., 1992.

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sacerdotal. Sin embargo, es posible encontrar composiciones comparables en otras regiones y en otros momentos, en particular en la pintura aragonesa del siglo XV. Para la segunda mitad de este siglo, se conservan no menos de treinta de los llamados “retablos de almas”,entre los cuales sólo menciono una obra del Maestro de Artés conservada en el Museo de Arte de Sao Paulo (fig. 4)15. En todos estos retablos, van asociados el Juicio final (o por lo menos el Cristo

Juez tronando en medio de los santos, en la ciudad celeste), los lugares del más allá (incluso el purgatorio) y la Misa de San Gregorio (un tema iconográfico que conoce un gran éxito a partir del siglo XV – y hasta en los cuadros de plumas de Nueva España – y que representa el Cristo de la Pasión apareciendo en el altar y llenando el cáliz con su sangre)16. Aunque se refiera al

papa de los años 600, esta escena asume un valor ejemplar que permite simbolizar la mediación ejercida permanentemente por el clero. Puede considerarse una imagen presente de la Iglesia, en la cual se evidencian la reiteración de la Presencia real de Cristo en la misa, así como la eficacia de los sufragios eucarísticos para liberar a las almas del purgatorio. No puedo analizar aquí los problemas de temporalidad, ni tampoco la articulación entre Juicio final y juicios de las almas, que plantea la obra del Maestro de Artés. Bastará con indicar que la obra reproduce una superposición entre el Cristo Juez y el sacerdote frente al altar, comparable a lo que observamos en el vitral de Bourges, dos siglos y medio antes. Se repite la misma correspondencia entre el Juez supremo y las especies eucarísticas, en las cuales adviene la Presencia del cuerpo de Cristo (una presencia real pero invisible, que la visión milagrosa vuelve visible). Si bien la figuración del papa no se refiere tan claramente al poder de excluir como en Bourges, evidencia su participación en la salvación de las almas que salen del purgatorio gracias a la celebración de la misa y son acogidas por san Pedro en el reino celeste. Sigue vigente la relación figural entre la potestas iudiciaria del Cristo Juez y el poder sacramental del clero.

En la obra del Maestro de Artés, la tiara del papa Gregorio aparecía en el altar. Para terminar esta primera parte, quisiera considerar a las imágenes que nos permiten verla puesta sobre la cabeza de Dios. Según el detallado estudio de F. Boespflug, la representación de Dios – el Hijo o, más a menudo, el Padre – con la tiara pontifical aparece en las últimas décadas del siglo XIV y se vuelve frecuente a partir del siglo XV, sin llegar nunca a constituir una norma

15 Sobre las representaciones del más allá en los retablos aragoneses, y en particular en el ejemplo aquí

mencionado, véase la tesis de Paulino Rodríguez Barral, La imagen de la justicia divina. La retribución del

comportamiento humano en el más allá en el arte medieval de la Corona de Aragón, Universitat Autónoma de

Cataluña, 2003 (p. 430, fig. 247).

16 Sobre la Misa de San Gregorio, véanse entre otros trabajos Hans Belting, L’image et son public au Moyen Age

(1981), París, 1998 y Michael Camille, « The Gregorian Definition Revisited : Writing and the Medieval Image », en Jérôme Baschet et Jean-Claude Schmitt (eds.), L’image. Fonctions et usages des images dans

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iconográfica17. Casi siempre se trata de la tiara de tres coronas, cuyo uso fue introducido por

Bonifacio VIII alrededor del año 1300 y cuya significación sigue siendo objeto de discusión18.

La vemos aquí en una representación de la Trinidad que es uno de los tantos relieves de alabastro producidos en Inglaterra en el siglo XV y ampliamente difundidos en particular en la península ibérica (ejemplar conservado en el Museo de la catedral de Ávila; fig. 5). Esta “papalización de Dios” – para retomar la expresión de F. Boespflug – bien puede interpretarse como una exaltación del poder pontifical, mediante la apoteosis de uno de sus principales símbolos (aunque no sea indiferente indicar que la aparición de esta iconografía coincide, de manera un tanto extraña, con el período traumático del Gran Cisma de Occidente). También puede verse como la manifestación de un aspecto esencial de la eclesiología medieval : la correspondencia y, en algunas ocasiones, la fusión de la liturgía terrestre con la liturgía celeste (así, las fórmulas litúrgicas de la misa indican que las ofrendas presentadas en el altar terrestre están llevadas hasta el altar celeste, en presencia de Dios y los ángeles). Por eso, el arzobispo Antonino de Florencia, a mediados del siglo XV, no duda en calificar a Dios Padre como el máximo sacerdote (“summus sacerdos”)19. Sin embargo, si bien es inevitable considerar esta

iconografía como la proyección en Dios de un símbolo del poder pontifical, es importante subrayar que la lectura medieval procedía muy probablemente al revés. El poder terrestre se concebía como una imitación (figura) del poder divino y este tipo de imagen revelaba que la tiara del papa tenía su prototipo en una tiara celeste20. No es el papa quien presta su emblema

a Dios; se trata más bien de un símbolo del poder eterno que migra de Dios a su vicario en la tierra. Por eso, al recordar que incluso el poder pontifical está sometido al poder divino, la imagen de Dios como papa puede también revertirse en una perspectiva crítica hacia el papa.

En pocas palabras, el papa y los clérigos se consideran como los “lugar tenientes” de Dios en la tierra (“Vice Dei in terris”, “vicarius Christi” en el caso del papa21). Son los sustitutos de Dios aquí abajo. Son sus representantes – sus representaciones – en medio de los

hombres.

17 François Boespflug, « Dieu en pape. Une singularité de l’art religieux de la fin du Moyen Age », en Revue

Mabillon, n.s., 2, 1991, p. 167-205.

18 La tiara (o triregnum) podría significar la reunión en la persona del pontífice de las tres formas de poder en la

tierra : sacerdotium, imperium y regnum (y por lo tanto la plenitudo potestatis). Pero, por lo menos inicialmente, tenía quizas un valor sobre todo cósmico (por la esféra que trataba de representar). De todas maneras, es preciso insistir en el simbolismo imperial de los insigna del papa, que pretende ser – y muy especialmente en el caso de Bonifacio VIII – el verdadero heredero de los emperadores romanos ; véase Agostino Paravicini Bagliani, Le

chiavi e la tiara. Immagini e simboli del papato medievale, Roma, Viella, 1998.

19 « Aeternus Pater est summus sacerdos », Summa theologica, IV, 15, 5, citado por F. Boespflug, ibid., p. 190. 20 De igual forma, la tiara con una sóla corona, en uso en los siglos XII y XIII, significaba que el poder pontifical

se reivindicaba como la figura terrestre de la realeza celeste de Cristo.

21 Sobre el papado medieval, véanse los trabajos de Agostino Paravicini Bagliani, Le corps du pape, París, Seuil,

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2 – El clero como representación de la Iglesia

Sería equivocado limitar las representaciones del poder sacerdotal a sus correspondencias e identificaciones con Dios. Si bien los clérigos son padres de los fieles – lo que acentua su identificación con Dios, del cual los fieles son también hijos –, conforman colectivamente una institución que se concibe como madre : la Mater Ecclesia. Ahora bién, es preciso recordar la multiplicidad de significaciones que agrega la noción de Ecclesia. A parte el edificio dedicado al culto, puede designar a la comunidad de todos los cristianos, conforme al sentido inicial de la palabra griega (eklesia : asamblea). Sin embargo, a partir de los siglos XI y XII, tiende a asumir un significado principalmente institucional – el conjunto de los clérigos –, mientras la comunidad de todos los cristianos viene designada cada vez más como

christianitas o populus christianus. Sin embargo, a pesar de esta clara inflexión semántica,

siguen siendo constitutivos del concepto mismo de Ecclesia los juegos de ambivalencias o ambiguëdades entre su significado comunitario y su significado institucional, así como entre su sentido local (monasterio, paroquia o diócesis) y su sentido universal (la Iglesia romana). Es de suma importancia la sinécdoque que permite que la parte (el clero) valga por el todo (la comunidad de todos los fieles) y capte en su provecho los valores relacionados con este (al mismo tiempo que se establezca una muy rigorosa oposición entre clérigos y láicos).

Si bien a veces pueden ser muy impactantes, las representaciones de la Mater Ecclesia no son muy frecuentes y no cuentan entre los temas dominantes de la iconografía medieval, a diferencia de lo que ocurre con la Virgen María. Pero se da una identificación entre la Madre Iglesia y la Virgen María, de tal forma que esta puede considerarse uno de los símbolos más poderosos y omnipresentes de la Iglesia22. Se trata de un simbolismo antiguo : ya en el siglo

IV, San Ambrosio consideraba al cuerpo virginal de María como una imagen de la Iglesia luchando por defender su pureza en medio de la confusión del siglo. Pero adquiere cada vez más fuerza hasta que, en el siglo XII, los teólogos afirmen – en primer lugar, en el contexto de la exégesis del Cantar de los Cantares – la exacta correspondencia entre María y la Iglesia, a tal punto que todo lo que se dice de una se puede decir también de la otra23. A partir de este

momento, una imagen de la Virgen es a la vez una imagen de la Iglesia, o más bien dicho constituye una figuración doble de la Virgen-Iglesia.

22 Para todo lo que sigue en relación con la Virgen, véanse Dominique Iogna-Prat, Eric Palazzo y Daniel Russo

(eds), Marie. Le culte de la Vierge dans la société médiévale, París, Beauchesne, 1996 y Marie-Louise Thérel,

Le triomphe de la Vierge-Eglise. Sources historiques, littéraires et iconographiques, París, CNRS, 1984.

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Así es como tenemos que considerar a la coronación de la Virgen-Iglesia, cuya representación aparece a mediados del siglo XII y encuentra una de sus primeras formulaciones en el amplio mosáico absidial de Santa Maria in Trastevere, en Roma, entre 1140 y 1150 (fig. 6)24. Si bien el tema de María como Regina coeli se esboza en el siglo VI,

conoce luego un eclipse y reaparece en la época carolingia para hacerse omnipresente a partir de los siglos XI y XII, cuando también adquiere una fuerte presencia visual. Al mismo tiempo, la iconografía de la coronación pone en evidencia a la Iglesia como co-partícipe de la realeza de Cristo (en el siglo XI por ejemplo, san Anselmo de Cantorbery invita a tomar en consideración la “dignidad real” de la Iglesia que Cristo eligió en este mundo como su esposa). Se trata también de una reelaboración visual de la exégesis del Cantar de los Cantares (del cual se inspiran las inscripciones presentadas por la pareja real en el mosáiso romano), que confiere un simbolismo matrimonial a la coronación. En resumen, la coronación significa la unión matrimonial entre Cristo y su Iglesia : es un símbolo de la unidad de la institución eclesial y una exaltación de la misma a travers de su unión con Cristo y su participación a la realeza celeste del Hijo. De manera general, el culto marial que, a partir del siglo XII, se impone como una dimensión masiva del cristianismo occidental constituye una forma de exaltación de la Iglesia y es síntoma del proceso de refundación eclesial y acentuación del poder sacerdotal.

La coronación de la Virgen-Iglesia se vuelve a partir del siglo XIII uno de los temas iconográficos más frecuentes, a tal punto que le hace competencia al Juicio final en las fachadas de las iglesias. La portada de la colegiata de Toro (Castilla) nos ofrece un ejemplo clásico de la segunda mitad del siglo XIII – aunque muy notable por la excepcional conservación de su policromía (fig. 7)25. Pero resulta significativo que, al disponer de una sóla

portada, se decidió desplazar al Juicio final en la archivolta externa, mientras se dedicaba el tímpano a la coronación de la Virgen. Así es como la representación del poder celeste bajo la figura única de Dios pierde terreno en provecho de la imagen doble de la pareja integrada por Cristo y la Virgen-Iglesia. El referente celeste del poder sacerdotal tiende ahora a expresarse principalmente bajo la forma de la unión de Cristo con su Iglesia.

24 En esta obra, relacionada con la reunificación de la Iglesia después del cisma del antipapa Anacleto II en 1138,

la Virgen ya coronada está sentado al lado de Cristo, mientras en las obras posteriores se insiste en el gesto mismo de la coronación. Existe una abundante bibliografía sobre la obra romana, por lo que remito a la síntesis reciente de J. Wirth, L’image à l’époque romane, op. cit., p. 435-441, así como a M.-L. Thérel, ibid., p. 73-202.

25 La datación de esta portada sigue siendo discutida (tercer cuarto o finales del siglo XIII); cfr. Joaquin Yarza

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Esta promoción de la pareja celeste llega a veces a extremos radicales. En el Juicio final que Buonamico Buffalmacco pinta en los murales del Camposanto de Pisa, en los años 1330-1340 (una obra fuertemente innovadora que constituye, entre otros aspectos, un parteaguas en la historia de las representaciones del infierno), el lugar del Juez supremo ya no viene ocupado solamente por Cristo26. Ocurre aquí una extraordinaria promoción de María

que – sin ningun cuidado por las referencias bíblicas, las concepciones teológicas y la tradición iconográfica del Juicio final – deja su habitual postura de intercesión para ocupar un lugar tan eminente como el de su Hijo, en una mandorla idéntica a la suya (fig. 8). Partícipe de la realeza celeste de Cristo, parece ahora compartir también su potestas iudiciaria. A pesar de encontrarse en dos mandorlas distintas, la posición de los dos personajes recuerda fuertemente la disposición de la coronación de la Virgen – la cual lleva aquí una corona real, mientras lo que vemos en la cabeza de Cristo no es, en mi opinión, una corona imperial sino una tiara pontifical con una sola corona, como las que se usaban antes de Bonifacio VIII e igual a la que lleva un papa en la escena contigua del Triunfo de la muerte.

Si bien esta obra – de enorme complejidad – constituyó un modelo importante en varios aspectos, la representación de la Virgen como co-juez resultó una opción tan radical que no tuvo ninguna posteridad27. Tenemos aquí una de estas “imágenes-límite” que la

inventiva del arte medieval autoriza y que, si bien se encuentran al borde de ser insostenibles, nos revelan con particular intensidad tendencias profundas que operan también en iconografías más convencionales (en este caso, manifiesta la insistencia en promover la asociación entre Cristo y la Virgen-Iglesia, incluso en contextos en los cuales no es conveniente)28. La propuesta límite de Buffalmacco no puede entenderse sin considerar la

situación política de Pisa en estos años. Entre 1328 y 1330, el emperador Luís de Baviera y Nicolás V, el papa (o antipapa) designado por él, instalaron su corte en la ciudad de Pisa, dándoles asilio a todos los enemigos del papa residente entonces en Aviñon y beneficiándose de los consejos de pensadores tan importantes como Guillermo de Occam y Marsilio de Pádova. Pero, después de 1330, la derrota de Luís y Nicolás provocó un cambio decisivo en la tradicional opción gibelina (pro-imperial) de Pisa y llevó a su adesión a una postura gelfa (pro-papal), compartida por el nuevo dirigente de la comuna, Fazio Della Gherardesca, y promovida con particular energía por el arzobispo Simone Saltarelli, un dominico cercano al papa Juan XXII y que, con toda probabilidad, vigiló la realización de los murales. La doble

26 Para una análisis completo de la obra de Buffalmacco y su importancia, remito a Les justices de l’au-delà, op.

cit., capítulo V (y a la bibliografía ahí citada).

27 Sólo se puede mencionar una excepción : un retablo de Nicoló di Tomaso claramente copiado del mural de

Buffalmacco (Genova, colección Bossi, mitad del siglo XIV ; cfr. ibid., p. 314).

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innovación iconográfica – la tiara en la cabeza de Cristo Juez y la participación de la Virgen-Iglesia a su lado – constituyen una clara y hasta muy audaz proclamación visual del giro pro-pontifical de Pisa. Sin embargo, el mural no puede reducirse a este manifiesto político comunal. En él confluyen también tendencias de larga duración, como el esfuerzo de perfeccionamiento de las técnicas pastorales, mediante la predicación y la imagen, por parte de las órdenes mendicantes. Es también una expresión del proceso de afirmación del poder de la Iglesia, y en particular de su ambición de control sobre las ciudades, claramente expresada par el obispo Saltarelli. Aquí, la Iglesia se reivindica como el indispensable cemento tanto de la unidad cívica como de la cristiandad en su conjunto29.

Si bien la asociación de Cristo y la Virgen no tuvo éxito en el contexto del Juicio final, siguió siendo muy presente en la iconografía de la coronación. A principios del siglo XV, este tema conoció una importante modificación (que permitirá juntar, para terminar, a los dos momentos de este trabajo). Se empieza entonces a representar con frecuencia la coronación de María no solamente por su Hijo sino por la Trinidad entera. En algunas versiones, María sigue recibiendo la corona de la mano de Cristo, al lado del cual está sentada (por ejemplo en una miniatura realizada en los años 1440 en Milán; fig. 9)30. Es como si se retomara la forma

tradicional del tema, completándola con las dos demás personas de la Trinidad. El cambio es sin embargo muy significativo. El gesto del Padre, que pone sus manos en los hombros de Cristo y María hace todavía más fuerte el vínculo matrimonial que une Dios con su Iglesia. Además, la inclusión de la Virgen y la Trinidad en la misma mandorla – en el centro de la corte celeste – subraya la integración de la Virgen-Iglesia en el nucleo divino, que parece ahora una Quaternidad más que una Trinidad31. Con algunas precauciones, podríamos

considerar que ocurre, a finales de la Edad Media, una “quasi-divinización” de la Virgen32.

29 Todo el registro superior del infierno, ubicado a la derecha del Juicio y al mismo nivel que Cristo y la Virgen

viene dedicado no a los pecados capitales sino a los castigos de los enemigos de la Iglesia (heréticos, cismáticos, etc.). Existe una clara relación entre esta insólita preoccupación por lo que divide a la Iglesia y la promoción, no menos insólita, de la figura que expresa la unidad de la Iglesia : la Virgen.

30 Washington, National Gallery of Art, B 18-754 (C. Nordenfalk, Medieval and Renaissance Manuscripts form

the National Gallery of Art, Washington, 1975, número 19). Esta disposición aparece ya en los primeros años del

siglo XV, en particular en el mural de la capilla Bolognini en San Petronio de Boloña, ca. 1410 (una obra cuyo infierno es una cita literal del de Buffalmacco en Pisa) ; Les justices, op. cit., p. 363-365. Véase Philippe Verdier, « Une iconographie originale du Couronnement de la Vierge par la Trinité dans l’art du nord de l’Italie vers la fin du XIVè siècle et au XVè siècle », en Mélanges de l’Ecole française de Rome-Moyen Age, 103/1, 1991, p. 399-419.

31 Ernst Kantorowicz dedicó un artículo famoso a la « Quinidad de Winchester » (« The Quinity of Winchester »,

en The Art Bulletin, 29, 1947, p. 73-85). Sobre la iconografía de la Trinidad, véanse François Boespflug y Yolanta Zaluska, « Le dogme trinitaire et l'essor de son iconographie en Occident de l'époque carolingienne au IVe Concile de Latran », en Cahiers de civilisation médiévale, 37, 1994, p. 181-240 y François Boespflug, La

Trinité dans l’art d’Occident (1400-1460), Estrasburgo, PUS, 2000.

32 Véase por ejemplo en las Horas de Juan Sin Miedo (ca. 1407), una « Trinidad » formada por Dios Padre, la

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En una segunda versión – por ejemplo en el retablo que Enguerrand Quarton realizó en 1453-1454 para la certosa de Villeneuve-les-Aviñon –, la Trinidad recupera una disposición más habitual, mientras la Virgen aparece en una posición ligeramente inferior, pero ventajosamente central (fig. 10)33. De esta manera, pueden participar en el acto de coronación

tanto el Padre como el Hijo – y también el Espíritu Santo, pues el pico de la paloma toca discretamente la punta superior de la corona. El matrimonio espiritual de la Virgen ya no la une solamente con el Hijo sino también con el Padre (según una lógica que deriva de la identidad esencial de las personas divinas y que los comentarios teológicos ilustran en abundancia). Según una afirmación constantemente reiterada, sobre todo a partir del siglo XIII, la Virgen – así como la Iglesia – es a la vez madre, hija y esposa de Dios.

En los mismos años, encontramos una versión más frusta del mismo esquema en una miniatura inglesa (fig. 11)34. Pero, en lugar de la corona real, la Virgen recibe ahora una tiara

pontifical, igual a la del papa representado abajo de ella (mientras Dios Padre tiene una corona real). Finalmente, en algunos relieves ingleses de alabastro – de los que mencionamos al inicio –, la Virgen recibe también la tiara pontifical, al igual que el Padre y el Hijo (fig. 12) e incluso que el Espíritu Santo, siendo en este caso las tres personas casi idénticas (fig. 13)35.

La “papalización” de la Trinidad y hasta de la Quaternidad llega así a su punto extremo (en algunas obras creadas en el Norte de Europa y ampliamente difundidas)36. La aparente

sacerdotalización de María (que muy dificilmente podría significar una renuncia al monopolio masculino del sacerdocio) tiene que interpretarse más bien en el sentido de una asimilación del sacerdote a la Virgen. De hecho, muchos comentarios teológicos insisten en que, al hacer presente el cuerpo de Cristo en la eucaristía, el sacerdote provoca una reiteración de la Encarnación, ocurrida inicialmente en la matriz de María37. Por otra parte, la imagen acentua

la integración de la Virgen en el nucleo divino y fortalece su identificación con la Iglesia, de

33 Sobre esta obra, a la vez excepcional por su calidad artística y sintomática de las representaciones de finales de

la Edad Media, véanse Etudes Vauclusiennes, 24-25, 1980-1981; Jean y Yan Le Pichon, Le mystère du

Couronnement de la Vierge, París, 1982; Charles Sterling, Enguerrand Quarton, París, 1983 y François

Boespflug, La Trinité dans l’art, op. cit., cap. 5 (en particular por lo que se refiere a la estricta identidad del Padre y el Hijo, y también para obras anteriores con la misma disposición). Me permito remitir también, para una ampliación de las observaciones relativas al parentesco divino, a J. Baschet, Le sein du père. Abraham et la

paternité dans l’Occident médiéval, París, Gallimard, 2000.

34 Myrrour of the Blessed Lyf of Jesu Christ, Edinburgh, National Library, Adv. 18.1.7, f. 12 v. (1445-1465;

Kathleen Scott, Later Gothic Manuscripts. 1390-1490. A Survey of manuscripts illuminated in the British Island, Londres, Harvey Miller, 1996, número 98, il. 381).

35 Se conservan respectívamente en el Museo de Bellas Artes de Tours y en el Museo de Arte Antiguo de Lisboa

(en este caso, la parte superior de la tiara del Espíritu se ha perdido). Sobre la producción inglesa de relieves en alabastro, véase Francis Cheetham, English medieval Alabasters, Oxford, 1983.

36 Tenemos aquí los antecedentes de un fenómeno recurrente en la producción visual de la Nueva España (véase

aquí mismo la contribución de Nelly Sigaut).

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la cual el papa es efectivamente la cabeza y que constituye el referente celeste de su poder en la tierra.

Para concluir, el poder sacerdotal se manifiesta como figura terrestre de un doble referente, masculino uno y femenino el otro. Se trata por un lado del Dios trinitario, sobre todo en la persona del Hijo (cuya potestas iudiciaria viene anticipada en las actuaciones del clero) o del Padre (que es el principal aunque no exclusivo “beneficiario” del proceso de papalización iconográfica). Por el otro lado, encontramos a la Virgen-Iglesia, símbolo del cuerpo colegiado del clero, en sus distintas manifestaciones, desde las iglesias locales hasta la universal. En el plano divino, estos dos polos están estrechamente atados por un triple vínculo de paternidad, filiación y alianza matrimonial. En el plano terrestre, la posición del sacerdote no se define solamente por ser el lugar teniente de Dios, sino también por concentrar en su persona los valores relacionados con la comunidad-Iglesia que representa. El clérigo es el representante terrestre de Dios, pero también es el representante de su comunidad. Encontrarse en la intersección de dos ejes, uno masculino y vertical que lo pone en lugar de Dios y el otro femenino y horizontal que lo hace valer por la comunidad eclesial, podría ser quizás la caracterización más apropiada del poder reivindicado por el clero (y que los laícos buscan limitar por todos los medios posibles). En los últimos siglos de la Edad Media, esta caracterización es todavía válida, pues la Iglesia sigue siendo la institución dominante, aunque en un contexto de complejidad y competencia crecientes. Esto la empuja a una movilización cada vez más intensa de sus recursos espirituales y a una escalada simbólica, cuyas formas abarcan desde la intensificación de su auto-representación, por ejemplo en la fiesta del

Corpus Christi, hasta la acentuación de la dimensión dolorosa y sangriente de la Encarnación,

sin olvidar la manipulación cada vez más abierta y proteiforma de las imágenes del nucleo divino. Es en este proceso que se llega a promover la unión del Dios trinitario y la Virgen-Iglesia como el referente celeste más adecuado para expresar el poder de la institución que es su representación en la tierra38.

38 La insistencia en la unión del Dios trinitario con la Virgen-Iglesia tiene múltiples écos prácticos. Por ejemplo,

se subraya en el siglo XV la existencia de dos formas de lesa-majestad divina : una que se ejerce directamente en contra de Dios y la otra en contra de su esposa, la Iglesia (Bernard Guenée, Un meurtre, une société.

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LISTA DE LAS ILUSTRACIONES

Fig. 1 : El Juicio final y la justicia del papa (miniatura de Nicoló da Boloña, Berlin, Kupferstichkab. 4215; tomado de A. Erbach di Fuerstenau, “La miniatura bolognese nel Trecento”, L'arte, 1911, p. 114-117).

Fig. 2 : El Juicio final (vitral del deambulatorio de la catedral de Bourges).

Fig 3 : El juicio presente del justo y el pecador, en la tierra y en el más allá (detalle del vitral del Juicio final, deambulatorio de la catedral de Bourges).

Fig. 4 : El Juicio final, el purgatorio y la Misa de san Gregorio (retablo del Maestro de Artés, Museo de Arte de Sao Paulo).

Fig. 5 : El Trono de Gracia (relieve de alabastro, Museo de la catedral de Ávila). Fig. 6 : El Cristo y la Virgen coronada tronando juntos (mosáico del ábside de Santa María in Trastevere, Roma).

Fig. 7 : La coronación de la Virgen (portada de la colegiata de Toro, Castilla). Fig. 8 : El Juicio final (mural de Buonamico Buffalmacco, Camposanto de Pisa). Fig. 9 : La coronación de la Virgen con la Trinidad (miniatura realizada en Milán, Washington, National Gallery of Art, B 18-754; tomado de Carl Nordenfalk, Medieval and

Renaissance Manuscripts form the National Gallery of Art, Washington, 1975, número 19).

Fig. 10 : La coronación de la Virgen por la Trinidad (retablo de Enguerrand Quarton, Museo de Villeneuve-les-Aviñon).

Fig. 11 : La coronación de la Virgen con la tiara pontifical (miniatura inglesa,

Myrrour of the Blessed Lyf of Jesu Christ, Edinburgh, National Library, Adv. 18.1.7, f. 12 v.;

tomado de Kathleen Scott, Later Gothic Manuscripts. 1390-1490. A Survey of manuscripts

illuminated in the British Island, Londres, Harvey Miller, 1996, il. 381).

Fig. 12 : La coronación de la Virgen con la tiara pontifical (alabastro inglés, Museo de Bellas Artes de Tours).

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